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Después de una pausa, Brusca contestó:

– Quizá esperaba que tú pudieras hacer algo. -Y, en un tono que, según pareció a Brunetti, él trataba de hacer desenfadado, añadió-: Además, siempre da gusto causar problemas a esa gente.

– Veré qué puedo hacer -dijo Brunetti, consciente de que la posibilidad era remota.

Brusca se despidió rápidamente y cortó.

Brunetti apoyó el codo izquierdo en la mesa y se frotó el labio inferior con la uña del pulgar. Sentía la humedad de la camisa en las axilas y en la espalda. Se acercó a la ventana y miró el agua del canal, negra a la cruda luz del día. Campo San Lorenzo se cocía al sol, desierto; no se veía ni a los gatos residentes en la comunidad del andamio levantado ante la fachada de la iglesia. Brunetti se preguntó si también ellos se habrían ido de vacaciones.

Brunetti se permitió fantasear sobre vacaciones para gatos en el campo o en la playa, sufragadas por la cooperativa de los amigos de los animales. Él detestaba a los «animalisti» porque defendían a las abominables palomas, vehículo de infecciones, y porque habían hecho una redada de todos los gatos callejeros de la ciudad, para regocijo de la creciente población de ratas. A propósito de animales, añadió a su lista de indeseables a los que no limpiaban lo que ensuciaba su perro; si de él dependiera, tras la multa que les impondría no les quedarían ganas de…

– ¿Comisario?

La voz cortó su especulación acerca de la cuantía de la multa y del sistema que diseñaría para recaudarla.

– ¿Sí, signorina? -dijo volviéndose hacia la puerta-. ¿Qué hay?

– Ahora mismo he entrado en la oficina de los agentes y he visto a Vianello. Estaba al teléfono y tenía muy mal aspecto.

– ¿Está enfermo? -preguntó Brunetti, pensando en los trastornos repentinos causados por el calor.

La signorina Elettra avanzó unos pasos.

– No lo sé, comisario, creo que no. Más parecía preocupado o asustado, y procuraba que no se le notara.

Brunetti estaba acostumbrado a verla siempre impecable, pero hoy observó con asombro que hasta parecía fresca y, en lugar de preguntar por Vianello, espetó:

– ¿Es que usted no tiene calor?

– ¿Cómo dice, comisario?

– Calor. La temperatura. Este calor que hace. ¿No siente el calor? -No faltaba sino que le dibujara un sol, para más énfasis.

– No; no mucho. Estamos sólo a treinta grados.

– ¿Y eso no es calor?

– Para mí no, señor.

– ¿Por qué?

La vio dudar sobre qué decirle. Finalmente, respondió:

– Me crié en Sicilia, comisario. Supongo que mi cuerpo se aclimató. O mi termostato se programó. O algo por el estilo.

– ¿En Sicilia?

– Sí, señor.

– ¿Y eso?

– Oh, mi padre trabajó allí varios años -dijo ella con desinterés, dando a entender a Brunetti que también él debía desinteresarse o, por lo menos, simularlo.

Obedeciendo la sugerencia, Brunetti dejó de indagar en el tema y preguntó:

– ¿Tiene idea de con quién hablaba?

– No, señor; pero se tuteaban. Y él escuchaba más que hablaba.

Brunetti se levantó. Reunió los papeles que ella le había subido aquella mañana y dijo:

– Voy a enseñarle todo esto. Ahora se lo bajaré. -Esperó a que ella se marchara, para evitar que Vianello los viera bajar juntos y pensara que ella le había venido con recaditos.

Ella sonrió antes de volverse hacia la puerta.

– Él no me ha visto, comisario -dijo, y salió. Cuando él llegó a la puerta del despacho, la joven ya había desaparecido por el recodo de la escalera.

Brunetti bajó lentamente. Al entrar en la oficina de los agentes, vio a Vianello sentado a su mesa, todavía al teléfono. El inspector estaba vuelto a medias hacia el otro lado, pero Brunetti enseguida comprendió lo que había querido decir la signorina Elettra. Vianello estaba inclinado hacia adelante y, con la mano libre, hacía rodar un lápiz sobre la mesa adelante y atrás. Desde aquella distancia, a Brunetti le pareció que tenía los ojos cerrados.

