Él colgó el teléfono, tratando de impedir que Vianello desmereciera a sus ojos, por la naturalidad con que ella había aceptado el encargo.
Estuvo unos momentos mirando la pared y volvió a llamarla. Cuando ella contestó, dijo:
– De paso, ¿podría ver si hay una lista de gastos por asuntos judiciales y los nombres de los abogados a los que Puntera ha pagado minutas en los años últimos? Multas impuestas a sus empresas. Indemnizaciones quehaya tenido que pagar. En suma, todo lo que tenga que ver con abogados y tribunales.
– Desde luego, signore -dijo ella, y Brunetti elevó una silenciosa acción de gracias a los cielos que le habían obsequiado con esta moderna versión de Mercurio que, sin el menor esfuerzo, llevaba y traía mensajes entre él y lo que a lo largo de los años había llegado a considerar el ciberparaíso.
Un hombre de su edad, educado desde el papel, se sentía desconcertado por la idea de que la información personal y privada pudiera estar al alcance de cualquiera que supiera moverse por los vericuetos de la informática. Por supuesto, él estaba encantado de beneficiarse de las depredaciones de la signorina Elettra, pero no por ello dejaba de considerar sus actividades como lo que eran: depredaciones.
De pronto, se sintió exhausto. Era el calor; era la soledad; era la necesidad de seguir la corriente a Patta, a fin de poder hacer lo que consideraba necesario; y era, también, la mancha de sangre del suelo del patio, la sangre de aquel hombre bueno, Fontana.
Salió de la questura sin hablar con nadie; tomó el Uno hasta San Silvestro; entró en Antico Panificio y pidió una pizza para llevar, con salchicha picante, rúcula, pimiento, cebolla y alcachofas; se fue a casa y la comió en la terraza, acompañándola de dos cervezas y leyendo a Tácito, cuya sombría visión de la política era lo único que podía tolerar en su estado. Después se acostó y durmió profundamente.
Cuando Brunetti llegó a la questura a la mañana siguiente, el agente de la entrada le dijo que el ispettore Vianello deseaba hablar con él. Vianello estaba de pie en la oficina de los agentes, hablando con Pucetti, que se apartó al ver entrar al comisario.
– ¿Qué hay? -preguntó Brunetti al llegar a la mesa de Vianello.
– He estado llamando a todos los Fontana de la guía telefónica, hasta que uno, un tal Giorgio, me ha dicho que la víctima era primo suyo. Le he preguntado si podíamos ir a hablar con él y ha dicho que prefería venir aquí.
– ¿Te ha dado la impresión de que pueda tener algo que decirnos?
Vianello abrió las manos en ademán de incertidumbre.
– Sólo ha dicho que vendría a hablar.
– ¿Y qué le has dicho tú?
– Que tú llegarías a las nueve.
– Bien -dijo Brunetti, alegrándose de no haberse retrasado-. Sube conmigo.
Antes de que Vianello pudiera alejarse de su mesa, sonó el teléfono y, a una seña de Brunetti, el inspector contestó dando su nombre. Escuchó un momento y dijo:
– Haga el favor de acompañarlo al despacho del comisario Brunetti. -Colgó el teléfono-: Ya está aquí.
Subieron la escalera rápidamente. Brunetti abrió las ventanas de par en par, pero no se notó: el aire siguió tan caliente y viciado como antes. Minutos después, Zucchero golpeó con los nudillos el marco de la puerta y dijo:
– Comisario, una visita: el signor Fontana -saludó impecablemente y se retiró.
Araldo Fontana había sido descrito como un hombre insignificante, un personaje secundario de una novela pesada. Brunetti había tenido la ocasión de ver a Fontana la víspera, pero la cobardía -no hay otro nombre para su sentimiento- le había impedido pedir a Rizzardi que se lo enseñara.
El hombre que entró en el despacho de Brunetti parecía un personaje que hubiera intentado salir de las páginas de la misma novela, sin conseguirlo: estatura mediana, complexión mediana, pelo castaño, ni claro ni oscuro y no muy abundante. Se paró en la puerta y, cuando Zucchero la cerró, dio un rápido paso al frente.
