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Brunetti miró a su amigo y preguntó:

– Supongo que estos aplazamientos favorecen, en cada caso, a una de las partes y que la jueza Coltellini está implicada en las demoras de un modo o de otro.

Brusca movió la cabeza de arriba abajo y señaló los papeles con la barbilla, como para alentar a un buen estudiante.

– Si eso significa que tengo que ver aquí algo más, supongo que también está implicada la persona que firmó estos papeles.

– Araldo Fontana -dijo Brusca-. Es ujier del Tribunale. Empezó a trabajar allí en 1975. Diez años después fue ascendido a ujier en jefe y ocupa el cargo desde entonces. Le toca jubilarse el 10 de abril de 2014.

– ¿De qué color lleva la ropa interior? -preguntó Brunetti, muy serio.

– Muy gracioso, muy gracioso, Guido.

– Está bien, olvídate de la ropa interior y háblame de él.

– En su calidad de ujier en jefe se encarga de que los documentos sean tramitados y entregados puntualmente.

– ¿«Tramitados y entregados»?

Brusca echó el cuerpo atrás, puso una pierna encima de la otra y levantó una mano en un ademán que indicaba movimiento.

– Todos los documentos relacionados con los casos se guardan en un depósito central. Cuando se necesitan durante la vista preliminar o el juicio, los ujieres se encargan de que sean entregados en el juzgado correspondiente, para que el juez pueda consultarlos. Terminada la sesión, los ujieres los devuelven al depósito central y los archivan hasta que en la siguiente sesión vuelven a ser presentados. Cuando se pronuncia el veredicto, todos los documentos del caso son trasladados a un depósito permanente.

– ¿Pero…?

– Pero, a veces, los documentos se traspapelan o no son entregados, y sin ellos el juez no tiene más remedio que aplazar la vista. Y, en vísperas de fiestas, el juez puede creer conveniente dejar pasar las fiestas. En cualquier caso, el juez debe consultar la agenda para buscar un hueco para la vista, lo que puede dar lugar a largos aplazamientos.

Brunetti asintió: así entendía él que funcionaban las cosas.

– Cuenta, cuenta -dijo-, porque escucharte es como auscultar a la diosa Rumor. ¿Qué ocurre en realidad?

Brusca esbozó una sonrisa, apenas un asomo. Era expresión menos de humor o diversión que de comprensión de lo que es la naturaleza humana en lugar de lo que a uno le gustaría que fuera.

– Antes de añadir algo acerca de lo que pueda estar pasando aquí, debo decirte una cosa. -Calló hasta asegurarse de que Brunetti le escuchaba atentamente, y prosiguió-: Fontana es un hombre de bien. Es una expresión anticuada, ya lo sé, pero él es anticuado. Casi como si fuera de la generación de nuestros padres: así lo ve la gente. Todos los días va al trabajo con americana y corbata, es laborioso, es amable con todo el mundo. En todos estos años nunca he oído ni una palabra contra él y, como tú ya sabes, si en la Commune se dice alguna palabra contra alguien, siempre llega a mis oídos. Antes o después, me entero de todo. Pero, nunca, ni una mala palabra sobre Fontana, sólo que es aburrido y tímido.

Brunetti, creyendo que Brusca había terminado, se creyó en la obligación de decir:

– Si es así, ¿por qué está su nombre en todos estos documentos? ¿Y por qué has creído necesario traérmelos? -Entonces se le ocurrió preguntar-: Y, sobre todo, ¿cómo han ido a parar a tus manos?

Brusca se miró las rodillas, miró a Brunetti, a la pared y otra vez a Brunetti.

– Me los dio una persona que trabaja en el Tribunale.

– ¿Con qué objeto?

Brusca se encogió de hombros.

– Quizá porque quería que la información trascendiera del Tribunale.

– Y es lo que ahora está ocurriendo -dijo Brunetti, pero no sonreía al decirlo. Y preguntó-: ¿Me dirás quién es?

Brusca movió la cabeza negativamente.

– Eso no importa. Y le prometí no decírselo a nadie.

– Comprendo -dijo Brunetti, y así era. Después de esperar en vano a que Brusca dijera algo más, añadió-: Explícame qué significa esto, o qué crees tú que significa.

– ¿Te refieres a las demoras?

– Sí.

Brunetti echó la silla atrás, cruzó las manos en la nuca y contempló el techo.

– En un divorcio hostil, en el que está en juego mucho dinero, favorecería a la parte más rica retrasar el proceso para poder traspasar u ocultar bienes. -Y, sin dar tiempo a Brunetti a preguntar, añadió-: Si el día de la vista los documentos se entregan en el juzgado erróneo, o no se entregan, el juez puede ordenar que se aplace la vista hasta disponer de todos los documentos.

– Me parece que empiezo a comprender -dijo Brunetti.

– Piensa en todos los juzgados en los que has estado, Guido, y en la cantidad de expedientes que se apilan junto a las paredes. Los ves en todos los juzgados.

– ¿No se pasa todo a los ordenadores? -preguntó Brunetti, recordando las circulares distribuidas por el Ministerio de Justicia.

– Todo se andará, Guido.

– ¿Lo que quiere decir…?

– Quiere decir que se tardarán años. Yo trabajo en Personal, y sé que esa tarea se ha asignado a dos personas. Les llevará años, décadas. Algunos de los expedientes que tienen que transcribir datan de los años cincuenta y sesenta.

– ¿Fontana es quien se encarga de que los documentos sean entregados?

– Sí.

– ¿Y la jueza? -preguntó Brunetti.

– Se dice que ella fue durante mucho tiempo la niña de sus tristes ojitos.

– ¡Pero si él no es más que un subalterno, por Dios! Y ella, una jueza veinte años más joven, por lo menos.

– Ah, Guido -dijo Brusca, inclinándose hacia adelante y golpeando la rodilla de Brunetti con un solo dedo-. No creí que tuvieras una mentalidad tan convencional, lastrada por prejuicios de clase y de edad. No piensas más que en amor, amor, amor. O sexo, sexo, sexo.

– ¿Y en qué debería pensar entonces? -preguntó Brunetti, haciendo un esfuerzo para mostrarse curioso, no ofendido.

– Por lo que se refiere a Fontana -admitió Brusca-, quizá sí que pudieras pensar en amor, amor, amor. Por lo menos, si nos atenemos a lo que he oído decir. Pero, en lo que atañe a Su Señoría, sería más acertado pensar en dinero, dinero, dinero. -Brusca suspiró y dijo con voz grave-: Pienso que a muchas personas les interesa más el dinero que el amor. O que el sexo.

Por atractiva que fuera la idea de ahondar en la tesis, a Brunetti le interesaba más obtener información, y preguntó:

– ¿Y una de esas personas es la jueza Coltellini?

Disipado definitivamente su aire festivo, Brusca dijo con gesto y tono sombríos:

– Viene de familia codiciosa, Guido. -Brusca hizo una pausa y agregó, como si revelara un misterio que acababa de resolver-: Es curioso. Pensamos que el amor a la música se hereda, o el don para la pintura. ¿Y por qué no va a heredarse la codicia? -Ante el silencio de Brunetti, preguntó-: ¿Nunca lo has pensado, Guido?

– Sí -respondió Brunetti. Y así era.

– Aja -se permitió exclamar Brusca, y entonces, abandonando lo general por lo particular, prosiguió-:

Su difunto abuelo era codicioso, y su padre lo es todavía. Ella ha heredado el carácter, podríamos decir que le viene de casta. Si su madre no hubiera muerto, yo diría que la jueza no se privaría de venderla si se presentaba la ocasión. -Subrayó sus palabras con un vigoroso gesto de asentimiento.

– ¿Tú has tenido algún problema con ella?

– Ninguno, en absoluto -dijo Brusca, visiblemente sorprendido por la pregunta-. Yo estoy siempre en mi despachito de la Commune, manteniendo al día los expedientes de los empleados: cuándo ingresan, cuánto ganan, cuándo se jubilan. Yo hago mi trabajo, y la gente viene a verme y me cuenta cosas. De vez en cuando, llamo por teléfono. Para poner en claro alguna duda. A veces me sorprenden las respuestas que dan, y entonces me cuentan algo más sobre el caso, o me cuentan otras cosas. Y a la gente no se le ocurre dejar de responder a mis preguntas porque, en el transcurso de los años, han llegado a convencerse de que mi cometido consiste en preguntarlo todo.