Fue al despacho de Rizzardi, pero allí le dijeron que el doctor aún estaba en el depósito. Esta sola palabra tuvo el efecto de atemperar el calor que tenía metido en el cuerpo. El aire que lo envolvió al empujar las puertas del depósito acabó de disiparlo. Aún tenía la ropa pegada al cuerpo, pero ahora la sensación ya no era de un calor agobiante sino de un frío siniestro.
Vio con alivio que Rizzardi ya estaba en la pila, lavándose las manos. El que las pilas del depósito fueran tan hondas, y su parte frontal tan baja, siempre le había producido un vago malestar, pero no se atrevía a preguntar la razón.
– He venido porque quería que habláramos de Fontana -dijo mirando en torno. A la izquierda de Rizzardi se veían tres figuras tapadas con sábanas.
– Sí -dijo Rizzardi secándose las manos con una fina toalla verde. Se secó cuidadosamente cada dedo de una mano por separado, pasó la toalla a la otra mano y repitió la operación.
– Lo mataron de tres golpes en la cabeza, de modo que si alguien piensa que murió de una caída, que lo olvide: no pudo caerse tres veces. -El médico dejó de frotarse las manos-. Tiene un hematoma en la sien izquierda que indica que recibió un golpe ahí, quizá un puñetazo.
– ¿Fue la estatua?
– ¿Lo que lo mató? -preguntó el médico y, al ver que Brunetti asentía, dijo-: Indiscutiblemente. En ella había sangre y sustancia encefálica, y la forma de las heridas coincide con la de la cabeza de la estatua. -Brunetti prefirió no preguntar adonde había ido a parar la estatua. Rizzardi dobló la toalla por la mitad horizontalmente y la colgó del borde de la pila-. Una hipótesis sería que alguien lo golpeó, y eso explicaría el hematoma, y él se cayó sobre la estatua. -Rizzardi se inclinó y puso la mano a unos cuarenta centímetros del suelo-. La cabeza del león queda a esta altura, el golpe habría sido fuerte. -Se irguió y añadió-: Entonces el asesino no habría tenido más que levantarle la cabeza y golpearla contra la estatua. Habría sido relativamente fácil.
– ¿Cuánto habría tardado en morir?
– Cualquiera de los golpes lo habría matado, pero la sangre habría tardado en inundar el cerebro y bloquear las funciones del cuerpo.
– ¿No tenía posibilidad?
– ¿De qué?
– ¿Si lo hubieran encontrado antes?
Rizzardi se volvió, se apoyó de espaldas en la pila y cruzó los tobillos y los brazos. Como Rizzardi no llevaba más que una fina camisa y pantalón de algodón debajo de la bata, Brunetti, molesto por la refrigeración, se preguntó si el médico adoptaba esta postura para protegerse del frío. Observó a Rizzardi procesar la pregunta como el que revisa la información que contiene la respuesta.
– No -dijo el médico-. No es probable. No después del segundo y tercer golpes. Tiene unas marcas, muy débiles, a los lados de la barbilla y del cuello, por donde debieron de agarrarlo. -Rizzardi levantó las manos e hizo ademán de estrujar-. Pero yo diría que el agresor o llevaba guantes o se cubrió las manos con algo.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por las marcas. Serían más profundas, con los bordes más definidos, y están un poco difusas. Por otra parte, las uñas del asesino se le habrían clavado en lapiel, por cortas que las tuviera. -Levantó las manos, como para repetir el gesto, pero las dejó caer.
El médico se quitó la bata y la colgó del borde de la pila, perfectamente alineada con la toalla.
– Hay otra cosa -dijo Rizzardi-. Su tono captó la atención de Brunetti-. Semen. -Al pronunciar esta palabra, el médico señaló con la barbilla las tres figuras de las mesas, pero como en la misma dirección estaba la cámara del depósito, Brunetti no reaccionó. Había leído en relatos históricos casos de eyaculación espontánea de ahorcados; quizá se trataba de algo similar. O quizá Fontana había estado con una mujer poco antes de volver a casa. Dado el carácter de su madre, parecía lógico que procurase mantenerla ignorante de sus andanzas. Cuando el silencio de Brunetti se hubo prolongado lo suficiente, Rizzardi dijo-: En el ano.
