– Sí, señor. -El joven agente dio media vuelta y fue a la mesa que compartía con un compañero. Al volver, traía en la mano un papel, que entregó a Brunetti-. Es la lista de la gente que vive allí, señor. Alvise me ha dicho que sería mejor que con ellos hablara el teniente, y a los que decían no ser vecinos ni les preguntó el nombre. -En respuesta a la mirada de Brunetti, Zucchero explicó-: Parece ser que Alvise no cerró la puerta del patio al entrar. -No había ni el menor ápice de inflexión en su voz.
Brunetti sólo se permitió proferir un débil «Ah».
– Me parece que tú y yo tendríamos que ir a hablar con la gente que vive en el edificio -dijo a Vianello. En vista de que el inspector no contestaba inmediatamente, añadió-: A menos que estés pensando en hacer una llamada para que te hagan el horóscopo -pero lo dijo riendo.
Vianello cerró la pantalla y se puso en pie.
20
Brunetti habría podido llamar a los demás inquilinos del palazzo en el que había vivido Fontana, para anunciarles que la policía necesitaba hablar con ellos, pero él sabía que la sorpresa daba ventaja al interrogador. Ignoraba lo que aquellas personas querrían revelar -u ocultar- a la policía, pero decidió que él y Vianello se presentarían sin avisar.
El calor hacía imposible pensar siquiera en ir andando hasta la Misericordia y, como no había buena combinación de vaporetti, Brunetti pidió a Foa que los llevara en una lancha de la policía. Él y Vianello se quedaron en cubierta: en la cabina de la embarcación, que navegaba con lentitud, no se podía respirar ni con todas las ventanillas abiertas. Foa extendió el toldo encima del timón, pero de poco servía, con aquel sol. Al aire libre se estaba un poco más fresco, con la brisa de la marcha, pero aun así era tanto el calor que ninguno de los dos quería mencionarlo siquiera. Sólo encontraban alivio en alguna que otra franja de aire fresco que atravesaban, un fenómeno que Brunetti nunca había comprendido: quizá era el aire que salía de las porte d'acqua de los palazzi frente a los que pasaban o, quizá, un régimen de vientos atrapaba bolsas de aire más fresco en algún que otro punto de los canales.
Cuando se detuvieron cerca del palazzo, Brunetti, recordando la sesión matinal de natación de Patta, dijo a Foa que regresara, por si el vicequestore lo necesitaba, que ya le llamaría cuando terminaran o, si tardaban más de lo previsto, él y Vianello se irían a almorzar y regresarían por sus propios medios.
En el rótulo situado al lado del portone, junto al timbre del último piso, se leía «Fulgoni». Brunetti llamó.
– Chi é? -preguntó una voz de mujer.
– Polizia, signora -respondió Brunetti-. Nos gustaría hablar con usted.
– De acuerdo -dijo ella tras sólo un momento de titubeo, y la puerta de entrada se abrió con un chasquido.
Ellos ya esperaban que en el patio hiciera menos calor, por lo que la sensación no fue una sorpresa tan grata como las bolsas de aire fresco de los canales. Al pasar por donde habían matado a Fontana, Brunetti observó que la cinta roja y blanca seguía en su sitio, pero el suelo estaba limpio. Ni rastro de estatua alguna.
Subieron al último piso. La única puerta del rellano estaba entreabierta y allí los esperaba una mujer alta, de hombros anchos. Al ver su cabello, Brunetti recordó haberla visto en la calle: era negro como ala de cuervo y lo llevaba recogido hacia atrás, formando a cada lado de la cara una onda aerodinámica que hacía que pareciera que llevaba casco y que sin duda ella fijaba con ayuda de alguna de esas sustancias que conocen las señoras y los peluqueros. En contraste con el pelo, su cutis era muy pálido, como si ella se hubiera dado una capa de polvos de arroz. No llevaba maquillaje, sólo un toque rosa pálido en los labios. Vestía una blusa verde oscuro con volantitos, no muy apropiada para una mujer de su tamaño. Tampoco el color era el más adecuado, y desentonaba de la falda azul. Brunetti observó que era ropa cara y que habría sentado bien a otro tipo de mujer, pero a la signora Fulgoni ni la blusa ni la falda la favorecían.
