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– ¿Dónde está tu mamá? -preguntó Vianello.

– Trabajando. Por eso tenemos a Zinka. Ella está conmigo. Hoy pensábamos ir a la playa. Tenemos una caseta en el Excelsior, pero mamá ha dicho que hace demasiado calor, y nos hemos quedado en casa. Zinka va a dejar que la ayude a hacer la comida.

– Eso está bien -dijo Vianello-. ¿Qué vais a hacer?

– Minestra di verdura. Dice Zinka que, si soy buena, me dejará pelar las patatas.

Brunetti miró a la mujer, que parecía seguir la conversación sin dificultad.

– Signora -dijo con sincera cordialidad-, si no hubiera prometido preguntar sólo por la signora Fontana, le pediría que me enseñara la manera de convencer a mi hija de que le «dejo» ordenar su cuarto. -Sonrió para dar a entender que bromeaba. Ella suavizó la expresión y sonrió a su vez.

De pronto, Brunetti se dijo que lo que estaba haciendo era, además de ilegal, bastante sórdido. ¡Si era una niña, por Dios! ¿Tal era su afán por saber, que se rebajaba a esto?

Se volvió hacia la mujer.

– Creo que no estaría bien hacer más preguntas a Lucia. Dejaremos, pues, que vuelvan a la minestra. -Vianello lo miró con gesto de sorpresa, pero él, como si no lo hubiera notado, dijo a la niña-: Espero que mañana haga menos calor, para que podáis ir a la playa.

– Gracias, signore -dijo ella con bien aprendida cortesía, y añadió-: Tampoco es tan malo no poder ir. A Zinka no le gusta la playa. -Volviéndose hacia ella, preguntó-: ¿Verdad?

La sonrisa de la mujer reapareció, ahora más ancha.

– Yo tampoco gusto a la playa, Lucia.

Brunetti y Vianello se levantaron.

– ¿Podría decirme a qué hora tengo que volver para hablar con los Marsano?

En vez de responder, la mujer miró a la niña y dijo:

– Lucia, mira si he dejado vasos en cocina, por favor.

Sin hacérselo repetir, la niña saltó del sillón y salió del despacho.

– Signor Marsano no dirá cosas a usted. Signora no, también.

– ¿Decirme qué, signora? -preguntó Brunetti.

– Fontana era hombre bueno. Peleó con signor Marsano, peleó con gente de arriba.

– ¿Peleó con palabras o con las manos, signora7.

– Pelea con palabras, sólo palabras -dijo ella, como si la otra posibilidad la asustara.

– ¿Qué pasó?

– Insultos: signor Fontana dijo signor Marsano no honrado, igual que hombre de arriba. Y signor Marsano dijo que él hombre malo, va con hombres.

– Pero usted piensa que era un hombre bueno.

– Yo -dijo ella con súbito énfasis-. Me encontró abogado. Hombre bueno en Tribunale. Me ayuda con papeles para quedarme.

– ¿Quedarse en Italia? -preguntó Brunetti.

– Los vasos no están aquí, Zinka -gritó la niña desde el extremo del pasillo y, al acercarse, preguntó con la energía de la impaciencia infantil-: ¿Ya podemos volver al trabajo?

– ¿Querría darme el nombre del abogado, signora? -preguntó Brunetti.

– Penzo. Renato Penzo. Amigo de signor Fontana. Hombre bueno, también.

– ¿Y la signora Fontana? -preguntó Brunetti, sensible a la impaciencia de la niña y a la creciente inquietud de la mujer-. ¿También es buena?

La mujer miró a Brunetti y miró a la niña.

– Los señores se marchan, Lucia. ¿Abres la puerta? ¿Sí?

La niña, previendo la posibilidad de volver a las patatas, casi corrió a la puerta. La abrió, salió al descansillo y se asomó al hueco de la escalera.

Brunetti observó la inquietud de la mujer al verla allí y fue hacia la puerta. En el umbral se detuvo.

– ¿Y la signora Fontana? -insistió.

Ella movió la cabeza negativamente, vio a Brunetti asentir aceptando su resistencia a hablar y dijo:

– No como el hijo.

Brunetti asintió a su vez, dijo adiós a Lucia y empezó a bajar la escalera, seguido de Vianello.

