Выбрать главу

Griffoni puso la mano en el antebrazo de la signora Fontana y musitó unas palabras que Brunetti no pudo oír, pero que no calmaron a la mujer, si acaso, la enardecieron:

– Araldo era trabajador, honrado, y amaba su trabajo. Y a mí. -Puso la cara entre las manos y movió los hombros convulsamente, pero, sin saber por qué, Brunetti no se convenció de la sinceridad de su dolor hasta que ella retiró las manos y él vio las lágrimas. Entonces, al igual que santo Tomás, creyó y se convenció de que ella lloraba realmente a su hijo. De todos modos, la manera en que exteriorizaba su dolor inducía a la reserva, como si la parte de cara redonda de su personalidad recibiera, de aquellos ojos perspicaces, instrucciones de comportarse de un modo convincente.

Cuando la mujer dejó de llorar y se quedó inmóvil, apretando el pañuelo con la mano izquierda, Brunetti dijo:

– Signora, ¿era frecuente que su hijo no volviera a casa por la noche?

Ella lo miró, ofendida, como si pensara que sus lágrimas deberían haberla eximido de la necesidad de responder a tales preguntas.

– Yo nunca sabía a qué hora volvía él a casa, signo re -dijo, olvidando, quizá deliberadamente, el rango de Brunetti-. Recuerde, por favor, que mi hijo tenía cincuenta y dos años. Él vivía su vida, tenía sus amigos y yo procuraba interferir lo menos posible.

Griffoni musitó unas palabras acerca de los sufrimientos que comporta la maternidad y Vianello asintió reconociendo su abnegación.

– Entiendo -dijo Brunetti, y preguntó-: ¿Habitualmente se veían por la mañana, antes de que él se fuera a trabajar?

– Desde luego -respondió ella-. No iba a dejar que mi chico saliera de casa sin su caffe latte y su pan con mermelada.

– ¿Pero esta mañana, signora…? -preguntó Vianello.

– Esta mañana me ha despertado el signor Marsa-no, que golpeaba la puerta y decía que había ocurrido una desgracia. Yo estaba en camisón, no podía salir; y, cuando me he vestido, ya estaba aquí la policía y no me han dejado bajar. -Miró el círculo de rostros compasivos y dijo-: No han dejado que una madre se acercara a su único hijo. -Una vez más, Brunetti tuvo la impresión de que había artificio en sus palabras, que aquella mujer estaba representando un papel, con una finalidad que él no comprendía.

Cuando pareció que la signora Fontana se había calmado un poco, Griffoni preguntó:

– ¿Le dijo él anoche adónde iba, signora?

La mujer se volvió hacia Brunetti, desentendiéndose de la pregunta y de quien la había formulado, y dijo:

– Yo me acuesto temprano, signore. Araldo estaba aquí cuando me fui a la cama. Habíamos cenado juntos. -Como ninguno de los policías hablaba, ella sugirió-: Debió de salir a dar un paseo. Quizá, con este calor, no podía dormir. -Los miró uno a uno, como para averiguar cuál de ellos la creía.

– ¿Le oyó usted salir? -preguntó Griffoni.

La signora Fontana tuvo un gesto de impaciencia.

– ¿Por qué me preguntan todas esas cosas? Ya se lo he dicho: Araldo tenía su propia vida. Yo no sé qué hacía. ¿Qué más quieren que les diga?

Su voz tenía ya aquel tono que Brunetti, y quizá también los otros dos policías, conocían bien, el tono que denota que la persona que es interrogada empieza a sentirse acosada. De aquí a la cólera y de la cólera a la truculenta negativa a seguir contestando preguntas no había más que un paso.

Volviéndose hacia Griffoni y con cierto tono de amonestación en la voz, Brunetti dijo:

– La signora ya le ha respondido a suficientes preguntas, comisaria. Éste es un momento de insoportable dolor, y creo que deberíamos ahorrarle más preguntas.

Griffoni, que no era tonta, inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de disculpa.

