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Brunetti recordó entonces lo que la signorina Elettra había dicho de él. «Pobrecillo.» Brunetti se preguntó si se le estaría ofreciendo una muestra de la intuición femenina de algo que él era muy obtuso para observar.

– Ha dicho algo que debemos comprobar -dijo Brunetti.

– ¿Qué es?

– La familia. ¿Recuerdan que ha dicho que estaba segura de que su lado de la familia no daría una foto a la prensa?

Ambos asintieron.

– Me gustaría saber algo de la familia de su marido, quiénes son y qué tienen que decir de Araldo y de su madre. No creo que sea difícil encontrarlos.

Vianello asintió.

– Veré qué puedo hacer.

– Zucchero -gritó Brunetti por encima del hombro.

– ¿Sí, comisario? -dijo el agente acercándose.

– ¿Hasta cuándo estará aquí?

– Hasta que acabe mi turno, a las seis, señor.

– No es necesario que se quede -decidió Brunetti-. Prefiero que pregunte a las personas que viven cerca de aquí si anoche oyeron algo. Después de las doce.

Y, cuando vuelva a la questura, busque a Alvise. Averigüe si tienen los nombres de las personas que estaban aquí cuando han llegado ellos.

El joven asintió.

– Pero procure que él no se dé cuenta de que quiere saber eso.

Esta vez, el agente asintió y sonrió.

– ¿Así que conoce a Alvise? -no pudo menos que preguntar Brunetti.

– Él formaba parte del equipo de orientación al que fui asignado, comisario -respondió Zucchero con voz neutra.

– Comprendo -dijo Brunetti en el mismo tono. Y, volviéndose hacia Griffoni y Vianello, añadió-: Vamos a comer alguna cosa.

Entraron en el primer bar que encontraron y pidieron una fuente de tramezzini. Al hincar el diente en el primero, Vianello dijo mirando el reloj:

– Seguramente, Nadia estará empezando a pelar los langostinos. -Como los otros estaban muy ocupados comiendo, añadió-: Los hemos comprado esta mañana en la playa, cuando volvían las barcas. Dos kilos. Diez euros y aún estaban vivos.

– Como en los folletos turísticos -dijo Griffoni, bebiendo varios tragos de agua mineral-. ¿Hacen bailes con trajes típicos?

Vianello rió.

– Más o menos. En un pueblo turístico que está a unos tres kilómetros más al norte de la costa, tienen de todo eso.

– ¿Pero no donde ellos están?

– No -dijo él con sorprendente aspereza.

– ¿Dónde es? -preguntó Griffoni con curiosidad.

– En un pueblo pequeño, al norte de Split.

– ¿Cómo lo descubrió?

– Un amigo. -Dicho esto, Vianello se levantó y fue a la barra a buscar otros tres vasos de agua.

Brunetti aprovechó la oportunidad para decir en voz baja:

– Por lo que él me ha dicho, podría tratarse de un pariente que… que le da información. Se casó con una croata y alquilan la casa a las amistades.

Al volver, Vianello dijo con voz grave:

– Todos nos hemos olvidado de mi tía.

Brunetti iba a protestar que ahora tenían que ocuparse de un asesinato, pero tuvo que reconocer que Vianello llevaba razón: se habían olvidado de su tía ya antes de marchar de vacaciones. Podían atribuirlo a falta de personal, a la dificultad de vigilar la casa de Gorini y hasta a la discutible legalidad de lo que hacían, pero serían simples excusas, y Brunetti lo sabía.

– ¿Qué pensaba hacer tu primo mientras tú estabas de vacaciones? -preguntó a Vianello.

– Llevará a su madre a Lignano dos semanas.

– Bien. Entonces tenemos dos semanas para ver qué podemos averiguar de las actividades de ese Stefano Gorini.

– ¿Incluso con esto en marcha? -preguntó Vianello en tono casi de contrición, señalando con un vago ademán el palazzo del que acababan de salir.

– Sí. Pero necesitamos a una mujer.

– ¿Cómo dice? -interrumpió Griffoni dejando en el plato su bocadillo a medio comer.

– Para que vaya a hacerle una consulta -dijo Brunetti-. O como se llame eso.

– ¿Porque las mujeres somos más crédulas? -preguntó ella con voz átona.

Brunetti se arriesgó a decir:

– No empecemos, Claudia. -Confiaba en que ella comprendiera.

Así fue, porque ella sonrió:

– Perdón. A veces se me olvida con quién estoy hablando.

– Él sospechará menos de una mujer.

– ¿Una celada? -sugirió Vianello, advirtiendo a ambos del efecto que semejante acción podría tener en una denuncia que más adelante se formulara contra Gorini.

– Necesitamos a una mujer que no esté oficialmente relacionada con la policía -dijo Brunetti.

– Una mujer mayor -añadió Vianello.

– Desde luego -convino Griffoni.

– ¿Tienes alguna idea? -preguntó Vianello.

No había nubes en el firmamento pero, de haberlas, se habrían abierto, para que los rayos de la Iluminación descendieran sobre Brunetti y pusieran una aureola en su cabeza mientras decía:

– Mi suegra.

17

– Oh, Guido, qué absurdo. Me temo que te ha afectado el calor. En serio.

Al parecer, su suegra iba a poner obstáculos a su proposición. Brunetti, al verla con su camisa de lino blanco y su pantalón de seda negro y aquel corte de pelo a lo chico que le habían hecho últimamente, tenía la impresión de que, vista de espaldas, parecería una adolescente de pelo blanco. Sus movimientos eran ágiles y decididos, de persona joven. Muchas veces, a él le había costado seguirla, circunstancia que Brunetti atribuía a que el pequeño tamaño de la contessa le permitía sortear más fácilmente a la gente en las congestionadas calles de Venecia, que ahora eran todas.

Sentado frente a ella, la misma tarde, con su segundo spritz en la mesita que tenía delante, contemplando el reflejo del sol poniente en las ventanas del palazzo situado frente al Palazzo Falier, Brunetti se relajaba por primera vez en muchas horas, circunstancia que él atribuía a la helada bebida, a los altos techos que mantenían frescas las estancias por tórrida que fuera la temperatura exterior y a la brisa que entraba por las ventanas y hacía ondear las cortinas. Mirando su vaivén, Brunetti trataba de hallar argumentos para convencerla de que fuera a consultar al signor Gorini.

– Eso ayudaría a Vianello -dijo él, aun sabiendo que su suegra había visto al ispettore una sola vez, en la calle, y durante apenas dos minutos.

Ella lo miró y no se molestó en contestar. Se inclinó hacia adelante, tomó un sorbo de su spritz, el primero, y dejó el vaso en la mesa. De sus ojos irradiaban finas arruguitas, pero la piel estaba tersa sobre los pómulos y debajo del mentón. Brunetti sabía por Paola que ello se debía a los genes, no al bisturí.

– Y también ayudaría a esa anciana.

– ¿Una anciana que ayuda a otra anciana? -preguntó ella con desenfado.

Él se rió, sabiendo que a ella no la preocupaba la edad.

– Nada de eso. Más bien sería una mujer de la clase alta que ayuda a una mujer de una clase desfavorecida.

– Y yo, sin los impertinentes ni la tiara.

– Hablo en serio, Donatella. Nadie va a ayudar a esa mujer. La están manipulando, no quiere escuchar a su familia y ellos no pueden hacer nada. El director del banco no ha podido hacerla entrar en razón. Y, si se enterase de que estamos investigando a ese Gorini, lo cual va contra las normas, estoy seguro de que rompería con Vianello. Y eso a él le dolería terriblemente, lo sé.

– ¿Entonces es responsabilidad de la aristocracia salvar a un miembro de las clases inferiores? -preguntó ella, recalcando irónicamente las últimas palabras.

– Más o menos, imagino -dijo Brunetti, tomando otro sorbo del vaso.