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– Muy poco más -dijo ella, y Brunetti la creyó.

– ¿Y después? -preguntó el comisario.

– No hay rastro de él hasta que, hace cinco años, abrió un consultorio de médico homeópata en Nápoles; pero… -aquí ella lo miró y movió la cabeza con asombro-… al cabo de dos años alguien revisó su solicitud y descubrió que Gorini nunca había estudiado Medicina.

– ¿Qué pasó?

– Le cerraron el consultorio. -No dijo más. Quizá en Nápoles no era delito ejercer la Medicina sin licencia-. Hace dos años -prosiguió- se mudó a la dirección que usted me dio, pero el contrato de arrendamiento no está a su nombre.

– ¿Al de quién entonces?

– Al de una tal Elvira Montini.

– ¿Quién es?

– Trabaja de técnica de laboratorio en el Ospedale Civile.

– Quizá él se haya reformado -apuntó Brunetti.

Ella alzó las cejas, pero no dijo nada.

– ¿Ha encontrado algún indicio de lo que hace ahora?

– Por lo que he podido averiguar, podría dedicarse a la vida contemplativa y las buenas obras.

– No obstante, parece ser que la tía de Vianello le lleva grandes cantidades de dinero a esa dirección -dijo Brunetti con escepticismo-. A él o a una persona que reside en ese domicilio -rectificó-. El suyo es el único apartamento que usa esa entrada.

– De modo que eso es lo que preocupa a Vianello -dijo ella, en tono de conmiseración y afecto.

– Sí, desde hace tiempo.

El pensó en sus amistades del hospital y dijo:

– Podría preguntar al dottor Rizzardi. Él conocerá a los empleados del laboratorio.

La tos de ella fue muy discreta, casi imperceptible, pero a Brunetti le sonó como un toque de clarín.

– ¿Ya ha hablado usted con él? -preguntó.

– Sí, señor. -Sin darle tiempo a decir nada, ella explicó-: Me tomé la libertad de preguntar.

– Ah -escapó de labios de Brunetti-. ¿Y?

– Pues que ella es esa persona competente de la que depende todo el departamento -respondió ella, y Brunetti se abstuvo de mirarla a los ojos después de que dijera esto-. Lleva allí quince años y no está casada, a no ser con su trabajo.

Impulsivamente, para soslayar toda consideración acerca de cómo esta descripción, dejando aparte el número de años, podía aplicarse a la propia signorina Elettra, Brunetti preguntó:

– ¿Cómo se explica, pues, la presencia del signor Gorini en su casa?

– Justamente -convino la joven, y prosiguió-: Pregunté al doctor si podía decirme algo más acerca de la mujer y noté cierta resistencia. Daba la impresión de querer protegerla.

– ¿Y usted qué hizo?

– Mentir, desde luego -respondió ella con naturalidad-. Le dije que mi hermana conocía a una empleada del laboratorio, lo que es cierto, y hasta le di el nombre. Es alguien que estudiaba Medicina con Barbara pero no terminó la carrera. Dije que me había hablado muy bien de la signorina Montini pero que le parecía que en este año último había cambiado. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó-: Una mujer que ha vivido dos años con un hombre como él es muy probable que haya cambiado, y no a mejor.

– ¿Y qué dijo él?

– Que su trabajo sigue siendo excelente, y cambió de tema.

– Entiendo -dijo Brunetti-. ¿Querría pedir a su hermana que pregunte a su antigua compañera de clase?

La signorina Elettra movió la cabeza vigorosamente y miró a la mesa.

– No se hablan -fue su única explicación.

– ¿Qué más tenemos? -preguntó él viendo que aún quedaban papeles en la mesa.

– Él tiene cuenta en UniCredit. -Le pasó un extracto de los movimientos de la cuenta de Stefano Gorini durante los seis últimos meses. Él examinó las cantidades, buscando una pauta, pero no la había. Todos los meses se abonaban o cargaban en la cuenta sumas diversas, siempre en efectivo y siempre inferiores a quinientos euros. El saldo actual no llegaba a dos mil euros.

