– En el Tribunale, en los despachos, en los pasillos. Es lo que dice la gente. Que era marica, que le gustaba el sexo peligroso y que alguno de esos artilugios lo mató.
– Es absurdo -dijo Brunetti.
– Y tan absurdo -siseó Penzo-. Pero que sea absurdo no impide que la gente lo diga, ni que lo piense. -Había furor en su voz, pero él había vuelto a concentrar la atención en la fuente, y Brunetti no podía verle la cara.
En otras circunstancias, al oír su tono, Brunetti habría sentido el impulso de oprimir el brazo de su interlocutor en un gesto de consuelo, pero la vaga sensación de que podía ser mal interpretado se lo impidió. De pronto, Brunetti comprendió lo que aquello significaba y decidió jugarse la confianza de Penzo a una palabra.
– Debía de amarlo mucho.
Penzo levantó la cabeza y miró a Brunetti como el que acaba de recibir un balazo. Tenía la cara desencajada, las palabras de Brunetti habían barrido de ella toda expresión. Fue a hablar, y Brunetti leyó en su titubeo la historia de años de negación que ahora le impulsaban a aparentar desconcierto, a preguntar qué quería decir Brunetti con aquello: era el hábito de la cautela, que le había enseñado a mencionar el nombre de Fontana como cualquier otro nombre, a tratar al hombre como a cualquier otro colega.
– Nos conocimos en el instituto. Fue hace casi cuarenta años -dijo Penzo, y levantó su vaso de agua. Echando atrás la cabeza, lo vació de cuatro grandes tragos y, muy suavemente, lo dejó en el mostrador. Luego, como si el agua hubiera vuelto a situar su conversación con Brunetti en el plano convencional, preguntó-: ¿Qué quiere saber de él, comisario?
Brunetti, como si no hubiera hecho a Penzo la pregunta anterior, inquirió:
– ¿Sabe usted por qué discutió el signor Fontana con sus vecinos?
En lugar de responder, Penzo preguntó:
– ¿Haría el favor de traerme otro vaso de agua? -Cuando Brunetti asintió y empezó a ir hacia la barra, añadió-. Tráigase también al inspector.
Brunetti hizo ambas cosas. Penzo le dio las gracias y bebió la mitad del agua, dejó el vaso y explicó:
– Araldo me dijo que pensaba que sus dos vecinos habían conseguido aquellos apartamentos a cambio de favores hechos al propietario.
– ¿El signor Puntera? -preguntó Brunetti.
– Sí. -Penzo miró al suelo y dijo-: Esto es muy complicado.
Brunetti hizo una seña con la barbilla a Vianello, y el inspector dijo:
– No tenemos prisa, avvocato. Tómese todo el tiempo que necesite.
Penzo asintió, apretó los labios y volvió a asentir. Miró a Brunetti y dijo:
– No sé por dónde empezar.
– Por la madre -sugirió Brunetti.
– Sí -dijo Penzo encogiéndose de hombros con desdén-. Por la madre. -Asintió y añadió-: Es viuda. Si existiera la categoría, ella sería viuda profesional. Araldo tenía sólo dieciocho años cuando murió su padre y, siendo hijo único, decidió que era responsabilidad suya cuidar de su madre. El padre era funcionario y, al principio, tenían algún dinero, pero la madre lo gastó muy pronto, empleándolo en mantener las apariencias. Araldo pensaba ir a la universidad: los dos queríamos estudiar Leyes. Pero, cuando se acabó el dinero, él tuvo que ponerse a trabajar, y su madre pensó que el trabajo más seguro era el de funcionario, como su padre.
– ¿Y él entró en el Tribunale, de ujier? -apuntó Brunetti.
– Sí. Y, a fuerza de mucho trabajar, fue ascendido y se convirtió en un personaje cómico por la seriedad con que se tomaba sus funciones. Esto hasta él lo sabía. Pero el dinero nunca era suficiente y, hace cinco años, la madre enfermó, o creyó enfermar, y necesitaron más dinero para médicos, pruebas y tratamientos.
