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La inexpresiva cara que los miraba desde la pantalla, aun con las largas patillas y la revuelta melena que Gorini llevaba en la foto, era bien proporcionada y atractiva: oblicuos ojos oscuros y pómulos altos que le daban aspecto tártaro, nariz larga, un poco torcida, con un pequeño bulto debajo del puente, y boca grande y bien dibujada. Un conjunto de facciones, reconoció Brunetti, que sugerían una masculinidad poderosa. No recordaba haber visto en la ciudad una versión madura del Gorini de la foto. Señaló la imagen.

– Me gustaría que se encargara de que den copias a los sabuesos de Scarpa… sin poner en antecedentes al teniente. -Al ver que ella iba a comentar algo, añadió-: Dígales que es una vieja foto de alguien que vive en la ciudad y que tratar de localizarlo forma parte del entrenamiento.

Ella sonrió.

– Engañar al teniente, aunque sea en poca cosa, siempre es un placer.

11

Antes de que él pudiera salir del despacho, la signo rina Elettra lo sorprendió con la pregunta:

– ¿Aún siente curiosidad por el signor Fontana?

¿Fontana? ¿Fontana? ¿Qué relación tenía este nombre con la tía de Vianello? Entonces recordó: el «hombre de bien», y dijo:

– Ah, sí. Desde luego.

– Tal como usted me dijo, es ujier del Tribunale, y fue fácil encontrarlo. Trabaja allí desde hace treinta y cinco años, es soltero y vive con su madre. No se ha tomado ni un solo día de baja por enfermedad. Únicamente ha faltado al trabajo el día del entierro de su padre, hace treinta y cuatro años.

Brunetti levantó una mano para detenerla.

– ¿Que no ha faltado al trabajo ni un solo día? Bien, un día, el del entierro de su padre. ¿Y dice que es funcionario?

– Sí, señor -respondió ella-. ¿Quiere una silla, comisario?

– Gracias, no es necesario -dijo él en voz baja. Puso una mano en la mesa, se apoyó en ella y dejó caer la cabeza con gesto teatral-. Estoy seguro de que, si descanso un momento, se me pasará la impresión. -Pasado el momento, movió la cabeza y probó de retirar la mano de la mesa-. Hace poco Pucetti dijo que había visto algo que contar a sus nietos. Creo que lo mismo puedo decir ahora yo. ¿Un solo día en treinta y cinco años? Miró a la pared del fondo, como si una mano llameante estuviera escribiendo en ella las cifras. Cansado de la broma, preguntó de pronto-: ¿Qué más?

– Él y su madre tienen alquilado un apartamento cerca de San Leonardo. Vivían en Castello hasta hace tres años, en que se mudaron a un apartamento de un palazzo de la Misericordia.

– Buen sitio -dijo Brunetti con súbito interés-. ¿La madre trabaja?

– No, señor. Nunca ha trabajado.

– Sería interesante averiguar cómo paga el alquiler, ¿no le parece?

– No creo que tenga problemas para pagarlo -dijo ella, sorprendiéndolo.

– ¿Por qué? ¿Es pequeño?

– Al contrario. Ciento cincuenta metros cuadrados.

– ¿Cómo se las arregla para pagarlo?

Ella le obsequió con una sonrisita de autosuficiencia que lo advirtió de que debía prepararse para lo que ahora venía, y era algo que Brunetti nunca habría podido imaginar:

– No tiene dificultad porque el alquiler es de cuatrocientos cincuenta euros -dijo ella. Y agregó con énfasis, como si hablara desde una tribuna-: O eso sugiere la transferencia mensual de su cuenta bancaria.

– ¿Por un apartamento en la Misericordia? ¿De ciento cincuenta metros cuadrados?

– Quizá ya tenga una cosa más que contar a sus nietos, dottore -sonrió ella.

El pensamiento de Brunetti se disparó, buscando una explicación. ¿Chantaje? ¿Un contrato en el que figuraba un alquiler ficticio, pagando Fontana la diferencia en efectivo para ahorrarle impuestos al propietario? ¿Algún pariente?

– ¿A quién se hace el pago?

