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– ¿Y aquella noche?

– Araldo salió el primero y estaba cruzando el patio cuando oí la voz de mi mujer. Aquí dentro la luz estaba apagada, y pensé que, si no me movía, no pasaría nada.

Y que sería la última vez. Siempre he querido dejarlo -dijo con tristeza-. Pero sabía que no podría. -Fulgoni volvió a enjugarse la cara, y Brunetti iba a proponer que salieran al patio cuando el otro prosiguió-: Así que me quedé aquí y les oí discutir. Nunca la había oído hablar de aquel modo, tan fuera de sí. -Fulgoni se volvió y se puso a enderezar las jaulas que, al encajar, despedían polvo y él volvió a toser-. Entonces oí un ruido -prosiguió-, no una voz, un ruido, y luego otros, y una voz, pero sólo un momento, y más ruidos.

Y ya nada más. -Fulgoni señaló el sofá-: Yo estaba echado ahí, con el pantalón en los tobillos, y me llevó tiempo salir a ver lo que había pasado. -Entonces, forzando la voz, dijo-: No; no es eso. La verdad es que me daba miedo pensar en lo que encontraría.

»Oí pasos que subían la escalera, pero seguí esperando. Cuando por fin llegué a la puerta…, ahí -dijo señalando la verja que aún los separaba del patio-, la luz de fuera estaba encendida y lo vi a él en el suelo. Pero la luz funciona con temporizador y entonces se apagó. Tenía que volver atrás para accionar el interruptor, y crucé el patio a oscuras, sabiendo que él estaba allí, en el suelo. -Calló durante lo que pareció mucho tiempo-. Entonces vi lo que ella había hecho. Al bajar, debió de ver el jersey en la barandilla y comprendió que yo estaba aquí. Y entonces vio salir a Araldo, y fue…

– ¿Y el jersey?

– Estaba en el suelo, al lado de él. Ella debía de tenerlo en la mano cuando… -Parecía que Fulgoni iba a vomitar, pero se rehízo y prosiguió-: Saqué el pañuelo. Me figuraba lo que podría ocurrir. No quería que le pasara nada a ella. -Entonces, como el que descubre en sí mismo honradez, o valor, añadió-: Ni a mí. -Aspiró profundamente dos veces después de decir esto y agregó-: Me envolví la mano con el pañuelo, cogí el jersey y lo metí en la jaula agitándola para que quedara plano.

– ¿Y qué hizo después, signore? -preguntó Brunetti.

– Cerré el trastero y subí a acostarme.

30

Paola, que carecía de la legitimación que otorga la posesión del permiso de conducir, pero contaba con la impunidad que confiere un marido comisario de policía, bajó el coche hasta la estación de Malíes para recoger a Brunetti, con peligro no ya de su propia vida sino también de la de sus hijos. Desde la estación fueron directamente a La Posta de Glorenza, donde los chicos demostraron que habían pasado la mayor parte del día andando por la montaña, al devorar una fuente de speck del tamaño de una bañera, tagliatelle con finferli tierno y strudel de albaricoque con vainilla.

Raffi y Chiara estaban comatosos cuando llegaron a la granja y hubo que azuzarlos para que salieran del coche y entraran en casa, donde desaparecieron hacia sus habitaciones, aunque no sin que antes Chiara se abrazara al cuello de su padre y murmurara lo contenta que estaba de tenerlo allí.

Poco después, tumbado delante de la chimenea, Brunetti degustaba una copita de schnapps de albaricoque mientras Paola iba en busca de jerséis. Al volver, ella echó uno a Brunetti sobre los hombros, pero él insistió en levantarse para ponérselo.

– Cuenta -dijo ella sentándose a su lado.

Él empezó a hablar. Su copa estuvo intacta mientras él describía los sucesos de la mañana, el funeral de la signorina Montini, al que asistió con Vianello y el doctor Rizzardi, además de dos o tres personas que habían trabajado con ella en el laboratorio.

Paola no preguntaba, dejaba que la fuerza de los hechos dictara la secuencia del relato.

