– Un conocido de mi marido nos habló de él.
– Comprendo. Gracias -dijo Brunetti, y luego preguntó-: ¿Cuánto hace que vivían aquí la signora Fontana y su hijo?
Ella miró uno de los cuadros, el que destacaba por el espesor de la franja amarilla que lo cruzaba, y a Brunetti.
– Tres o cuatro años me parece -dijo sin sonreír, pero su expresión se suavizó, ya fuera porque, de pronto, Brunetti empezó a caerle bien, o porque él se había apartado de la cuestión de cómo habían encontrado el apartamento, que era lo más probable.
– ¿Conocía bien a alguno de ellos?
– Oh, no; sólo como sueles conocer a tus vecinos. De verlos en la escalera o al entrar y salir del patio.
– ¿Ha visitado a alguno?
– Ni pensarlo -dijo ella, visiblemente escandalizada por tal posibilidad-. Mi marido es director de banco.
Brunetti asintió, como si ésta fuera la respuesta más lógica que podía recibir su pregunta.
– ¿Alguien de la casa o del vecindario le ha hablado de alguno de ellos?
– ¿De la signora Fontana y su hijo? -preguntó ella, como si hubieran estado hablando de otras personas.
– Sí.
Ella desvió la mirada hacia otro cuadro, en el que dos cuchilladas verticales de rojo dividían un campo blanco y dijo:
– No que yo recuerde. -Movió los labios ligeramente en lo que tanto podía ser una sonrisa como el efecto de haber mirado el cuadro.
– Comprendo -dijo Brunetti, quien decidió de pronto que seguir hablando con aquella mujer no llevaría a parte alguna-. Muchas gracias por su tiempo -dijo en tono concluyente.
Ella se levantó con un solo movimiento, fluido y grácil, mientras que tanto el comisario como un Vianello visiblemente sorprendido tenían que apoyarse en los brazos del sofá para ponerse en pie.
En la puerta, las cortesías se redujeron al mínimo. Mientras empezaban a bajar la escalera, oyeron cerrarse la puerta a su espalda. En aquel momento, Vianello dijo con una voz que expresaba indignada reprobación:
– Cielos, no. Mi marido es director de banco.
– Un director de banco con muy buen gusto en decoración -añadió Brunetti.
– ¿Cómo? -preguntó Vianello, desconcertado.
– Una persona que lleva semejante blusa no puede haber elegido esas cortinas -dijo Brunetti, con lo que hizo aumentar la confusión de Vianello.
En el primer piso, el comisario se paró frente a la puerta y pulsó el timbre marcado «Marsano». Después de mucho rato, una voz de mujer preguntó quién era.
– Policía -respondió Brunetti. Le pareció que oía pasos que se alejaban de la puerta y, al cabo de algún tiempo, se oyó una voz infantil que decía:
– ¿Quién hay? -Al otro lado de la puerta, empezó a ladrar un perro.
– Es la policía -respondió Brunetti con la voz más amable de la que era capaz-, ya se lo he dicho a tu mamá.
– No es mi madre; es Zinka.
– ¿Y tú cómo te llamas?
– Lucia.
– Lucia, ¿podrías abrir la puerta?
– Mi madre dice que no deje entrar a nadie en casa.
– Eso está muy bien -aplaudió Brunetti-. Pero con la policía es distinto. ¿No te lo ha dicho tu madre?
La niña tardó mucho rato en contestar, y su respuesta sorprendió a Brunetti.
– ¿Es por lo que le pasó al signor Araldo?
– Sí, eso es.
– ¿No es por Zinka? -En su voz había una nota de inquietud casi de persona mayor.
– No; ni siquiera sé quién es Zinka -dijo Brunetti sin faltar a la verdad.
Transcurrió algún tiempo y, al fin, se oyó girar la llave, se abrió la puerta y apareció una niña de unos ocho o nueve años. Llevaba pantalón tejano y jersey de algodón blanco y estaba descalza. Se echó hacia atrás y los miró con curiosidad. Era bonita como lo son las niñas.
– No llevan uniforme -fue lo primero que dijo.