– Oddio -exclamó Brunetti mientras esta prueba tangible dibujaba en su mente una figura muy distinta de la creada por la mera suposición.
– ¿Suficiente para identificar al hombre? -preguntó Brunetti.
– Si lo encuentran -respondió Rizzardi.
– ¿La muestra nos dirá algo sobre él?
¿Qué sonido puede tener el gesto de encogerse de hombros? ¿Y suena lo mismo cuando está acompañado del zumbido de un aparato de refrigeración? En cualquier caso, ese sonido le pareció oír a Brunetti cuando Rizzardi respondió:
– El tipo de sangre, pero para cualquier otra cosa se necesita una muestra del otro.
– ¿Cuánto se tardará en averiguar el tipo de sangre? -preguntó Brunetti.
– Se podría saber en tres días -empezó Rizzardi-. Pero…
– Pero estamos en agosto -terminó Brunetti por él.
– Exactamente. Por lo tanto, podría tardar una semana.
– ¿O más?
– Quizá.
– ¿No se puede pedir con urgencia?
– Estoy seguro de que, mientras estamos hablando, todos los policías de esta ciudad están haciendo la misma pregunta al médico légale y el médico la hace al laboratorio.
– ¿Lo cual quiere decir que no serviría de nada?
Rizzardi se apartó unos pasos de la pila y se paró al lado de la cabeza de una de las figuras. Un súbito escalofrío partió del centro de la húmeda espalda de Brunetti.
– Una vez mandé al laboratorio unas muestras de ADN -dijo el médico-. Eran para un caso de Mestre, y los resultados tardaron dos semanas.
– Comprendo -dijo Brunetti. Se volvió ligeramente, procurando moverse con naturalidad y dio unos pasos hacia la puerta del pasillo. Se paró, tosió ligeramente, como por efecto del frío, y dijo-: Ettore, debo hacerle una pregunta, y le aseguro que tengo un buen motivo para hacerla, créame.
La mirada de Rizzardi era ecuánime.
– ¿De qué se trata? ¿O de quién?
– De la signorina Montini. Elvira.
Brunetti tuvo que esperar la respuesta.
Distraídamente, Rizzardi alargó la mano hacia una punta de la sábana que cubría una de las figuras, y Brunetti sintió una opresión en el pecho, pero el médico no hizo más que alisar un pliegue de la tela. Con los ojos fijos en la sábana, Rizzardi dijo:
– Es de lo mejor de este hospital. Me ha hecho muchos favores durante años. Más de una década.
– Admiro su lealtad, Ettore, pero puede estar involucrada con quien no debería estarlo.
– ¿Con quién?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– Todavía no estoy seguro.
– ¿Pero lo estará?
– Creo que sí.
– ¿Me promete una cosa? -preguntó Rizzardi mirándolo finalmente. Hacía muchos años que se conocían y Rizzardi nunca le había pedido un favor.
– Si es posible.
– ¿La avisará, si hay tiempo?
Brunetti no sabía lo que esto podía significar, qué componenda ni qué subterfugio.
– Si hay tiempo. Sí.
– Bien -dijo Rizzardi relajando el gesto, pero sólo un poco-. Hace un año, sus compañeros empezaron a notar algo raro. O, por lo menos, empezaron a hablarme de ello. Tiene cambios de humor, unos días se la ve triste, y otros, eufórica, pero nunca durante más de unos días. Antes su trabajo era intachable: era un modelo para todo el laboratorio.
– ¿Y ahora?
Rizzardi dio la espalda a la figura yacente y, manteniéndola entre sí y Brunetti, empezó a andar hacia la puerta. Poco antes de llegar, se volvió y miró a los ojos al comisario.