Cual limaduras atraídas por un imán, él y Vianello fueron hacia dos asientos libres situados junto a una de las ventanas. La sala estaba dotada de un sistema de megafonía, y había micrófonos delante del juez y en las mesas de los abogados, pero el sonido fallaba y las voces que salían de los dos altavoces situados en la parte superior de las paredes estaban distorsionadas por los parásitos, y no se entendía ni una palabra. La estenotipista, que se hallaba delante del juez y a la izquierda de los abogados, o era capaz de separar las voces de los chisporroteos o estaba lo bastante cerca como para oír de viva voz al que hablaba, y tecleaba en su máquina con soltura, como si estuviera en otro planeta más fresco.
Brunetti, familiarizado con el escenario y los actores, contemplaba la acción como si estuviera en un avión mirando una película sin ponerse los auriculares, y observaba la afectación con que un abogado se subía la manga de la toga, el ademán ampuloso con que el que estaba en el uso de la palabra subrayaba un argumento, o ahuyentaba una mosca, la expresión de asombro que asumía el primero, la vehemencia con que el otro levantaba los brazos, como si no fuera capaz de encontrar mejor manera de manifestar su incredulidad… Brunetti se preguntó si también los jueces se aislarían del sonido de vez en cuando y se limitarían a observar los gestos, si habrían aprendido a distinguir la verdad o la falsedad de lo que se decía por los ademanes que acompañaban a las palabras no escuchadas. Además, en una ciudad tan pequeña, cada abogado tenía una reputación que daba la medida de su integridad, de manera que lo único que tenía que hacer un juez experimentado era leer los nombres de los que representaban a cada una de las partes para saber dónde estaba la verdad.
Al fin y al cabo, la mayoría de lo que se decía eran mentiras ó, cuando menos, evasivas e interpretaciones interesadas. De todos modos, la función de la Justiciano era la de descubrir la verdad sino la de imponer el poder del Estado a los ciudadanos.
Brunetti volvió hacia la abogada, que no se había movido, unos ojos que se le estaban cerrando por efecto del calor. De la izquierda le llegó un codazo. Despertó, sobresaltado, miró a Vianello y éste señaló con el mentón en dirección al estrado.
Dos figuras togadas se acercaban al juez, que se inclinó hacia adelante y dijo unas palabras que la megafonía no distorsionó porque no llegó a captarlas. Como si quisiera reafirmar a Brunetti en la idea de que todo aquello era una pantomima, el juez golpeó con el dedo la esfera de su reloj. Los dos abogados hablaron a la vez. El juez movió la cabeza negativamente, extendió el brazo hacia la derecha, recogió unos papeles, se levantó y salió de la sala, dejando a los dos abogados plantados delante del estrado.
Ellos se volvieron el uno hacia el otro e intercambiaron unas frases. Uno abrió una carpeta y mostró un papel al otro, que lo tomó y lo leyó, ambos ajenos al arrastrar de sillas del público que se levantaba y salía de la sala. Brunetti y Vianello se pusieron en pie, para dejar pasar a la gente, y volvieron a sentarse en la fila vacía.
El segundo abogado se humedeció los labios, alzó las cejas y parpadeó en señal de claudicación. Luego, con el papel en la mano, volvió a la mesa a la que estaba sentado su cliente. Le puso el papel delante y señaló algo que estaba escrito en él. El otro hombre puso el índice sobre el papel y lo pasó por los renglones, como si esperase que el dedo le transmitiese el texto. Al llegar a cierto punto, el dedo desistió y la mano cayó sobre la hoja, cubriendo, accidental o intencionadamente, el texto que acababa de recorrer.
El hombre miró a su abogado y movió la cabeza negativamente. El abogado habló y el hombre desvió la mirada. Transcurría el tiempo, el abogado dijo algo más y agarró el papel. Su cliente asintió y el abogado volvió a donde estaba su colega, le entregó la ya arrugada hoja de papel y asintió. Los dos abogados dieron media vuelta y salieron de la sala, y el hombre se quedó solo en la mesa.
Brunetti y Vianello se levantaron y fueron hacia la puerta.
– Manfredi es el que ha perdido el caso -dijo Brunetti-. Por lo tanto, el ganador es Penzo.
– Me gustaría saber qué decía el papel -dijo Vianello.
– Manfredi es un marrullero -dijo Brunetti con una voz cargada de experiencia-. Podría ser cualquier cosa: la mayoría de las veces, una oferta de soborno.
– Pero no de Penzo, probablemente.
– Eso querría uno pensar -dijo Brunetti, reacio a creer en la integridad de un abogado hasta haberlo tratado personalmente-. Vamos a hablar con él.
Encontraron al abogado al extremo del pasillo, mirando por una ventana, con la toga colgada del alféizar y los brazos levantados en una postura que Brunetti interpretó como un vano intento de buscar alivio del calor. Llamó la atención de Brunetti la delgadez de aquel hombre al que veía de espaldas: sus caderas no eran más anchas que las de un adolescente y la camisa se le ahuecaba en húmedos pliegues entre los hombros y la cintura.
– Avvocato Penzo? -preguntó Brunetti.
Penzo se volvió y los miró con expresión de leve interrogación. La cara, al igual que el cuerpo, era estrecha y chupada, lo que hacía que, en comparación, la nariz, que era de tamaño normal, pareciera desproporcionadamente grande. Los ojos eran color chocolate con leche y estaban rodeados de las arruguitas que se forman al cabo de años de guiñarlos al sol.
– ¿Sí? -preguntó, mirando de Brunetti a Vianello y otra vez a Brunetti y reconociendo en ellos inmediatamente a dos policías-. ¿De qué se trata? -preguntó con afabilidad, y Brunetti agradeció que no hiciera un chiste fácil acerca de su condición de policías, igual que la mayoría de la gente.
Como si no hubiera advertido la expresión de Penzo, Brunetti dijo:
– Soy el comisario Guido Brunetti y él es el ispettore Lorenzo Vianello.
Penzo se volvió, retiró la toga del alféizar y se la colgó del brazo.
– ¿En qué puedo servirles? -preguntó.
– Nos gustaría hablar de uno de sus clientes -dijo Brunetti.
– De acuerdo. ¿Dónde quieren que hablemos? -preguntó Penzo, mirando alrededor. El pasillo ya no estaba tan concurrido porque era la hora del almuerzo, pero aún pasaba alguien de vez en cuando.
– Podríamos ir a Do Mori a tomar algo -propuso Brunetti. Vianello exhaló un audible suspiro de alivio y Penzo accedió sonriendo.
– ¿Me conceden cinco minutos, para que guarde esto? -preguntó Penzo levantando el brazo que sostenía la toga-. ¿Nos encontramos en la entrada?
Así se acordó, y Brunetti y Vianello fueron hacia la escalera. Mientras bajaban, Brunetti preguntó:
– ¿A quién crees que llamará ahora?
– A su mujer, probablemente, para decirle que llegará tarde a almorzar -dijo Vianello, mostrando su parcialidad por el abogado.
No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el exterior. El sol había disipado todo vestigio de vida de Campo San Giacometti. El puesto de los frutos secos y el de las flores estaban cerrados y hasta el chorro de agua de la fuente parecía extenuado por el calor. Sólo estaban abiertos los puestos que protegía la sombra del largo pórtico.
Allí se pararon Brunetti y Vianello a esperar a Penzo, que no tardó en llegar, con una cartera en la mano.