»A él le era cada vez más difícil pagar las facturas y el alquiler. Yo le ofrecí ayuda, pero no la aceptó. Yo sabía que no la aceptaría, pero quise intentarlo. Así pues, tuvieron que mudarse de Cannaregio a un apartamento de Castello, pequeño y oscuro. Ella se sentía cada vez más enferma, y tenían que hacerle más y más pruebas.
– ¿Tiene algún mal? -preguntó Vianello.
Penzo se encogió de hombros con elocuencia.
– Si lo tiene, los médicos no lo han encontrado. -Estuvo callado tanto tiempo que, finalmente, Brunetti tuvo que preguntar:
– ¿Qué pasó?
– Él pidió un préstamo al banco para pagar las facturas. Conocía a mucha gente y consiguió que lo recibiera el director. Pero el director le dijo que el banco no podía prestarle dinero porque no existía garantía de que pudiera devolverlo.
– ¿Era el signor Fulgoni el director del banco? -preguntó Brunetti.
– ¿Y quién si no? -dijo Penzo con una risa acida.
– Comprendo. ¿Y después?
– Después, un día, creo que fue hace tres años, apareció en la oficina de Araldo, como Venus surgiendo del mar o descendiendo en una nube, la jueza Coltellini, quien le dijo que se había enterado de que él buscaba apartamento. -Penzo los miró para ver si advertían el significado del nombre y, al ver que así era, prosiguió-: Araldo respondió que no, en absoluto, y ella dijo que era una lástima, porque un amigo suyo tenía un apartamento en la Misericordia que deseaba alquilar a lo que él llamaba «personas decentes». Dijo que el alquiler era lo de menos, que lo que le importaba era que fueran personas de confianza. -Penzo les miró como preguntando si habían oído en su vida algo semejante-. Araldo cometió el error de decírselo a su madre antes de hablar conmigo.
– ¿Ella quería mudarse?
– Es un apartamento de cincuenta metros cuadrados; dos habitaciones para dos personas. Y, una de ellas, enferma. La caldera tenía más de cuarenta años: Araldo decía que nunca estaban seguros de si tendrían agua caliente.
– ¿Usted no estuvo allí?
– Yo no he estado en ninguno de sus apartamentos -dijo Penzo con una voz que cortó toda discusión-. El de la Misericordia, que tenía un alquiler más bajo que el que estaban pagando en Castello, había sido restaurado hacía dos años, tenía un sistema de calefacción nuevo, y electrodomésticos. Por la forma en que ella se lo ofrecía, parecía que le harían un favor al dueño si aceptaban. Y ésta era justamente la manera de plantear las cosas a la madre de Araldo, que siempre se ha considerado superior al resto de los mortales. -La voz de Penzo tenía un filo áspero al decir-: La clase de persona que trata al casero con condescendencia.
– ¿Así pues, él aceptó? -dijo Brunetti.
– Una vez se lo hubo dicho a ella, no tenía alternativa -dijo Penzo moviendo la cabeza con resignación-. Ella no le habría dejado vivir, si no llega a aceptar.
– ¿Y qué pasó después de que se mudaran?
– Ella estaba contenta; por lo menos, al principio. -Penzo tomó el emparedado que había abandonado, mordió una punta y volvió a dejarlo en la fuente-. Pero esa mujer nunca ha sido capaz de estar contenta mucho tiempo. Oprimió el pan con la yema del dedo dejando impresa la huella en la miga blanca. Empujó la fuente hacia la parte posterior del mostrador y bebió un sorbo de agua.
Brunetti y Vianello esperaban.
– Cuando llevaban unos seis meses viviendo allí, la jueza Coltellini devolvió una carpeta a Araldo después de una sesión. Él la llevó a su despacho y repasó el contenido, para comprobar que no faltaba ningún documento. Creo que es la única persona del Tribunale que se molesta, es decir, se molestaba, en hacer eso. Faltaba un papeclass="underline" la escritura de una casa. Él llevó la carpeta a la jueza y se lo dijo. Ella contestó que no sabía nada, que cuando había leído el expediente no estaba o, por lo menos, no recordaba haberla visto.
– ¿Cómo reaccionó él?
– La creyó, desde luego. Al fin y al cabo, ella era jueza y él había sido educado en el respeto a las personas de rango y autoridad.