Entonces, rápidamente, antes de que la signora Fontana pudiera reaccionar, Brunetti se dirigió a ella directamente.

– Si desea tener a su lado a alguien de su familia, díganoslo, signora, y le avisaremos.

La anciana movió la cabeza negativamente, sin que tampoco ahora se agitaran sus rizos. Como si apenas pudiera articular las palabras, dijo:

– No; a nadie. Creo que lo que deseo es estar sola.

Brunetti se levantó rápidamente, y Vianello y Griffoni le imitaron.

– Si podemos serle de ayuda, signora, no tiene más que llamar a la questura. Y hablando a título personal, diré que uno mis oraciones a las suyas para que il Signore la ayude a soportar este doloroso trance.

Seguido de sus dos colegas -que, con muy buen acuerdo, guardaron silencio-, Brunetti cruzó la habitación y salió al pasillo.

16

– Ha faltado poco -dijo Vianello cuando bajaban la escalera. Brunetti se alegró de que hubiera hablado el inspector; de haberlo hecho él, podía dar la impresión de que iba en serio su reproche a Griffoni-. Muy hábil de su parte mostrarse penitente, Claudia.

– Una táctica de supervivencia adquirida en el desempeño de mis funciones, seguramente -dijo ella.

Cuando salieron al patio, a Brunetti se le ensanchó el pecho al encontrarse a la luz del sol, a pesar del calor residual de última hora de la tarde.

– ¿Qué impresión ha sacado de sus respuestas? -preguntó a Griffoni.

Ella tardó un momento en contestar.

– Creo que esa mujer sufre terriblemente. Pero también creo que sabe más acerca de la muerte de su hijo de lo que ha reconocido ante nosotros.

– Y de lo que reconoce ante sí misma -interrumpió Vianello.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Brunetti, recordando que el inspector había estado a solas con la mujer antes de que llegaran ellos.

– No me cabe duda de que lo quería -dijo el inspector-. Pero me parece que sabe algo que no nos ha contado, y que es algo que la hace sentirse culpable.

– ¿Pero no lo bastante como para confesarlo? -preguntó Brunetti.

– Al contrario -respondió Vianello inmediatamente-. Tengo la sensación de que sabe algo de él que nos interesaría. -Reflexionó un momento y prosiguió-: La he dejado explayarse, le he preguntado cómo era él de niño, cómo iba en la escuela, esas cosas. -Y, pensando sin duda que ello exigía una explicación, añadió-: Es lo que a todas las madres les gusta contarte de sus hijos.

Brunetti, que también había incurrido en esta costumbre, pensaba que eso lo hacían todos los progenitores, no sólo las madres, pero optó por callar.

– Cada vez que me apartaba del tema o le preguntaba qué hacía él en los últimos años, por ejemplo, si tenía éxito profesional, ella siempre volvía al pasado y hablaba de cuando era niño o estudiante.

– De ayer por la noche no quería hablar, desde luego -dijo Griffoni.

Vianello sacó un sobre blanco del bolsillo de la camisa y lo abrió. Extrajo una fotografía pequeña, de las que se usan para el pasaporte o la carta d'identitá y la mostró a los comisarios. Un hombre de mediana edad, frente ancha y manchas de hígado en la mejilla izquierda los contemplaba con expresión grave. Un rostro vulgar que inmediatamente te haría suponer que se trataba de un funcionario con muchos años de servicio en la misma plaza, y gesto inexpresivo, como si el hombre se hubiera cansado de esperar a que le hicieran la foto y se hubiera olvidado de sonreír.

– Qué hombre tan triste -dijo Griffoni con sincera compasión-. Ser tan triste y morir así. ¡Dios, es terrible! -añadió con vehemencia.

– No sabemos si era triste -objetó Brunetti.

Ella puso la yema del dedo en el puente de la nariz de Fontana y dijo:

– Mírelo. Mire esos ojos. Y ha vivido cincuenta y dos años con esa mujer. -Se encogió de hombros con un movimiento que era casi un escalofrío-. Pobre hombre.