– A Marco Puntera -dijo ella, nombrando a un empresario que había hecho fortuna en el negocio inmobiliario en Milán y había vuelto a su Venecia natal siete u ocho años antes.

Un gato puede mirar a un rey, esto lo sabía Brunetti, pero ¿cómo iba un ujier a conocer a un hombre tan rico como se decía que era Puntera, y cómo había conseguido un apartamento por semejante alquiler?

– Ese hombre es dueño de muchos apartamentos, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

– Por lo menos, doce, y todos los tiene alquilados. Además de dos palazzi en el Gran Canal. También alquilados.

– ¿Por rentas similares?

– No he tenido tiempo de comprobarlo. Pero tengo entendido que la mayoría están alquilados a extranjeros. -Se interrumpió, como si buscara la frase más apropiada. Cuando la encontró, prosiguió-: Está considerado un ornato de la comunidad angloamericana.

– Pero él no es inglés ni americano -dijo rápidamente Brunetti, que había ido a la escuela primaria con el hermano menor de Puntera.

– Pero está muy integrado en su vida social -prosiguió ella, imperturbable-. Socio de la piscina Cipriani, villancicos en la iglesia de los Ingleses, fiesta del Cuatro de Julio, se tutea con los dueños de los mejores restaurantes…

En los oídos de Brunetti, aquello sonaba como una tortura que se le hubiera pasado por alto al Dante.

– ¿Y un hombre de su posición alquila a Fontana un apartamento a bajo precio? -dijo él, menos como el que pregunta que como el que se admira de un prodigio.

– Eso parece.

– ¿Ha averiguado algo más?

– Antes quería hablar con usted, comisario, para ver si esta asociación le parecía tan interesante como a mí.

– Me parece fascinante -dijo Brunetti, siempre intrigado por las posibilidades a que daban lugar las diversas relaciones que se formaban entre los habitantes de su ciudad. Cuanto más dispar era la pareja, más interesantes resultaban las posibilidades.

– Bien. Lo suponía. -Ella hizo una pausa, como buscando la mejor manera de expresarse, y dijo-: Pero, para indagar más a fondo, quizá tenga que solicitar algún favor y, antes de empezar a hacer preguntas, quería saber si usted estaba de acuerdo.

Él miró a la signorina Elettra un momento antes de preguntar:

– ¿Qué tenía pensado?

En lugar de responder a su pregunta, ella dijo:

– Me alegro de que apruebe el programa de servicios, comisario. Lo cursaré hoy mismo.

– Está bien, signorina. Se lo agradezco -respondió Brunetti sin inmutarse, se volvió hacia la puerta y mostró sorpresa al ver allí al vicequestore Patta y, a su derecha, al teniente Scarpa, su criatura-. Ah, buenos días, vicequestore -dijo con afable sonrisa. Luego, como Copérnico al distinguir un planeta menor-: Teniente…

Patta casi había alcanzado el apogeo de su tinte veraniego. Desde mayo, había nadado todos los días en la piscina del hotel Cipriani y empezaba a tener el color de un caballo castaño. Un par de semanas más, y lo habría conseguido, pero entonces el día habría empezado a acortarse, y el sol, a perder virulencia, y para octubre el vicequestore parecería un caffé macchiato en el que, con el paso de las semanas, iría aumentando la proporción de leche hasta que en diciembre habría alcanzado la palidez de un cappuccino. A menos que adoptara el recurso de dedicar las vacaciones de Navidad a recuperar el bronceado en las Maldivas o las Seychelles, Patta se exponía a llegar a los umbrales de la primavera convertido en la pálida sombra de su efigie veraniega.

– La signorina Elettra me ha explicado el nuevo plan de servicios para el verano -dijo Brunetti, mirando a Patta con una sonrisa y moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de felicitación-. Me parece muy bien optimizar las posibilidades del despliegue de efectivos con estas innovaciones, señor. -Patta sonreía, pero Scarpa miraba a Brunetti con ferocidad-. Muestra creativas dotes de organización, una planificación realmente innovadora, si… -aquí desvió la mirada, en la actitud del modesto admirador-… si se me permite la observación.