– ¿Qué ha enseñado a su colega, avvocato? -preguntó Vianello, y a continuación pidió disculpas por su curiosidad.
Penzo lanzó una risa sonora y contagiosa.
– Su cliente reclamaba una indemnización por el efecto de latigazo que decía haber sufrido en un accidente de circulación. El otro coche lo conducía mi cliente. El hombre afirmaba haber estado incapacitado durante meses para trabajar, lo cual le había hecho perder una oportunidad de ascenso.
Brunetti, picado ya por la curiosidad, preguntó:
– ¿Cuánto pedía?
– Dieciséis mil euros.
– ¿Cuánto tiempo estuvo sin trabajar?
– Cuatro meses.
– ¿Qué hacía? -intervino Vianello.
– ¿Cómo dice? -preguntó Penzo.
– ¿Qué trabajo hacía?
– De cocinero.
– Cuatro mil mensuales -se admiró Vianello-. No está mal.
Los tres hombres habían empezado a andar hacia Do Mori, doblando maquinalmente a la derecha, a la izquierda y otra vez a la derecha. Penzo se detuvo al llegar a la puerta, como si deseara terminar aquella conversación antes de entrar, y dijo:
– Su sindicato se ocupó de que siguiera cobrando el sueldo mientras estaba de baja. Él pedía una indemnización por daños y perjuicios.
– Comprendo -dijo Brunetti. Mil euros semanales por daños y perjuicios. Mucho mejor que ir a trabajar-. ¿Qué era el papel que le ha enseñado?
– Una declaración de los cocineros de otro restaurante de Mira, según la cual el hombre había trabajado con ellos durante tres de los cuatro meses por los que reclamaba la indemnización.
– ¿Cómo lo descubrió? -preguntó Vianello impulsivamente, aun a sabiendas de que los abogados son siempre reacios a divulgar sus métodos.
– Por la esposa -dijo Penzo con otra carcajada-. En aquel entonces estaban separados, ahora ya están divorciados, y él empezaba a retrasarse en el pago de la pensión por el hijo. El accidente era la excusa que daba, pero ella lo conocía bien y sospechaba, y lo hizo seguir cuando iba a Mira. Al descubrir que estaba trabajando allí, me lo dijo, y yo hablé con los otros cocineros y conseguí sus declaraciones.
– Si me permite la pregunta, avvocato -empezó Brunetti-, ¿cuánto hace de eso?
– Ocho años -respondió Penzo con voz neutra, y ninguno de ellos, bien versados los tres en el funcionamiento de la Justicia, lo encontró extraño.
– ¿Así que el hombre ha perdido dieciséis mil euros? -preguntó Vianello.
– No ha perdido nada, ispettore -rectificó Penzo-. Simplemente, no percibirá lo que no le corresponde.
– Y, además, tendrá que pagar al abogado -observó Brunetti.
– Sí; es un bonito detalle -se permitió observar Penzo. Liquidado el tema, agitó una mano invitándolos a entrar por las puertas vidrieras que estaban entreabiertas y dejando que Brunetti y Vianello lo precedieran.
22
Varias de las personas a las que Brunetti había visto en la sala estaban ahora delante del mostrador, con una copa de vino en una mano y un tramezzino en la otra. Una corriente de aire relativamente fresco circulaba entre las puertas abiertas a cada extremo del estrecho bar. Daba gusto entrar allí, y no sólo por la abundancia de cosas buenas que se ofrecían a la mirada. ¿Qué impedía a Sergio y Bambola, del bar próximo a la questura, imitar esta oferta? Comparados con estos tramezzini, los que ellos preparaban eran pálidos representantes de la especie. Mirando a Vianello, Brunetti preguntó:
– ¿Por qué no podría la questura estar más cerca de aquí?
– Porque comerías tramezzini todos los días y nunca almorzarías en casa -dijo Vianello y pidió una fuente de corazones y fondos de alcachofa, aceitunas fritas, gambas y calamares, con esta explicación-: Esto, para todos. -También pidió un tramezzino de alcachofa y jamón, y uno de gamba y tomate; Penzo eligió bresaola y rúcula, tocino y gorgonzola, jamón cocido y huevo, y tocino y champiñón; Brunetti, practicando la templanza, pidió bresaola y alcachofa, y tocino y champiñón.
Los tres eligieron pinot grigio y vasos de agua mineral. Llevaron las bebidas y las fuentes al pequeño mostrador situado a su espalda y se pasaron los emparedados. Cuando cada uno hubo comido su primer tramezzino, Vianello levantó la copa. Los otros lo imitaron.
Penzo clavó un mondadientes en una aceituna frita, la mordió por la mitad y preguntó:
– ¿De cuál de mis clientes desean hablar?
Antes de que Brunetti pudiera responder, un hombre que pasaba dio una palmada en la espalda a Penzo y dijo:
– ¿Te invitan o te arrestan, Renato? -pregunta que fue aceptada con el mismo buen humor con que fue hecha, y Penzo centró la atención en terminar la aceituna. Dejó el palillo en la fuente y levantó la copa.
– Zinka -dijo Brunetti. Iba a explicar el motivo de su curiosidad por la mujer cuando el gesto de dolor que cruzó por el rostro de Penzo le hizo interrumpirse. El abogado cerró los ojos un instante, los abrió y bebió un sorbo de vino.
Dejó la copa, tomó el segundo emparedado y miró a Brunetti.
– ¿Zinka? -preguntó con naturalidad-. ¿Por qué se interesan por ella?
Brunetti bebió agua y alargó la mano hacia el segundo emparedado con indiferencia, como si no hubiera observado la reacción de Penzo.
– En realidad, no nos interesa ella sino algo que ella dijo.
– ¿Sí? ¿Qué dijo? -preguntó Penzo con una voz que ya había dominado y sonaba perfectamente serena.
Se llevó el emparedado a los labios, pero lo dejó en el plato, sin probarlo.
Vianello miró a Brunetti y alzó las cejas mientras apuraba su copa de vino. La puso en el mostrador y preguntó:
– ¿Alguien desea otra?
Brunetti asintió; Penzo dijo que no.
Vianello fue a la barra. Brunetti dejó la copa vacía y dijo:
– Ella mencionó una discusión que su señor había tenido con uno de los vecinos.
Penzo miró su emparedado y preguntó cortésmente, sin levantar la mirada:
– Ah, ¿sí?
– Con Araldo Fontana -dijo Brunetti. Ahora Penzo debería haberle mirado, pero seguía con los ojos fijos en el emparedado, como si le hablara éste y no Brunetti-. Y dijo que el signor Fontana también había discutido con el vecino del último piso. -Dejó transcurrir unos segundos antes de añadir-: Puesto que la planta baja está deshabitada, podría decirse que el signor Fontana discutió con todos los inquilinos. -Brunetti hizo otra pausa, pero Penzo no apartaba la mirada de la fuente-. A pesar de lo cual la signora Zinka, que me pareció una persona muy sensata, dice que el signor Fontana era un hombre bueno. -Miró hacia la barra, donde Vianello, de espaldas a ellos, tomaba una copa de vino blanco.
Si el bar hubiera estado tan concurrido como de costumbre, la voz de Penzo habría quedado ahogada; tan débil era el tono en que dijo:
– Sí que lo era.
– Me alegro de que así sea -respondió Brunetti-. Eso hace aún más triste su muerte. Pero mejora su vida.
Penzo alzó la mirada muy despacio y observó a Brunetti.
– ¿Qué ha dicho?
– Que su bondad debió de hacer que su vida fuera mejor -repitió Brunetti.
– ¿Y su muerte, peor? -preguntó Penzo.
– Sí -dijo Brunetti-. Pero eso no es lo que cuenta, ¿verdad? Lo que importa es la vida que llevó. Y lo que la gente recordará.
– Lo único que la gente recordará -dijo Penzo con un tono que no era menos vehemente por ser poco más que un susurro- es que era gay y que se mató practicando el sexo en el patio con algún artefacto que llevaba consigo.
– ¿Cómo dice? -preguntó Brunetti sin poder disimular el asombro-. ¿Dónde ha oído eso?