– Me alegro de que opine usted así -dijo un expansivo Patta-. Debo confesar… -y aquí fue Patta el que se envolvió en el manto de la modestia-… que el teniente me ayudó con su experiencia directa de trabajo con los agentes.
– Trabajo en equipo, ésa es la clave -dijo un Brunetti radiante.
La signorina Elettra eligió este momento para intervenir.
– Le han llamado del Cipriani, vicequestore. Hablaban de su mesa para el almuerzo de mañana y ruegan que llame.
– Gracias, signorina -dijo Patta yendo hacia la puerta de su despacho-. Ahora me ocupo de eso. -Desapareció como el que acude a responder una Llamada de lo Alto, dejando atrás a sus tres subordinados.
Pasó algún tiempo. La signorina Elettra abrió un cajón, sacó el Vogue del mes y lo abrió encima del teclado.
Brunetti se acercó a mirar la revista por encima de su hombro y preguntó:
– ¿Cree que esas aberturas laterales en las chaquetas son buena idea?
– Aún no lo sé, comisario. ¿Qué opina su esposa?
– Ella prefiere las chaquetas sin aberturas, dice que estilizan la silueta. Será porque ella es alta. Pero ésa es perfecta -dijo inclinándose para señalar una chaqueta beige que ocupaba el centro de la página de la izquierda-. De todos modos, esta noche se lo preguntaré, por si tiene alguna otra idea al respecto.
Ella miró al teniente, pero éste, que al parecer no tenía opinión acerca de aberturas, optó por salir del despacho olvidando cerrar la puerta.
– Un hombre sin sentido de la moda es un hombre sin alma -dijo la signorina Elettra volviendo la página.
12
Cuando se hizo evidente que Scarpa no volvía y mientras la luz roja del teléfono de Patta permanecía encendida, Brunetti dijo:
– No debería usted tentarme.
– Tampoco debería tentarme a mí misma -dijo ella cerrando la revista y guardándola en el cajón-. Pero el deseo de pincharle es más fuerte que yo.
– ¿Es cierto que confeccionó él el programa?
– En absoluto -dijo ella secamente-. Lo hice yo esta mañana, en diez minutos. Estaba encima de la mesa cuando ha entrado Scarpa y me ha preguntado qué era. Yo no le he dicho nada, pero no ha tenido más que leer el título para agarrarlo y entrar con él en el despacho de Patta, y luego ha salido Patta con el papel en la mano, felicitando al teniente por su iniciativa. -Profirió un gruñido de enojo y cerró el cajón con brusquedad.
– Es lo que ha ocurrido siempre -dijo Brunetti.
– ¿Que las mujeres hacen el trabajo y los hombres se llevan el mérito? -preguntó ella, todavía disgustada.
– Sí, lamentablemente. -Brunetti observó una mancha de sudor en la parte interior del cuello de la blusa de la joven-. Pero Patta es el único que se lo cree -añadió, a modo de consuelo.
Ella se encogió de hombros, aspiró profundamente y dijo, con voz más serena:
– Quizá sea mejor que Patta no sepa lo fácil que es para mí hacer el trabajo. Mientras siga creyendo que él, o su teniente, lo hace todo, yo podré seguir haciendo lo que quiera.
– Riverre dice que las cosas irían mucho mejor si aquí mandara usted.
– Ah, la sabiduría de las gentes sencillas -dijo ella, pero sonreía con evidente satisfacción.
Volviendo a lo que interesaba, Brunetti inquirió:
– ¿Qué piensa hacer respecto a Fontana? -pregunta que, traducida, decía en realidad: «¿A quién piensa preguntar y cuánto va a costamos la información, en favores?
– Hace años que conozco a un empleado del Tribunale. Entro a verlo en su despacho cuando paso por allí y a veces vamos a tomar café o me acompaña a comprar las flores. Me ha invitado a cenar más de una vez, pero siempre he tenido otro compromiso. O eso le he dicho. -Miró a Brunetti y sonrió-. Esperaré hasta el martes y me acercaré al mercado de flores. Quizá a la vuelta entre a verlo, por si tiene tiempo para salir a tomar café.