El inspector hacía rodar el lápiz sobre la mesa una y otra vez, sin hablar. Brunetti le vio apretar los labios y luego relajarlos. El lápiz no paraba. Finalmente, Vianello apartó el auricular, muy despacio, con esfuerzo, como si hubiera un campo magnético entre el aparato y el oído. Lo tuvo ante sí durante diez segundos por lo menos, y Brunetti pudo oír la voz que llegaba por el hilo: femenina, cascada, quejumbrosa. Vianello abrió los ojos y contempló la mesa. Luego, lentamente, con ternura, como si su mano sostuviera a la persona que seguía hablando, colgó el aparato.

El inspector estuvo un rato mirando el teléfono. Sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente, y después, lentamente, por toda la cara. Lo guardó en el bolsillo y se levantó. Cuando se volvió hacia la puerta, Brunetti ya había borrado de su cara toda emoción y empezaba a avanzar hacia su ayudante con los papeles en la mano.

Antes de que Brunetti pudiera referirse a los papeles o decir que quería hablar con él, Vianello dijo:

– Bajemos al puente. Necesito un trago.

Brunetti dobló los papeles pero, como no llevaba la chaqueta, no sabía dónde guardarlos. Finalmente, los dobló otra vez y los metió en el bolsillo de atrás del pantalón.

Juntos bajaron la escalera y salieron al muelle de la questura. Las gafas de sol de Brunetti se habían quedado en el despacho, en el bolsillo de la chaqueta, y ahora tuvo que levantar la mano para protegerse los ojos del reverbero.

– Algo así debe de ser el estar en una rueda de reconocimiento -dijo. Parpadeó hasta que los ojos se acostumbraron a la luz, y entonces, sin bajar la mano, echó a andar hacia el bar.

Bambola estaba detrás del mostrador, con una chilaba tan fresca como un documento recién salido del sobre.

Eran más de las once, y los dos hombres pidieron un spritz. Vianello dijo a Bambola que los sirviera en vasos de agua, con mucho hielo. Cuando las bebidas estuvieron preparadas, Vianello las llevó a la mesa más alejada de la puerta. Estaba en un rincón mal ventilado, pero a Brunetti ya le daba iguaclass="underline" no era posible tener más calor del que tenía y aquí, por lo menos, podrían hablar tranquilamente.

Cuando estuvieron sentados frente a frente, Brunetti decidió dejarse de disimulos y preguntó:

– ¿Era tu tía quien estaba al teléfono?

Vianello tomó un sorbo, luego un trago más largo y dejó el empañado vaso en la mesa.

– Sí.

– Parecías preocupado -apuntó Brunetti.

– Lo estoy, supongo -dijo Vianello, asiendo el vaso con ambas manos, en un ademán más frecuente con bebidas calientes-. Y también furioso.

– ¿Por qué?

– Porque no puedo gritarle, que es lo que deseo hacer. Es una reacción normal, con una persona que hace esas cosas. Miró a Brunetti y enseguida desvió la mirada.

– ¿Cuando una persona hace qué cosas? -preguntó Brunetti.

Sus miradas se cruzaron, pero Vianello rápidamente volvió a contemplar el vaso y dijo:

– Disparates. Cuando la gente pierde el juicio. -Levantó el vaso con las dos manos y volvió a dejarlo en la mesa. Repitió el movimiento varias veces, formando una serie de aros que luego borró pasando el vaso por encima.

– ¿Qué ha hecho?

– Todavía nada. Pero lo hará. Ya te he dicho que la zia Anita tiene mucho carácter y, cuando decide hacer una cosa, no hay quien la haga cambiar de idea.

– ¿Qué ha decidido hacer? -preguntó Brunetti, tomando, finalmente, un sorbo de su bebida. Ya estaba tan aguada que casi no sabía a nada, pero aún seguía fría y la bebió.

– Quiere vender el negocio.

– Creí que era de tu tío.

– Y lo era. Era de él, sí, y ahora es de sus hijos. Pero está a nombre de ella. Cuando mi tío compró el edificio en el que instaló el taller y las oficinas, su gestor le aconsejó que lo pusiera a nombre de su mujer, porque se ahorraría impuestos. Más adelante, podrían cederlo a los hijos. -Vianello suspiró y movió la cabeza.