– Se ha celebrado en San Polo, aunque ella iba a los Frari, pero el párroco de allí se negó a decir misa por ella. -Se volvió apoyándose en el brazo del sofá, para verla mejor-. Ha sido deprimente. Nosotros enviamos flores, pero la iglesia estaba casi vacía. El cura ha mirado el reloj dos veces durante la misa y después rezaba más aprisa. -Y Brunetti, sentado en la iglesia, acalorado y exhausto tras una noche en vela, no podía evitar que su pensamiento volviera al día en que, hacía menos de dos semanas, él estaba en el campo próximo a la iglesia, esperando a que la tía de Vianello saliera de la casa de esta mujer. Veía el sencillo ataúd, las tres coronas, olía el incienso-. Por lo menos, ha sido corto -dijo a Paola-. Luego la han llevado a San Michele.

– ¿Y tú has venido aquí?

Brunetti titubeó un momento y dijo:

– Antes he hecho un favor a Vianello.

– ¿Qué?

– He hablado con su tía.

Paola se sorprendió:

– Creí que se había ido dos semanas con su hijo.

Brunetti se levantó y echó un tronco al fuego, lo empujó con el extremo de otro y volvió al sofá.

– ¿Por qué nos gusta tanto el fuego de la chimenea? -preguntó.

– Por atavismo. No podemos evitarlo. Las cavernas. Los mamuts. Cuéntame eso de la tía de Vianello -dijo Paola, olvidando la copa que tenía en la mano.

– El primo llamó a Vianello la noche antes y le dijo que ella había vuelto a Venecia. Así pues, tras el funeral hemos ido a verla.

– Por si no tenías bastante con el funeral, ¿eh? -dijo ella dándole una palmada en la rodilla.

– En realidad, esto ha sido mejor -dijo Brunetti. Lorenzo le había hablado de mí, ella ya sabía quién soy. Y me parece que me miraba con confianza. Por muy enfadada que estuviera con su hijo y con él, me ha escuchado.

– ¿Qué le has dicho?

– Todo lo que habíamos averiguado de Gorini. Le he llevado los informes de la policía.

– ¿Violando la ley sobre el derecho a la intimidad? -preguntó ella.

– Supongo.

– Bien. ¿Y ella qué ha dicho?

– Los ha leído todos. Me ha hecho varias preguntas: qué hacían los distintos cuerpos de la policía y si los documentos tenían credibilidad.

– ¿Y tú le has respondido?

– Sí.

– ¿Dónde estaba Vianello mientras tanto?

– Sentado en una silla, tratando de hacerse invisible.

– ¿Ella te ha creído?

– Al final, no ha tenido más remedio -dijo Brunetti. La enérgica mujer que tan recientemente el comisario estuvo siguiendo por Via Garibaldi se había sentado entre él y Vianello, con ojos llorosos, tensa y silenciosa, y su mano arrugada oprimía los papeles como si así pudiera extraerles la verdad.

– ¿Qué ha pasado después?

– Le ha llevado un tiempo, pero al final nos lo ha contado -dijo Brunetti, sin decir cómo la anciana había dejado caer al suelo los papeles mientras buscaba un pañuelo para enjugarse las mejillas y los ojos-. Nos ha dicho que, cuando los análisis indicaron que su marido tenía un principio de diabetes, ella empezó a comprar las hierbas. -Él destapó la botella y echó más schnapps en su copa y volvió a taparla, golpeando el corcho con la palma de la mano-. Entonces ha dicho a Vianello que había sido una tonta -dijo él pronunciando la palabra con ligereza- y que quería llamar a su hijo para pedirle perdón.

– ¿Y qué ha hecho Vianello?

– Decirle que se tranquilizara y que él la llevaría junto a su familia para que acabara de pasar las vacaciones.

– ¿Y tú?

– Yo he subido al tren para venir aquí -dijo él, sin mencionar la irritación que había sentido ante lo que sospechaba era histrionismo de la tía de Vianello. En el ejercicio de su profesión, Brunetti había visto muchas lágrimas oportunas como para no desconfiar de su sinceridad.

– ¿Y Gorini? -preguntó Paola.

Él se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Ha desaparecido. Fuimos a casa de Montini después de su muerte y no había ni rastro de él. Nada. -Hizo girar el licor en la copa, pero no bebió.