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Era un hombre, lo cual no tenía nada de particular. Ella dijo algo y él se paró y la miró. Intercambiaron unas palabras, al parecer poco agradables, y entonces él soltó el brazo de la mujer y agitó una mano, como para ahuyentarla. ¿Fue el movimiento de su muñeca, que acabó en un ángulo acusado, con los dedos apuntando hacia abajo, lo que abrió los ojos a Vianello? ¿Fue el brusco giro de la mano en un gesto inconsciente de arrebatada parodia de cólera?

– «Mi marido es director de banco» -dijo Vianello.

El sol caía a plomo sobre ellos, clavándolos al suelo, y ahora volvían a sentir su peso. Brunetti miró el reloj en el momento en que las campanadas de alguna otra iglesia resonaban sobre ellos y sobre toda la ciudad. Sorprendido, Brunetti levantó la mirada hacia el campanario de la Madonna dell'Orto y vio que las campanas colgaban inmóviles, sin vida.

– Las campanas no doblan -dijo con asombro.

29

Tal como Brunetti preveía, y temía, Patta se mostró contrario a autorizar que se interrogara al signor y la signora Fulgoni -por separado- acerca de sus movimientos de la noche del asesinato de Fontana. También señaló que no se podía obligar a una persona a dar una muestra de ADN para «fines de eliminación de hipótesis», ni para ningún otro propósito.

Brunetti aún hacía una mueca de dolor al recordar la respuesta de Patta a su explicación de por qué quería interrogar a los Fulgoni.

«¿Pretende usted que yo ponga en peligro mi posición porque "piensa" que él puede ser gay? -A pesar de que el vicequestore no era amigo de los homosexuales, la fuerza de su cólera lo había levantado del sillón y proyectado hacia adelante hasta la mitad de la mesa-. Ese hombre es director de banco. ¿Tiene usted idea de los problemas que eso podría acarrear?»

Éstos eran los resortes que movían a Patta. No menos caprichosos que los que movían las campanas de la Madonna dell'Orto, que habían dejado de funcionar hacía dos semanas. Brunetti habló con el párroco y éste le explicó que, durante las vacaciones, era imposible encontrar quien las reparara, de manera que las campanas ya no sonaban al paso de las horas ni al paso de las vidas.

A Brunetti ya no sólo le movía la curiosidad de por qué uno de los Fulgoni había mentido al decir que había oído dar las doce en aquel reloj, ahora empezaba a intrigarle la personalidad del otro. Los bancos tienen que ser como cualquier empresa, se decía. Sólo se distinguen en que su producto es dinero, no lápices ni herramientas de jardinería. Esta similitud hacía suponer que los empleados también cotilleaban y que la reputación de los jefes estaba coloreada -si no totalmente fabricada- por su cotilleo. Toda la questura sabía que la signorina Elettra -por razones que ella no había explicado del todo y que nadie había podido dilucidar- había dejado su empleo en la Banca d'Italia para trabajar en la questura, circunstancia que indujo a Brunetti a pedirle que indagara entre sus antiguas amistades del ramo qué rumores circulaban acerca del director Lucio Fulgoni.

La misma tarde del día en que Brunetti le hizo el encargo, la signorina Elettra subió al despacho del comisario. Él le indicó una silla.

– ¿Es que ya tiene algo, signorina? -preguntó.

– Me temo que no mucho y nada concreto -dijo ella sentándose frente a la mesa.

– ¿Qué es?

– Habladurías. -Él no preguntó qué clase de habladurías. Aunque se tratara de un director de banco, los cotilleos tenían que referirse a su vida sexual. Ella prosiguió-: Los rumores, según me han dicho dos personas, atañen a sus preferencias en materia de sexo. -Sin darle tiempo a comentar, añadió-: Esas dos personas afirman que han oído decir que es gay, pero que nadie puede asegurarlo. -Se encogió de hombros, como para indicar que era una situación corriente.

– Entonces, ¿por qué habla la gente? -preguntó Brunetti.

– La gente siempre habla -respondió ella inmediatamente-. Un hombre no tiene más que comportarse de cierta manera o hacer cierto comentario para que la gente empiece a hablar. Y, cuando empieza, ya no para. -Lo miró y se encogió de hombros ligeramente-. Se aduce como prueba la falta de hijos.

Brunetti cerró los ojos un momento y preguntó:

– ¿Se ha insinuado a alguien del banco?

– No. Nunca. Por lo menos, que sepan mis amigos. -Pensó un momento y añadió-: Si hubiera ocurrido algo, se sabría. No sabe usted bien lo chismosos que son los empleados bancarios.

Brunetti juntó las yemas de los dedos y se oprimió los labios con ellas.

– ¿Y la esposa? -preguntó.

– Rica, ambiciosa y antipática.

Brunetti decidió reservarse la observación de que lo mismo podía decirse de las esposas de muchos de los hombres a los que él trataba.

– Si escuchas a la gente, tienes la impresión de que el tercer calificativo prevalecería sobre los otros dos.

– ¿Usted la conoce? -preguntó Brunetti.

Ella movió la cabeza negativamente.

– Pero usted sí.

– En efecto, y comprendo que no despierte simpatías.

La signorina Elettra asintió y renunció a pedir una explicación.

– Quizá hayamos preguntado a las personas menos adecuadas -dijo finalmente Brunetti, cediendo a la tentación que había estado rondándole desde su conversación con Patta.

– ¿A quién deberíamos preguntar, a chaperos en lugar de banqueros?

– No. Tendríamos que preguntarles a ellos directamente. -Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba harto de sondear, espiar y de tratar con informadores. Había que preguntarles a ellos directamente y acabar de una vez.

Brunetti, en penitencia por contravenir la expresa prohibición de Patta de interrogar a los Fulgoni, se sometió al castigo del sol y fue al apartamento del matrimonio andando. Al pasar por delante del relieve del moro que conduce su camello, sintió la tentación de consultarle sobre la mejor manera de abordar a los Fulgoni; pero el moro, desde hacía siglos, no pensaba sino en sacar a su animal de la pared de aquel palazzo de Venecia y llevarlo a su tierra de Oriente, y Brunetti contuvo el impulso.

El comisario se anunció a la signora Fulgoni, que le abrió la puerta sin preguntas ni protestas. Antes de dirigirse hacia la escalera, Brunetti describió un semicírculo por el patio: ya habían limpiado la silueta de tiza del cuerpo de Fontana, sólo quedaba un reguero grisáceo que terminaba en los pequeños desagües centrales. La cinta de la policía había desaparecido, pero los trasteros seguían cerrados por pesados candados.

Lo mismo que en la anterior visita del comisario, la signora Fulgoni esperaba en la puerta del apartamento y tampoco esta vez estrechó la mano que él le tendía. Al verla tan repeinada, con su figura de cariátide y sus labios color de rosa, Brunetti se preguntó si habría descubierto la manera de mantenerse envasada al vacío durante días. La siguió por el pasillo hasta la misma salita, que le dio la misma impresión de estar montada más para exposición que para uso.

– Signora -empezó cuando estuvieron sentados frente a frente-. Debo hacerle varias preguntas sobre la noche de la muerte del signor Fontana. No estoy seguro de que hayamos entendido todo lo que usted nos dijo. -No desperdició una sonrisa después de esta introducción.

La mujer parecía sorprendida, casi ofendida. ¿Cómo podía un simple policía no haber entendido lo que había dicho ella? ¿Y cómo podía alguien, cualquiera que fuera su rango, cuestionar la exactitud de sus declaraciones? Pero no preguntó, prefirió esperar acontecimientos.