Los dos hombres se rieron, lo que pareció convencerla de su buena voluntad, si no de su profesión.
Brunetti distinguió movimiento al fondo del pasillo: de una de las habitaciones de aquella parte de la casa acababa de salir una mujer con delantal azul. Tenía la figura en forma de patata de muchas europeas del Este, y la cara redonda y el pelo pobre y descolorido que suelen acompañarla. Él lo comprendió al instante: una sin papeles que trabajaba en la casa de criada o de canguro, pero a la que ni el temor a la policía impedía salir a asegurarse de que la niña no corría peligro.
Brunetti sacó la cartera y extrajo su credencial, que mostró a la mujer diciendo:
– Signora Zinka, soy el comisario Brunetti y he venido para hacer unas preguntas acerca del signor Fontana y su madre. -La miró, para averiguar si lo había entendido. La mujer asintió pero no se movió-. No me interesa nada más, signora, ¿me comprende? -Ella no contestó, pero pareció que su postura perdía rigidez, y él se hizo a un lado, todavía en el rellano, y señaló a Vianello, que estaba a su lado-. Tampoco le interesa a mi ayudante, el ispettore Vianello.
Sin decir nada, la mujer avanzó tímidamente hacia ellos.
La niña se volvió hacia ella y dijo:
– Vamos, Zinka. Ven a hablar con ellos. No nos harán daño. Son policías.
Esta palabra hizo que la mujer se detuviera. La expresión de su cara indicaba que la vida le había enseña-do a sacar otras conclusiones respecto a la conducta de la policía.
– Si no quiere que entremos, signora -empezó Brunetti hablando despacio-, podemos volver más tarde, cuando esté la madre de Lucia.
Ella dio otro paso hacia la niña, aunque Brunetti no habría podido decir si pretendía ofrecer protección o buscarla.
Él preguntó a la niña:
– ¿A qué colegio vas, Lucia?
– A Foscarini.
– Ah, es muy bueno. Allí ha ido también mi hija -mintió.
– ¿Tiene una hija? -preguntó la niña, como si los policías no pudieran tener hijas. Y entonces, como para ponerlo a prueba, inquirió-: ¿Cómo se llama?
– Chiara.
– Mi mejor amiga también se llama Chiara -dijo la niña sonriendo y dio un paso atrás. Con sorprendente formalidad añadió-: Pasen, por favor.
– Permesso -dijeron los dos hombres al entrar. Entonces Brunetti percibió un brusco descenso de la temperatura, al abatirse bruscamente sobre él un aire refrigerado, después del calor de la calle.
– Podemos ir al despacho de mi padre. Allí recibe las visitas de los señores -dijo la niña volviéndose de espaldas a ellos y yendo hacia la mujer. A poca distancia de ella, se detuvo y abrió una puerta de mano derecha-. Adelante -les animó. Vianello cerró la puerta del apartamento y los policías siguieron a la niña por el frío pasillo.
Brunetti se paró en la puerta del despacho y dijo a la mujer:
– Nos sería de gran ayuda hablar también con usted, signora, pero sólo si quiere. Y sólo de la signora Fontana y de su hijo.
La mujer dio otro pasito hacia ellos y dijo:
– Buen hombre.
– ¿El signor Fontana?
Ella asintió.
– ¿Lo conocía?
Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente.
La niña entró en el despacho y dijo, arrastrando la última palabra:
– Anda, ven, no seas tonta. -Cruzó la habitación, titubeó al lado de un gran escritorio, tiró del sillón hacia atrás y se sentó. Los hombros apenas le asomaban por el borde de la mesa, y Brunetti no pudo menos que sonreír.
La mujer vio la sonrisa, miró a la niña y miró a Brunetti, y él dedujo que había observado la escena y comprendía su reacción.
– Tengo realmente una hija, signora -dijo él adelantándose a tomar asiento en una de las sillas de delante de la mesa. Vianello ocupó la otra.
La mujer avanzó un metro hacia el interior de la habitación, pero se quedó de pie, entre la mesa y la puerta, posición que le permitiría tratar de agarrar a la niña para ponerla a salvo, si era necesario.