– ¿El comisario Brunetti? -preguntó.
Brunetti salió de detrás de la mesa y se adelantó para estrecharle la mano.
– Giorgio Fontana -dijo el hombre, dando la mano a Brunetti.
El apretón fue ligero y fugaz. Miró a Vianello y se acercó a él con la mano extendida. Vianello se la estrechó y dijo:
– Hemos hablado antes. Soy Vianello, el ayudante del comisario.
Vianello señaló la silla que estaba junto a la suya y la movió hacia un lado, de manera que Fontana pudiera verlos a ambos mientras hablaban. El inspector esperó a que el hombre se sentara antes de ocupar su propia silla. Brunetti volvió a su sitio, detrás de la mesa.
– Le agradezco que haya venido a hablar con nosotros, signor Fontana -empezó Brunetti-. Hemos iniciado la búsqueda de los familiares de su primo y usted es el primero con el que hemos podido contactar. -Brunetti quería dar a entender que la policía ya había encontrado otros nombres, y no era así. Obsequió a su visitante con una sonrisa que él pretendía hacer de gratitud y benevolencia, y añadió-: Nos ha ahorrado tiempo al venir a vernos.
Fontana asintió varias veces con rapidez y movió los labios en lo que podía ser una sonrisa.
– Lo siento, pero no hay nadie más. -Al observar sus expresiones, prosiguió-: Mi padre era el único hermano del padre de Araldo, y yo soy hijo único. O sea que no podrán encontrar a más parientes -terminó con una sonrisa muy pequeña.
– Entiendo -dijo Brunetti-. Gracias por advertirnos. -Fontana asintió y Brunetti añadió-: Le estaremos agradecidos por toda la ayuda que pueda prestarnos.
– ¿Qué clase de ayuda? -preguntó Fontana, casi como si temiera que pudieran pedirle dinero.
– Que nos hable de su primo, su vida, su trabajo, los amigos de los que tenga usted conocimiento. Todo lo que crea que puede tener importancia para nuestra investigación.
Fontana volvió a ofrecer su sonrisita nerviosa, miró a uno y otro, se miró los zapatos y, sin levantar la mirada, preguntó:
– ¿Saldrá en los periódicos?
Brunetti y Vianello intercambiaron una rápida mirada y Vianello apretó los labios en el gesto del que acaba de hacer un descubrimiento que puede resultar interesante.
– Todo lo que nos diga, signore -empezó Brunetti con su voz más oficial, la que usaba cuando le convenía aseverar algo que él sabía que no se ajustaba a la verdad-, será objeto de la más rigurosa reserva.
Sus seguridades no provocaron ni la menor señal de relajamiento en Fontana, y Brunetti empezó a sospechar que aquel hombre o no sabía relajarse o no era capaz de hacerlo delante de otra persona.
Fontana carraspeó y no dijo nada.
– Ya hablé con la tía de usted, pero, en este trance tan doloroso, me pareció una falta de delicadeza pedirle que me hablara de su hijo. -Sin esfuerzo, Brunetti transformó sus omisiones en realidad diciendo-: Esta tarde hemos citado a compañeros de trabajo. Y amigos.
– ¿Amigos? -preguntó Fontana, como si no estuviera seguro del significado de la palabra.
– Personas de su entorno laboral -explicó Brunetti.
– Oh -dijo Fontana desviando la mirada.
– ¿Cree que sería más apropiado llamarlos colegas, signore? -preguntó Vianello.
– Quizá -dijo Fontana al fin.
– ¿Hablaba su primo de las personas con las que trabajaba? -preguntó Brunetti y, como Fontana no respondiera, añadió-: Evidentemente, ignoro si había entre ustedes mucha relación.
– Bastante -fue toda la respuesta que obtuvo el comisario.
– ¿Hablaba con usted de su trabajo, signore? -preguntó Brunetti.
– No, no mucho.
– ¿Me permitirá que le pregunte de qué hablaban entonces? -preguntó Brunetti con su sonrisa pronta.
– Oh, de cosas, cosas de familia -fue la escueta respuesta.