– ¿Algún indicio de cómo se gana la vida?

Ella movió la cabeza negativamente.

– Quizá tenga amigos generosos, o quizá lo mantenga la signorina Montini o, qué sé yo, quizá tenga suerte en la ruleta o con las cartas. El dinero entra y sale, pero nunca en una cuantía que pueda despertar curiosidad.

– ¿Cargos a tarjetas de crédito?

– Parece que no tiene tarjetas.

– Mirabili dictu -dijo Brunetti-. Y pensar que estamos en el nuevo milenio.

– Pero podría tener telefonino -dijo ella y, adelantándose a la pregunta del comisario, explicó-: No lo sabré hasta esta tarde o mañana. -Observó la sorpresa de Brunetti y añadió, a modo de explicación-: Giorgio está de vacaciones.

– ¿Y tiene usted que preguntar a otra persona?

En la cara de ella se pintó la sorpresa ante el desconocimiento de Brunetti de lo que es la fidelidad del cliente.

– No, señor; él hará un intento desde Terranova, pero no estaba seguro de poder hacérmelo llegar hoy. Me ha dicho que puede tener complicaciones para introducirse en el sistema Telecom desde allí.

– Comprendo -mintió Brunetti-. Me gustaría encontrar la manera de vigilar esa casa.

– La he buscado en Calli, Campi e Campielli, y no parece fácil. Tendría que poner a alguien permanentemente en Campo dei Frari y en San Toma, y ni así podría estar seguro de que todo el que entra en la calle va a esa dirección o el que salía viene de allí.

– ¿Sabe de alguien de esta casa que viva por esa zona?

– Veamos -dijo ella volviéndose hacia el ordenador, y Brunetti supuso que abría el archivo del personal de la questura. Menos de dos minutos después, ella dijo-: No, señor. Nadie vive a menos de dos puentes. Vistos sus antecedentes -añadió poniendo una mano sobre los papeles para volver a centrar la atención de ambos en Gorini-, con o sin la signorina Montini, no es probable que se haya retirado a una vida de inactividad.

– Y, si algo le ha enseñado la experiencia -prosiguió Brunetti-, evitará contratar a alguien o hacer algo que requiera licencias o certificados de cualquier tipo. Por consiguiente, ¿por qué no hacerse adivino?

– Que tampoco está tan lejos del psicólogo, ¿no le parece?

Por gratificante que resulte descubrir que alguien comparte tus prejuicios, Brunetti optó por callar en esta ocasión.

Cuando volvió a mirarla, la signorina Elettra tenía la barbilla apoyada en la mano izquierda mientras dejaba descansar la derecha en un ángulo del teclado.

– No -dijo al fin, tras lo que se antojó a Brunetti una larga consulta con la pantalla vacía-. No hay manera de vigilar la casa. Y, si el vicequestore se enterase, tendríamos disgustos.

– ¿Y eso le da miedo? -preguntó él.

Ella dejó escapar un pequeño resoplido de desdén.

– No por mí. Ni por usted, comisario. Pero se lo haría pagar a Vianello y a los agentes que intervinieran. Y Scarpa le secundaría. No merece la pena. -Irguió el tronco y pulsó varias teclas-. Mírelo, aquí está.

Brunetti se situó a su espalda en el momento en que aparecía en la pantalla la foto de un hombre, en la clásica pose del recién arrestado.

– Es de los tiempos de Aversa, ya hace quince años. No he encontrado otra más reciente.

– ¿No ha renovado su carta d'identità? -preguntó Brunetti.

– Sí, pero en Nápoles, hace cinco años. Y han perdido el expediente.

– ¿Usted se lo cree? -preguntó él con suspicacia, más que por el hecho en sí, que era bastante frecuente, por el lugar en el que se había producido.

– Sí, señor. Me lo dijo una persona de confianza. No escanearon la foto en el ordenador y perdieron la carpeta. -Golpeó la pantalla con el índice-. Esto es todo lo que tenemos.