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En el fondo del banco, estaban dos mesas, una a cada lado de una puerta, como si fueran soportes de libros, y la puerta, un incunable. Delante de una de las mesas los esperaba una segunda joven. La otra mesa estaba desocupada.

La primera mujer dijo, alzando una mano en dirección a Brunetti:

– Es el policía.

Brunetti contuvo el impulso de rugir y agitar las manos delante de sus caras, pero recordó que, en la tierra en la que el dinero es dios, los policías no entran en sus templos. En lugar de rugir, sonrió afablemente a la segunda joven, que se volvió y abrió la puerta central sin llamar. Imposible pillar desprevenido al dottor Fulgoni.

El hombre ya venía al encuentro de Brunetti. Vestía sobrio traje gris oscuro, con corbata color castaño de dibujo discreto. Color castaño era también el pañuelo que asomaba del bolsillo del pecho. Mientras el hombre se acercaba, Brunetti buscaba en él señales de afemina-miento como las que había observado en el funeral, sin encontrarlas.

Paso firme, pelo bien cortado, facciones regulares, cejas puntiagudas…

– Disculpe, comisario, no me han dado su nombre -dijo Fulgoni con una voz grave y sedante. Estrechó la mano de Brunetti y lo condujo a un sofá situado a un lado.

Brunetti se presentó mientras cruzaban el despacho y eligió el sillón de piel que hacía frente al sofá, en el que se sentó Fulgoni.

– ¿Puedo ofrecerle alguna cosa, comisario? -preguntó. Tenía una voz atractiva, muy musical y hablaba un italiano exento del acento y la cadencia del Véneto.

– Gracias, dottore -dijo Brunetti-. Si acaso, después.

Fulgoni sonrió y dio las gracias a la joven, que salió del despacho.

– Mi esposa me ha llamado para hablarme de su visita -empezó Fulgoni, sorprendiendo a Brunetti con su franqueza-. Dice que había cierta confusión sobre la hora en que llegamos a casa la noche en que mataron al signor Fontana.

– Sí -dijo Brunetti-. Entre otras cosas.

Fulgoni no manifestó sorpresa.

– Supongo que mi esposa habrá dejado claro a qué hora llegamos.

– Sí, y me ha hablado de su jersey y de que usted salió a buscarlo -dijo Brunetti.

Fulgoni no respondió enseguida sino que se tomó tiempo para estudiar la cara de Brunetti y dejar que éste estudiara la suya. Finalmente, dijo:

– Ah, sí. El jersey. -La manera en que Fulgoni pronunció la última palabra indicó a Brunetti que la prenda tenía un gran significado para él, pero no cuál pudiera ser éste.

– Su esposa ha dicho que, al volver de su paseo, usted se dio cuenta de que había perdido un jersey verde. También me ha dicho que la prenda es muy importante para usted, creo que ha usado la palabra «talismán» al referirse a ella, y que salió a buscarlo.

– ¿Le ha dicho si lo encontré?

– Sí, y que usted le dijo que lo llevaba consigo al volver.

– ¿Y después?

– Y después me ha dicho que se durmió.

– ¿Le ha dicho cuánto tiempo estuve fuera buscando el jersey?

– Una media hora, pero no estaba segura.

– Ya -dijo Fulgoni. Se echó hacia atrás, irguiendo el tronco. Sostuvo la mirada de Brunetti un momento y luego se puso a contemplar la pared del fondo. Brunetti no interrumpió sus reflexiones ni se revolvió en el sillón. Transcurrió un minuto antes de que Fulgoni dijera-: Me ha dicho mi esposa que ustedes, la policía, encontraron huellas mías y del signor Fontana en el patio. En el mismo sitio del patio, para ser exactos.

– Cierto.

– ¿Qué huellas? -preguntó, carraspeó y añadió-: ¿Y dónde?

Brunetti, cogido en renuncio, no respondió enseguida. Fulgoni le lanzó una mirada y volvió la cara, y Brunetti decidió arriesgarse:

– Creo que usted ya conoce la respuesta a esas dos preguntas, dottore.

Sólo un hombre que tuviera el hábito de la honradez o que fuera tan ingenuo como para dejarse engañar por el aplomo de Brunetti se habría dado por satisfecho con esta respuesta.