– ¿Qué tiene él de malo?
– Oh, nada. Es honrado, trabajador y bastante guapo. -Por el tono de voz, parecía que enumerara defectos.
– ¿Pero…?
– Pero muy aburrido. Si hago un chiste y él no lo entiende, me siento como si hubiera pegado a un cachorrillo, porque me mira con sus grandes ojos marro-nes, confuso, temiendo que me enfade porque no ha sabido hacer la pirueta.
– No obstante lo cual tiene la virtud de ser funcionario del Tribunale, ¿verdad? -preguntó Brunetti.
– Y yo soy débil -dijo ella con un largo suspiro-, Nunca he sido capaz de despreciar una mina. -Antes de que él pudiera preguntar, prosiguió-: Y él es una buena mina. Mientras tomamos café, tengo a mi disposición todos los secretos del Tribunale; no tendría más que preguntar.
– ¿Y no pregunta?
– Nunca, hasta ahora -dijo ella-. Lo he mantenido en reserva. -Buscó el símil más adecuado-. Como la ardilla entierra una nuez, antes del largo invierno.
– O como el Lobo espera a Caperucita, vestido con el camisón de la Abuela, para zampársela.
– Es que yo no quiero zampármelo -protestó ella-. Sólo hacerle preguntas.
– Si París valía una misa, quizá la información acerca de Fontana valga un café.
– No es usted el que tiene que tomarlo con él -objetó la signorina haciéndose la remilgada.
– Comprendo -dijo Brunetti, sin estar seguro de qué parte de la historia era verdad y qué parte fantasía, porque con la signorina Elettra nunca se sabía. Para alejarla del tema, preguntó:
– ¿Y qué tenemos del signor Puntera?
– Un amigo mío del banco había trabajado de asesor fiscal para él. Me enteraré de si sigue en Venecia y veré qué puede decirme.
Brunetti no recordaba que, en todos aquellos años, la signorina Elettra hubiera utilizado una sola fuente femenina.
– ¿Resulta más fácil hacer hablar a los hombres?
– Sí, señor. -Ella ladeó la cabeza y miró a la puerta del despacho de Patta-. Yo diría que sí. Las mujeres somos más discretas. Y es que a los hombres les gusta alardear de sus conocimientos. Quizá nosotras alardeamos de otras cosas.
– ¿Por eso prefiere utilizar a hombres? -preguntó él, y hasta después de hacer la pregunta no reparó en su rudeza.
– No, señor -respondió ella con calma-. Sería más inmoral obtener información de las mujeres con subterfugios.
– ¿Inmoral? -repitió él interrogativamente.
– Desde luego. Lo que yo hago es inmoraclass="underline" abuso de la buena fe de las personas y traiciono su confianza. ¿Cómo no había de serlo?
– ¿Más inmoral que acceder al ordenador de alguien? -preguntó él, a sabiendas de que lo era.
Ella le lanzó una mirada de extrañeza, como si la asombrara que él pudiera preguntar algo tan evidente.
– Por supuesto, dottore. Los sistemas informáticos están concebidos para impedirte el acceso: la gente sabe que vas entrar, o a intentarlo. Así que, en cierto modo, está prevenida y toma precauciones, o debería tomarlas. Pero cuando una persona te dice cosas confidencialmente o te da una información confiando en que no harás uso de ella, ha bajado la guardia. -Extendió una mano y tocó varias teclas, pero en la pantalla no cambió nada-. Así pues, iré a tomar un café con él y veré qué puede decirme de Araldo Fontana, empleado modelo.
– Por si le sirve de algo -dijo Brunetti-, mi fuente estaba convencido de que su conducta es irreprochable. Dijo que Fontana es un hombre de bien y hasta pareció sorprenderle que le preguntara por él.