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– ¿Tienes pruebas de que el tal Gorini es un charlatán?

– Tiene un largo historial de fraude.

– Ah -suspiró ella-, lo mismo que nuestros queridos gobernantes.

Brunetti dejó pasar la observación.

– ¿Quieres otro? -preguntó ella, mirando el vaso.

– No, gracias. Iré a casa, comeré algo, llamaré a Paola y me meteré en la cama. Hoy he pasado muchas horas en trenes. -Optó por no hablar de la investigación de asesinato que acababa de empezar; ya lo leería ella en el periódico de mañana.

– ¿Crees que ese signor Gorini es un mal hombre?

Él consultó con las ventanas de enfrente y se alegró al ver que el reflejo se apagaba.

– Hasta ahora no hay indicios de que sea violento -dijo al fin-. Nunca ha sido acusado de eso. Pero sí, creo que es un mal sujeto. Se aprovecha de la debilidad de las personas. Antes timaba a la gente y al Estado, pero al parecer ahora se ha dado cuenta de que es más fácil timar a la gente. El Estado se defiende, pero tiene muy poco tiempo para defender al ciudadano. -Pensó en parar aquí, pero decidió seguir-: Y aún menos interés.

– Y eso lo dice un empleado del Estado.

De no haberse sentido tan cansado, Brunetti habría bromeado con ella sobre esto, como habían hecho infinidad de veces. La sardónica visión del mundo que tenía Paola la había heredado de su padre, esto era seguro. Y la madre le había transmitido también la ironía con la que suavizaba los despropósitos que veía.

Brunetti apoyó las manos en los brazos de su sillón e iba a levantarse cuando ella lo sorprendió diciendo:

– Está bien.

– ¿Cómo?

– Está bien. Lo haré. Iré a hablar con ese hombre para ver qué pretende. Pero tú tendrás que encontrar una razón que justifique mi visita. No puedo presentarme en su casa diciendo que, al pasar por delante de la puerta, he visto su nombre y he pensado que quizá él pudiera encontrar en los astros una solución para mis problemas, ¿no te parece?

– Desde luego -reconoció Brunetti dejándose caer en el sillón-. Pediré a la signorina Elettra que mire si se anuncia en algún sitio o dónde pueden informarse sobre él las personas interesadas.

– ¿Con el ordenador? -preguntó ella sin disimular el asombro.

– Es la nueva era, Donatella.

Lo primero que hizo Brunetti al llegar a casa fue abrir todas las ventanas y salir a la terraza, adonde él esperaba que lo siguiera el aire caliente del interior. La cortina le rozó la pierna al abombarse hacia afuera impulsada por el aire que escapaba, señal de que se cumplía su deseo. Al cabo de unos diez minutos, Brunetti entró en un apartamento más fresco.

Paola, previendo que iban a estar dos semanas fuera, había despejado el frigorífico. Al abrirlo, él vio unas cebollas en el cajón inferior. Dos yogures naturales. Un trozo de parmigiano envasado al vacío. Abrió un departamento y encontró un tarro pequeño de pesto, un pack de seis latas de tomate y un bote de aceitunas negras.

Marcó el número del telefonino de Paola. Ella contestó diciendo:

– Fríe las cebollas y échales el tomate y las aceitunas. No tienen hueso. Guarda elparmigiano en una bolsa de plástico nueva con autocierre.

– También yo te echo de menos desesperadamente -dijo Brunetti.

– No te pases conmigo, Guido Brunetti, o te digo que estamos a catorce grados y que llevo jersey dentro de casa. -Él iba a defenderse, pero ella, sin dejarle hablar, remachó-: Y hemos encendido fuego en la chimenea.

– Conozco a un montón de abogados que llevan casos de divorcio, ¿sabes?

– Y esta tarde hemos dado un paseo de tres horas, a pleno sol, y el Ortler aún está nevado.

– Está bien, está bien. Sacudiré a Patta hasta hacerle confesar que él ha cometido el crimen y mañana estaré ahí.

– Háblame de esa llamada. ¿A quién han matado? -esto, ya sin asomo de humor en la voz.

– A un hombre que trabajaba en el Tribunale. Pudo ser un atraco que acabó mal.

Ella, que no en vano llevaba más de veinte años casada con este hombre, preguntó:

– ¿«Pudo ser»? ¿Quieres decir que fue atraco o que Patta tratará de hacerlo pasar por atraco?

– Pudo ser atraco. Lo han matado en el patio de entrada de su casa y no lo han encontrado hasta esta mañana. No sé lo que hará Patta.

– ¿Tienes alguna idea?

– Vagamente. -Ella había preguntado sólo por el asesinato, y Brunetti no creyó necesario decir que había pedido a su madre que ayudara a la policía a investigar lo que podía ser otro delito. Desviando la conversación de asuntos profesionales, preguntó-: ¿Cómo están los chicos?

– Cansados. Les he dado de cenar y están tratando de mantenerse despiertos hasta las nueve. Supongo que aún piensan que sólo los niños pequeños se acuestan antes de las nueve.

– Quién fuera niño pequeño -suspiró Brunetti.

– Basta de lamentaciones. Ahora preparas la salsa y cenas. Después te vas a la cama. Para entonces ya serán más de las nueve.

– Gracias. Os deseo sol y tiempo fresco, para que podáis estar todo el día con el jersey puesto.

– ¿Qué tal por ahí?

– Calor.

– Ve a cenar, Guido.

– Ahora mismo -respondió él, se despidió y colgó el teléfono.

18

Al día siguiente hacía todavía más calor, si cabe, y Brunetti se despertó poco después de las seis entre sábanas húmedas y con la vaga sensación de haber dormido a intervalos. En ausencia de la Policía del Agua, se permitió el lujo de darse una ducha larga; primero caliente, después fría y otra vez caliente. Y, lo que es peor, se afeitó en la ducha, delito de lesa ecología que le habría valido duros reproches de sus dos hijos.

No se molestó en hacerse el café sino que entró en el primer bar que encontró y luego se fue a Bailarín a por un cappuccino y un brioche. Había comprado los diarios en su edicola y abrió la segunda sección de Il Gazzettino en la mesita de la pasticceria. Entre sorbo y sorbo, estudió el titular: «Funcionario del Tribunale, asesinado». Bien, hasta este punto, nada que objetar. La información era de una precisión sorprendente: hora en que se había descubierto el cadáver y posible causa de la muerte.

A partir de aquí, la crónica derivaba hacia lo que Brunetti consideraba «estilo Gazzettino». Los compañeros de trabajo de la víctima hablaban de las muchas virtudes del difunto, de su seriedad y su entrega a la causa de la justicia, de su pobre madre, viuda, que había perdido a su único hijo. Y a continuación, como de costumbre, venía la maliciosa insinuación -cuidadosamente disfrazada de especulación inocente, desde luego- acerca de las posibles causas del terrible crimen. ¿Estaría la víctima realizando alguna práctica que le había ocasionado la muerte? ¿Su cometido en el Tribunale le habría dado acceso a información peligrosa? Nada se afirmaba y todo se daba a entender.

Brunetti dobló el diario, pagó y prosiguió la marcha, mientras el calor iba en aumento. Cuando llegó a su despacho, mucho antes de las ocho, hizo una lista de las cosas que debía atender: la primera, la autopsia que se habría hecho la noche antes. Luego, los parientes paternos de Fontana: quizá Vianello los habría localizado. También necesitaba los nombres de las personas involucradas en los varios casos en los que la jueza Coltellini había demorado sus decisiones. ¿Y por qué Fontana y su madre pagaban al signor Puntera un alquiler irrisorio?

Se acercó a la ventana, en la que la cortina colgaba lacia y consultó con la fachada de San Lorenzo cómo empezar a actuar.

Cediendo a una súbita impaciencia, Brunetti llamó al Ospedale Civile y fue informado de que el dottore Rizzardi estaría allí toda la mañana. Después de dar su nombre, pidió que avisaran al médico de que él iba hacia allí y salió de la questura. Cuando llegó a Campo SS. Giovanni e Paolo tenía la chaqueta y la camisa pegadas a la espalda y molestas rozaduras en los pies. Mientras cruzaba el campo ponía en duda su cordura por haber decidido venir andando.