21

Recordando el calor que les esperaba fuera, Brunetti se paró en el patio para preguntar a Vianello:

– ¿Sabes algo de ese Penzo?

El inspector asintió.

– Lo he oído nombrar. Trabaja mucho pro bono. Viene de buena familia. Labor social y todo eso.

– ¿Trabaja pro bono para inmigrantes? -preguntó Brunetti, recordando ahora lo que había oído decir del abogado.

Esta vez Vianello se encogió de hombros.

– Eso parece, si trabaja para esa mujer. No creo que ella gane lo suficiente como para contratar a un abogado. -Vianello calló y a Brunetti casi le pareció oírle revolver en la memoria. Al fin el inspector dijo-: No recuerdo de él nada que tenga que ver precisamente con inmigrantes; sólo tengo la vaga impresión de que la gente lo tiene en buen concepto. -Vianello hizo un pequeño ademán alusivo a los misterios de la memoria-. Ya sabes lo que son estas cosas.

– Aja -convino Brunetti. Miró el reloj y lo sorprendió ver que aún no era la una y media-. Si llamo al Tribunale y me dicen que hoy está, ¿crees que tendrás energías suficientes para llegar hasta allí sin desfallecer?

Vianello cerró los ojos un momento, y Brunetti se preguntó si debía prepararse para una escena de melodrama, a pesar de que Vianello nunca había mostrado tendencia al histrionismo. El inspector abrió los ojos y dijo:

– Podemos tomar el traghetto en San Felice. Es el camino más corto y sólo estaremos al sol en Strada Nuova y en la góndola.

Brunetti llamó a la centralita del Tribunale, le pusieron con la secretaria y allí le informaron de que aquel día el avvocato Penzo tenía un juicio. El caso estaba programado para las once, en la sala diecisiete D, pero había retraso, por lo que, probablemente, la udienza no habría empezado antes de la una, aunque la única manera de saberlo era ir a la sala. Brunetti dio las gracias y cortó la comunicación.

– Los juicios llevan retraso -dijo a Vianello.

El inspector abrió el portone, miró a la calle, se volvió hacia Brunetti y dijo:

– El sol está en el cielo.

Veinte minutos después, entraban en el Tribunale, sin que nadie les pidiera identificación alguna. Cruzaron el vestíbulo, subieron al primer piso y enfilaron el pasillo de las salas. Por las puertas de su izquierda se veían oficinas con ventanas que daban a los palazzi del otro lado del Gran Canal.

El aire estaba inmóvil, lo mismo que las personas que aguardaban en el pasillo, ocupando todos los bancos, apoyadas en la pared o sentadas en la cartera, un hombre incluso utilizaba a modo de taburete un rimero de carpetas atadas con cordel. Todas las puertas de las oficinas estaban abiertas, para que circulara el aire. Los que salían avanzaban despacio por el abarrotado pasillo, sorteando cuerpos desmadejados y repartiendo algún que otro pisotón.

La Sala 17 D se hallaba al final del pasillo. También aquí estaba abierta la puerta, y la gente entraba y salía libremente.

Brunetti paró a un funcionario conocido y le preguntó dónde estaba el avvocato Penzo. El hombre respondió que su caso se estaba debatiendo ahora, y añadió «contra Manfredi», abogado al que Brunetti conocía. Los policías entraron en la sala y, en el mismo instante, ambos se quitaron la chaqueta. No hacerlo suponía un riesgo para la salud.

Al fondo estaba el juez, en su estrado, con su birrete y su toga, y Brunetti se preguntó cómo podría soportar aquella indumentaria. Había oído decir que, en verano, algunos jueces no llevaban más que la ropa interior debajo de la toga. Hoy le parecía lógico. Las ventanas que daban al canal estaban abiertas y las pocas personas que había en la sala ocupaban los asientos más próximos a ellas, excepto los abogados, que, de pie o sentados, se hallaban delante del juez, ataviados todos con las negras togas. Una abogada, sentada al extremo de la fila más alejado de las ventanas, tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla. Incluso a distancia, Brunetti distinguía que tenía el pelo como si acabara de salir de la ducha. La mujer estaba con los ojos cerrados y la boca abierta: tanto podía estar dormida como desmayada a causa del calor o muerta.