– ¿La signora Fulgoni? -preguntó Brunetti extendiendo la mano.
Ella hizo caso omiso de la mano y dio un paso atrás, invitándolos a pasar con un ademán. En silencio, los guió por un pasillo hasta una salita de estar con suelo de parquet, un pequeño sofá y una butaca. Multicolores portadas de revistas parecían contemplar la escena con aire risueño desde una mesita de centro. Una de las paredes estaba cubierta de anaqueles llenos de libros con aspecto de haber sido leídos. La luz entraba a raudales entre unas cortinas de lino a rayas, recogidas a cada lado de tres grandes ventanas, en fuerte contraste con la penumbra del apartamento de los Fontana, del piso de abajo. Las paredes eran del más pálido de los tonos marfil. En una de ellas se veía lo que parecía una serie de grabados de Otto Dix y, en otra, más de una docena de pinturas que daban la impresión de haber salido de la misma mano: pequeños cuadros abstractos realizados sólo en tres colores -rojo, amarillo y blanco- y, al parecer, pintados con espátula. Brunetti los encontró estimulantes y sedantes a la vez, aunque no podía explicarse cómo el artista había conseguido dar esta impresión.
– Mi marido pinta -dijo ella con cuidadosa neutralidad levantando las manos para señalar las pinturas y prolongando el ademán para indicar el sofá. A Brunetti le llamó la atención la frase «mi marido pinta», no que su marido fuera pintor, y se quedó esperando la explicación. Ésta llegó:
– Él trabaja en un banco y pinta cuando puede. -Hablaba con evidente orgullo, con una voz serena y clara que tenía un timbre grave muy grato al oído.
– Entiendo -dijo Brunetti, sentándose al lado de Vianello, que había sacado un bloc del bolsillo interior de la chaqueta y se disponía a tomar notas. Después de darle las gracias por haber accedido a hablar con ellos, Brunetti prosiguió-: Nos gustaría confirmar a qué hora regresaron anoche a casa usted y su esposo.
– ¿Por qué es necesario que vuelvan a preguntar? -indagó ella más desconcertada que molesta-. Ya se lo dijimos a los otros agentes.
Brunetti mintió con soltura y fluidez, y con una sonrisa.
– Existe una diferencia de media hora entre lo que el teniente y lo que uno de los agentes recuerdan haberle oído decir, signora. Es sólo eso.
Ella pensó un momento antes de contestar.
– Debían de ser las doce y cinco o las doce y diez -dijo-. Oímos dar la hora en el reloj de la Madonna del Porto al torcer de Strada Nuova: lo que tardáramos desde allí.
– ¿Y no vieron nada extraño al llegar?
– No.
Él preguntó con suavidad:
– ¿Podría decirme dónde estuvieron, signora?
La sorprendió la pregunta, lo que indicaba que Al-vise no se lo había preguntado. Con una ligera sonrisa, dijo:
– Después de cenar nos pusimos a ver televisión, pero hacía calor, y todos los programas eran tan estúpidos que decidimos salir a dar una vuelta. Además -añadió suavizando la voz-, es la única hora a la que una persona puede andar por la ciudad sin tener que sortear a los turistas.
Por el rabillo del ojo, Brunetti vio a Vianello mover la cabeza en señal de asentimiento.
– Cierto -dijo Brunetti con una sonrisa cómplice. Miró en torno, a los techos altos y las cortinas de lino, súbitamente consciente del atractivo del apartamento-. ¿Hace mucho que viven aquí, signora?
– Cinco años -respondió ella sonriendo, consciente del cumplido implícito en la mirada del comisario.
– ¿Cómo encontraron este sitio tan bonito?
La temperatura de la voz de la mujer había descendido varios grados al decir: