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Vianello se rió y se alejó en dirección a la oficina de los agentes, y Brunetti tuvo que acometer él solo el segundo tramo de escalones.

3

Dos días después, sentado ante su escritorio, Brunetti especulaba sobre la posibilidad de llegar a un acuerdo con los delincuentes de la ciudad. ¿Se avendrían a dejar tranquila a la gente hasta que pasara la ola de calor? Desde luego, tal eventualidad requería la existencia de una especie de organización central de maleantes, y Brunetti sabía que el crimen se había diversificado e internacionalizado mucho para eso; ahora ya no existía un interlocutor con el que negociar. Antaño, cuando el delito era cuestión puramente local, y los delincuentes, gente conocida e integrada en el tejido social, tal vez habría sido factible el acuerdo, porque ellos, tan afectados por el persistente calor como la policía, habrían cooperado de buen grado.

– Por lo menos, hasta el primero de septiembre -dijo en voz alta.

Muy acalorado para dedicar su atención a los papeles que tenía en la mesa, Brunetti se permitió seguir divagando. ¿Cómo convencer a los rumanos de que dejaran de birlar carteras; y a los gitanos, de enviar a sus hijos a robar por las casas? Y esto, en Venecia, porque, en el continente, las exigencias deberían ser mucho más rigurosas, como la de que los moldavos dejaran de poner en venta a criaturas de trece años y los albaneses suspendieran el tráfico de drogas. Pensó un momento en la posibilidad de convencer a los italianos -hombres como él y como Vianello- de que dejaran de buscar prostitutas adolescentes y droga barata.

Inmóvil ante su escritorio, Brunetti sentía el cosquilleo de las gotas de sudor que le resbalaban por la piel. Había oído decir que en Nueva Zelanda, con semejante calor, los hombres iban al despacho en shorts y camisa de manga corta. ¿Y no habían decidido los japoneses prescindir de la chaqueta durante la canícula? Sacó el pañuelo y se enjugó el cuello. Con esta temperatura, la gente se mataba por una plaza de aparcamiento. O por una salida de tono.

Su pensamiento derivó hacia las promesas que había hecho a Paola de que esta noche hablarían de sus propias vacaciones. Él, veneciano, se convertiría a sí mismo y a su familia en turistas, pero turistas que viajarían en sentido contrario, que abandonarían Venecia, dejando espacio a los millones de visitantes que se esperaban este año. El anterior fueron veinte millones. «Que Dios se apiade de todos nosotros», pensó.

Oyó un sonido en la puerta y, al levantar la cabeza, vio a la signorina Elettra bañada por la luz que entraba por las ventanas como por la de un foco. ¿Sería posible? ¿Le engañaban los ojos o, al cabo de los más de diez años en que la secretaria de su superior le había alegrado la vista con su impecable aspecto, también en ella había hecho estragos el calor? ¿No era una arruga lo que veía en el delantero derecho de su blusa de lino blanco?

Brunetti parpadeó y mantuvo los ojos cerrados un momento. Al abrirlos descubrió que la arruga había sido una ilusión óptica, una sombra proyectada por la luz de las ventanas. Ella se paró en el umbral, miró por encima del hombro y entonces apareció a su lado otra persona.

– Buenos días, dottore -dijo ella.

El hombre que estaba a su lado sonrió al saludarlo.

– Ciao, Guido.

Ver a Toni Brusca fuera de su despacho de la Commune en horas hábiles era como ver a un topo a plena luz del día. Brusca siempre había hecho pensar a Brunetti en este animalito: pelo oscuro y espeso, con un mechón blanco a un lado, cuerpo robusto, piernas cortas y una tenacidad increíble cuando un asunto atrapaba su interés.

– He encontrado a Toni cuando venía -dijo la signorina Elettra. Brunetti ignoraba que se conocieran-, y he pensado en guiarlo hasta su despacho. -Ella retrocedió y dedicó al visitante la que Brunetti consideraba su sonrisa de primera clase. Esto indicaba o que Brusca era un buen amigo o que, siendo la signorina Elettra mujer instintivamente calculadora, estaba enterada de que este hombre era jefe del departamento de Expedientes Laborales de la Commune y, por lo tanto, podía serle de utilidad.

Brusca correspondió con un amistoso movimiento de la cabeza y se acercó a la mesa de Brunetti al tiempo que echaba una ojeada al despacho.

– Tú tienes más luz que yo, desde luego -dijo con franca admiración. Brunetti observó que su visitante traía una cartera.

El comisario dio la vuelta a la mesa, estrechó la mano de Brusca, le dio varias palmadas en el hombro e hizo una seña con la cabeza a la signorina Elettra. Ella le respondió con una sonrisa, aunque no de primera clase, y salió del despacho.

Brunetti acercó una silla y se sentó frente a su amigo, que había dejado la cartera en el suelo antes de sentarse, y esperó. Sin duda, Brusca no había venido para hablar de las respectivas ventajas de sus despachos. Toni no era de los que pierden tiempo ni energías cuando quieren hacer -o averiguar- alguna cosa. Esto lo sabía Brunetti desde que los dos estudiaban secundaria. Con él siempre fue la mejor táctica la de mantenerse a la expectativa, y esto pensaba hacer ahora.

No tuvo que esperar mucho. Brusca dijo:

– Quiero preguntarte una cosa, Guido. -Se inclinó, puso la cartera sobre las rodillas y la abrió. Sacó una carpeta de plástico transparente que contenía varios papeles.

Dejó la cartera en el suelo y los papeles en sus rodillas, y miró a su amigo.

– En la Commune viene a hablar conmigo mucha gente -dijo. Al ver que Brunetti asentía, prosiguió-: Y, a veces, las cosas que me dicen despiertan mi curiosidad y entonces pregunto por ahí y me entero de más cosas. Y, como estoy siempre en mi despacho de la planta baja, que por cierto sólo tiene una ventana, y como mi trabajo me induce a sentir curiosidad por lo que hace la gente…, y como siempre, además de minucioso, soy muy cortés, la gente suele contestar a mis preguntas.

– ¿Aunque no sean cosas de tu incumbencia profesional? -preguntó Brunetti, que empezaba a sospechar por qué Brusca había venido a ver a su amigo policía.

– Exactamente.

– ¿Es lo que tienes ahí? -preguntó Brunetti señalando los papeles con la barbilla. Al comisario tampoco le gustaba perder tiempo.

Brusca miró los papeles, los sacó de la carpeta y los pasó a Brunetti.

– Echa un vistazo -dijo.

El primer papel tenía el membrete del Tribunale di Venezia. La parte izquierda de la hoja estaba dividida en cuatro columnas con los títulos: «Caso N.°», «Fecha», «Juez», «Juzgado N.°». Al otro lado de una gruesa línea vertical se leía: «Resultado». Brunetti apartó el papel hacia un lado y debajo encontró otros tres similares. La calidad de las fotocopias variaba: una estaba tan borrosa que apenas podía leerse. En el ángulo inferior derecho de cada papel figuraba una fecha y, a su lado, una pulcra firma y, al lado de la firma, el sello del Ministerio de Justicia. Las fechas diferían, pero la firma era la misma. En dos de los documentos, el sello del ministerio se había estampado descuidadamente y se había salido del papel. Brunetti se había pasado lo que le parecía toda una vida mirando documentos similares. ¿Cuántos habría estampillado él antes de pasarlos al lector siguiente?

Éstos no eran documentos judiciales de la clase que él solía leer durante sus propias investigaciones, no eran las transcripciones de testimonios ni de informes hechos a la conclusión de un juicio, ni tampoco copias del veredicto final. Eran papeles únicamente de uso interno y, si no se equivocaba, trataban de sesiones preliminares al juicio. No encontraba relación alguna entre ellos.

Miró a Brusca, que estaba impasible. Brunetti volvió a concentrarse en los papeles. Buscando coincidencias, vio que muchas de las sesiones de la lista habían sido aplazadas y que la mayoría habían sido asignadas a la misma jueza. Brunetti la conocía de referencias y no tenía buena opinión de ella, aunque no habría podido explicar por qué. Cosas que se oyen, comentarios cazados al vuelo, cierto tono de voz percibido cuando se la mencionaba en una conversación, y algo que uno de sus informadores había dicho años atrás. No; no lo había dicho, sólo lo había insinuado y no acerca de ella sino de alguien de su familia. El nombre del funcionario del juzgado que había firmado los papeles le era desconocido.