– Ah. -De los labios de Fulgoni escapó un largo suspiro, el sonido que hace un nadador cuando sale de la piscina después de la carrera-. ¿Querría usted repetir lo que le ha dicho mi mujer? -preguntó, esforzándose por mantener serena la voz.

– Que ustedes salieron a dar un paseo para escapar del calor del apartamento y que, al volver, usted se dio cuenta de que se le había caído el jersey, que salió a buscarlo y que volvió con él al cabo de media hora.

– Entendido -dijo Fulgoni. Mirando a Brunetti a los ojos, preguntó-: ¿Y usted piensa que también tuve tiempo de matar a Fontana? ¿De golpearle la cabeza contra la estatua?

Brunetti dijo, escuetamente:

– Sí. -Y luego añadió-: Tuvo tiempo.

– ¿Pero eso no significa que yo lo hiciera? -preguntó Fulgoni.

– Mientras no aparezca un móvil, no tiene sentido que usted lo matara -respondió Brunetti.

– Desde luego -convino Fulgoni-. Y es muy sporting, como dirían los ingleses, muy «deportivo» de su parte decírmelo.

Sorprendió a Brunetti, más que el empleo de la palabra por Fulgoni, el talante que revelaba.

– ¿Esas huellas que dice usted que encontraron podrían aportar un motivo? -preguntó Fulgoni.

– Podrían, sí -respondió Brunetti, consciente de la expresión «dice usted que encontraron».

Fulgoni se puso en pie bruscamente, para sorpresa de Brunetti.

– Creo que preferiría salir del banco, comisario.

Brunetti se levantó, pero guardó silencio.

– ¿Quiere que vayamos a mi casa a echar una ojeada? -propuso Fulgoni.

– Si usted cree que eso ha de servir para aclarar las cosas -respondió Brunetti, aunque en realidad no tenía ni idea de lo que quería decir con ello.

Fulgoni no contestó pero alargó la mano hacia el teléfono y pidió que llamaran a un taxi.

Los dos hombres iban de pie en la cubierta del taxi que los llevaba Gran Canal arriba. Pasaron bajo el puente de Rialto. El día era soleado, pero a ras de agua la brisa impedía sentir el calor. Los dos callaban. Brunetti sabía por experiencia que a la mayoría de las personas la tensión les hace hablar, y la tensión de Fulgoni era evidente por cómo le blanqueaban los nudillos al agarrarse a la borda del taxi. Pero la cólera hace enmudecer a muchos, que concentran la energía en rememorar su pasado, buscando, quizá, el lugar o el momento en que las cosas se torcieron, se les fueron de las manos.

El taxi los dejó en el mismo sitio en el que había parado Foa el día en que se descubrió el cadáver. Fulgoni pagó al conductor añadiendo una generosa propina y saltó a la orilla. Se volvió para ver si Brunetti necesitaba ayuda, pero el comisario ya estaba en tierra. Sin hablar, bajaron por la ribera y cruzaron el puente. Frente al portone, Brunetti esperó mientras Fulgoni sacaba las llaves y abría.

Fulgoni se dirigió al trastero en el que estaban las jaulas y se paró frente a la cadena y el candado.

– ¿Supongo que fue ahí dentro donde encontraron esas huellas? -preguntó señalando al interior.

Brunetti había tenido la previsión de sacar del almacén de pruebas las llaves de los candados, y fue pro-bandolas hasta encontrar la que correspondía a aquél, lo sacó, retiró la cadena y abrió la puerta. Faltaba poco para mediodía; el sol, casi en el cénit, no entraba en el trastero. Fulgoni, que estaba a la derecha de la puerta, extendió el brazo y accionó el interruptor de la luz.

Entró y fue directamente hacia las cajas apiladas al lado de las jaulas. Brunetti le vio leer las etiquetas, que él no podía distinguir porque el cuerpo del otro hombre se lo impedía. Al fin, Fulgoni extendió los brazos y tiró de una de las cajas de abajo, provocando una pequeña avalancha al bajar a llenar el hueco las que estaban encima. Fulgoni puso la caja en una mesita redonda llena de arañazos que Brunetti no había visto hasta aquel momento, levantó con la uña la cinta adhesiva, seca y rebelde, que sellaba la caja y la arrancó de un tirón. Volviéndose hacia Brunetti, dijo: