– ¿Y entonces? -preguntó Vianello.
– Meses después, la jueza aplazó una vista porque faltaba el sumario -dijo Penzo, y calló.
– ¿Y dónde estaba? -preguntó Brunetti.
– En el despacho de la jueza, debajo de otras carpetas. Araldo lo encontró cuando volvió por la tarde a recoger los antecedentes del caso.
– ¿Se lo dijo a la jueza?
– Sí, y ella le pidió disculpas y dijo que no lo había visto, que se habría metido dentro de otra carpeta.
– ¿Y esta vez? -Ahora era Vianello quien preguntaba.
– Él seguía sin sospechar. O eso me dijo.
– ¿Y después? -preguntó Brunetti.
– Después dejó de hablarme de ello.
– ¿Cómo sabe usted que había algo que decir?
– Comisario, ya le he dicho que fuimos juntos al instituto. Cuarenta años. Después de tanto tiempo, te das cuenta de cuándo algo preocupa a una persona.
– ¿Usted le preguntó?
– Sí; más de una vez.
– ¿Y?
– Y él me dijo que lo dejara, que pasaba algo pero no quería hablar de ello. -Penzo volvió a centrar la atención en el emparedado abandonado, trazó una X con la uña del pulgar en la huella que había impreso antes y miró a Brunetti-. No volví a hablarle del tema y tratamos de hacer como si no pasara nada.
– ¿Pero?
Penzo tomó el vaso, hizo girar varias veces el agua que quedaba en él y se la bebió.
– Deben ustedes comprender que Araldo era un hombre honrado. Un hombre bueno y honrado.
– ¿Lo que significa? -preguntó Brunetti.
– Lo que significa que la idea de que una jueza le mintiera o le utilizara le disgustaba. Y le indignaba.
– ¿Qué iría a hacer al respecto? -preguntó Brunetti.
Penzo se encogió de hombros una vez más.
– ¿Qué podía hacer? Estaba atrapado. Su madre era todo lo feliz que era capaz de ser. ¿Iba él a destruir su felicidad?
– ¿Estaba seguro de que perderían el apartamento?
Penzo no se dignó responder a esto.
– ¿Tan importante era el apartamento para ella?
– Sí -respondió Penzo rápidamente-. Porque estaba en un buen barrio y podía invitar a sus amistades, las pocas que tenía, a visitarla y ver lo bien que vivían ella y su hijo, que no era más que un funcionario. No un abogado.
– ¿Así pues? -preguntó Brunetti.
Penzo frotó el borde del vaso con el dedo.
– Así pues, él no hablaba de eso. Y yo no le preguntaba.
– ¿Y asunto concluido?
La mirada de Penzo fue súbita y grave, como si él no supiera si ofenderse o no.
– Sí. Asunto concluido -dijo Penzo. El calor ponía una lámina de sudor en la cara y los brazos de la gente, por lo que, en un principio, Brunetti no distinguió las lágrimas que habían empezado a correr por las mejillas de Penzo. Tampoco él parecía notarlas o, en todo caso, no hacía nada por enjugarlas. Brunetti veía cómo le goteaban de la barbilla y desaparecían en la blanca pechera de la camisa-. Me iré a la tumba deseando haber hecho algo. Haberle obligado a hablar, a decirme lo que hacía. Lo que ella le pedía que hiciera -dijo Penzo, llevándose las lágrimas con la mano maquinalmente-. Pero quería evitar problemas.
– ¿Lo vio aquel día? -preguntó Brunetti-. ¿O habló con él?
– ¿El día en que lo mataron?
– Sí.
– No; yo estaba en Belluno. Había ido a visitar a un cliente y no regresé hasta la mañana siguiente.
– ¿Qué hotel? -preguntó Vianello con suavidad.
La cara de Penzo se cerró, y tuvo que hacer un esfuerzo para volverse hacia el inspector.
– El hotel Pineta -dijo forzando la voz. Se agachó, recogió la carta y salió del bar con tanta rapidez que ni Brunetti ni Vianello habrían podido detenerlo de haberlo intentado.
23
Brunetti fue a la barra y volvió con otras dos copas de vino blanco. Dio una a Vianello y bebió de la suya. Tomó lo que quedaba de su segundo emparedado y lo mordió.
– ¿Y bien? -preguntó a Vianello.
El inspector agarró el mondadientes que había usado para comer una alcachofa y empezó a romperlo distraídamente, dejando los trozos, uno a uno, en la fuente, al lado del emparedado de Penzo.
– Pues sí -dijo finalmente-. Me parece que vamos a tener que investigar en su vida.
– ¿La de Fontana o la de Penzo?
Vianello levantó la mirada rápidamente.
– La de Penzo. La de los dos, pero con Fontana ya hemos empezado. Primero, descubrimos que es gay y, después, el hombre que, si no me equivoco, pudo ser su amante, nos hace un lacrimoso relato de su triste vida. Pienso que conviene averiguar dónde estaba Penzo la noche en que mataron a Fontana.
– ¿Quieres decir con eso que su lastimera historia no te convence? -preguntó Brunetti en un tono más cínico que el habitual en él.
Vianello partió otro trozo de palillo y respondió:
– Me convence, sí. Es evidente que él amaba a Fontana.
– ¿Pero?
– Todos los días hay personas que matan a sus seres queridos -dijo Vianello.
– Exactamente -afirmó Brunetti.
– ¿Eso quiere decir que lo consideramos sospechoso?
Brunetti arrojó a la fuente el último trozo de emparedado y dijo:
– Eso quiere decir que debemos considerarlo sospechoso. -Miró al inspector y preguntó-: ¿Tú qué opinas?
– Como te he dicho, deduzco que Penzo lo amaba. -Vianello hizo una pausa y prosiguió con una voz que sonaba casi a decepción-: Pero no creo que lo matara él.
Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo en ambos puntos, pero finalmente dio voz a una inquietud que había despertado en él su conversación con el abogado:
– ¿De verdad te parece que Penzo fuera su amante?
– Ya has oído cómo hablaba -insistió Vianello.
– Que ames a una persona durante cuarenta años no significa que seas su amante. -Brunetti vio el gesto de tenaz escepticismo de Vianello y añadió-: No es lo mismo, Lorenzo. -Pensó en agregar que también él y Vianello se querían; pero a Vianello no podías decirle algo así. Tampoco le gustaría que Vianello se lo dijera a él, reconoció.
– Puedes considerar que lo uno no implica lo otro, si quieres -dijo Vianello, dando a entender que él no haría tal cosa-. Y si resulta que él no estaba en Bellino esa noche, ¿entonces qué haremos?
Brunetti no pudo menos que descartar esa posibilidad.
De nuevo en su despacho, un agotado Brunetti estaba frente a la ventana, buscando un soplo de brisa mientras consideraba nuevas conexiones y las posibilidades que entrañaban. Penzo y Fontana, dos amigos que se querían, fuera lo que fuera lo que esto significaba. O dos amantes: él no excluía la posibilidad. Fontana y la jueza Coltellini, enfrentados por el extravío de documentos legales, Fontana, enzarzado en sendas «battaglie» verbales con sus vecinos. Y, finalmente, el signor Puntera, rico empresario y propietario del palazzo, con intereses diversos y, por lo tanto, diversas razones para procurarse amistades en los juzgados.
Abandonando todo intento de combatir el calor, Brunetti bajó al despacho de la signorina Elettra. La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos y, al oír una voz, entró. Entró en el paraíso. El ambiente estaba fresco y seco, y Brunetti tuvo un escalofrío, no sabía si por la temperatura o por el placer. Ella estaba frente al ordenador, con un cárdigan ligero color azul celeste que parecía, ¿sería posible, en agosto?, parecía de cachemir.
Él cerró la puerta rápidamente.
– ¿Cómo lo ha conseguido Patta? -inquirió y, sin poder reprimir un gesto de sorpresa, agregó-: ¿Le ha ayudado usted?
– Por favor, comisario -dijo ella con indignación-, usted sabe lo que pienso del aire acondicionado.
Lo sabía, sí. Casi habían discutido a causa del tema: él mantenía que, para ciertas personas y en ciertas circunstancias, en las que incluía su propia casa en los meses de julio y agosto, era necesario, y ella opinaba que era un despilfarro y una inmoralidad.