– Ahora llega tarde, o no se presenta. Y comete errores, confunde las muestras, se le caen las cosas. Todavía no ha hecho nada que cause daño a un paciente, pero la gente empieza a temer que eso pueda ocurrir. Uno de los hombres que trabajan con ella me dijo que hace como si no tuviera valor para marcharse y quisiera que la echaran. -Rizzardi calló.
– ¿Cómo es ella? -preguntó Brunetti.
– Es buena persona. Introvertida, solitaria, no muy atractiva. Pero buena. Por lo menos, eso diría yo. Aunque ¿quién sabe?
– Sí, quién sabe -confirmó Brunetti-. Gracias por decírmelo. -Y, sintiéndose en la obligación de respetar una promesa que no comprendía, añadió-: Haré lo que pueda.
– Bien -dijo Rizzardi. Abrió la puerta y salió dejándola abierta, y Brunetti no se demoró en seguirlo al calorcillo del corredor.
Brunetti se dirigió a la salida andando despacio. Pasó por delante de la cafetería, ocupada por personas en pijama o en ropa de calle, cruzó el césped de lo que había sido el claustro de los frailes y se sentó en un murete. Como el submarinista que sube a la superficie, necesitaba aclimatarse a la alta temperatura exterior antes de exponerse otra vez al sol. Allí sentado, se puso a pensar en el difunto Fontana, evaluando los hechos desde otro punto de vista. Él nunca conocería los sentimientos de aquel hombre hacia su madre: en ningún hombre eran simples. Pero sus atenciones para con la jueza Coltellini debían interpretarse ahora de otro modo. No se trataba de un amor desdichado ni de afectos no correspondidos. ¿Qué había dicho la signorina Elettra? ¿Que él parecía estarle agradecido, como un devoto está agradecido a la Madonna cuando su plegaria es escuchada? Pero, si su plegaria no tenía nada que ver con la magia del romanticismo, ¿con qué? Entonces le vinieron a la cabeza las palabras de Brusca: si quitas sexo, sexo y sexo, no te queda más que dinero, dinero y dinero.
Un gato gris cruzó el césped y trepó al murete. Brunetti extendió la mano y el gato oprimió la cabeza contra ella. Él le frotó detrás de las orejas y el animal se tumbó a su lado. Durante unos minutos, estuvo acariciándole las orejas al gato hasta que éste se quedó dormido. Brunetti, sorprendido, lo apartó con suavidad y dijo:
– Ya te advertí que no te pusieras el abrigo de piel -y regresó a la questura.
La signorina Elettra pareció alegrarse de verlo, pero no sonrió.
– Siento que le hayan interrumpido las vacaciones, comisario -le dijo.
– Yo también lo siento. Mi familia lleva jersey y enciende fuego por la noche.
– ¿Iba al Alto Adigio, verdad?
– Sí, pero no pasé de Bolzano.
Ella movió la cabeza, compadecida, y preguntó:
– ¿En qué puedo servirle, comisario?
– ¿Encontró los nombres de las personas implicadas en los casos de aquella lista? -preguntó él.
– Esta misma mañana -dijo ella señalando los papeles que tenía en la mesa, y Brunetti reconoció los documentos que le habían sido entregados-. Iba a subírselos después.
Brunetti miró el reloj y vio que aún no eran las once.
– Entonces he hecho bien en venir.
Ella le acercó los papeles.
– Dos de los casos se refieren al signor Puntera -dijo señalando los marcados en lápiz y bolígrafo rojo.
– El signor Puntera -dijo Brunetti-. Qué interesante. -Movió la cabeza de arriba abajo animándola a continuar.
– El primero es una demanda presentada por la familia de un joven que sufrió un accidente en uno de los almacenes del signor Puntera.
– ¿Aquí?
– Sí, señor. Todavía tiene dos almacenes cerca del Ghetto. Allí guarda el material de una de sus empresas que hace restauración de edificios.
– ¿Qué pasó?
– Ese muchacho…, el pobre, era su tercer día de trabajo…, acarreaba sacos de cemento a una barca que estaba en el canal, detrás del almacén. Otro trabajador los apilaba en la barca. En vista de que el chico no volvía, el de la barca entró a buscarlo y lo vio en el suelo; mejor dicho, vio los pies, porque él había quedado sepultado por una avalancha de sacos de cemento.
– ¿Qué había pasado?
– ¿Quién sabe? -preguntó ella retóricamente-. Nadie lo vio. La defensa afirma que el chico debió de tirar de uno de los sacos de abajo, o que ya no los había apilado bien en un principio. -En vista de que Brunetti no preguntaba, ella prosiguió-: Una de esas carretillas motorizadas, toros creo que los llaman, estaba cargando plataformas de sacos de arena, y el abogado de los demandantes dice que, al pasar por detrás de los sacos de cemento, debió de golpearlos desde el otro lado. El conductor lo niega. Dice que él estuvo toda la mañana en el otro extremo del almacén.
– ¿Qué le pasó al chico?
– Quedó boca abajo, sepultado por los sacos. Algunos se abrieron y el cemento se salió. Fractura de una pierna y un brazo pero lo peor fue la falta de oxígeno.
– ¿Y cómo está?
– Su abogado dice que como un niño pequeño.
– María Vergine -murmuró Brunetti, al pensar en la consternación del muchacho, el terror, la espantosa sensación de estar enterrado-. Su abogado -repitió-. ¿Quién presentó la demanda?
– Sus padres. Va a necesitar atención toda la vida y ellos no quieren que lo internen en un hospital del Estado.
Brunetti asintió: ningún padre querría eso para su hijo. Ni para sí mismo. Ni para el vecino de enfrente.
– ¿Qué más?
– El abogado me dijo que al principio Puntera hizo una oferta a la familia para que retiraran la demanda. Ellos se negaron, y fueron a juicio, pero ha habido complicaciones desde el primer día. Retrasos y aplazamientos.
– Ya -dijo Brunetti. Miró el papel y vio que el accidente había ocurrido hacía más de cuatro años. ¿Y dónde estará él hasta que se resuelva el caso?
– En el hospital de Mestre, pero el fin de semana la familia se lo lleva a casa.
– ¿Y qué pasará? -preguntó Brunetti, a pesar de comprender que ella no tenía por qué saberlo.
Ella se encogió de hombros.
– Tendrán que aceptar la oferta de Puntera. Cualquiera sabe cuándo llegará el fallo. Algunos casos civiles llevan ocho años de espera. De modo que acabarán por claudicar. Son personas que no pueden estar pagando a abogados durante años.
– ¿Y el chico?
– El abogado dice que para todos ellos lo mejor sería que muriera, y también lo mejor para él.
Brunetti dejó pasar un rato antes de preguntar:
– ¿Y el otro caso?
– También se refiere a los almacenes. Él no es el dueño, los tiene alquilados, y el propietario quiere echarlo para construir apartamentos.
– Pronto -dijo Brunetti lanzando en derredor una mirada suplicante-, por favor, que alguien me cuente una historia que yo no haya oído antes en Venecia.
Pasando por alto esas palabras, ella continuó:
– Así que, mientras el caso se va demorando, él puede seguir utilizando los almacenes.
– ¿Cuánto hace que dura este caso?
– Tres años. Una vez, hasta sacó a la calle a sus trabajadores para que fueran a protestar delante de Ca' Farsetti, frente a la puerta que suele utilizar el alcalde.
– ¿Y Su Excelencia? ¿Qué táctica utilizó con ellos?
– ¿Se refiere a cómo apaciguó a los trabajadores haciéndoles comprender que estaba del lado de sus patronos?
Brunetti alzó las manos en ademán de reverencia, como si acabara de hablar la Sibila de Cumas:
– Nunca había oído definir con tanta precisión la filosofía política de ese hombre.
– Esta vez nuestro querido alcalde eludió la confrontación -explicó ella-. Alguien debió de advertirle de que sólo eran cinco trabajadores; no valía la pena tomarse la molestia.