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– Pero su familia tiene derecho a saber lo que hace con él.

– Sí, eso creo. No me gusta decir esto, pero me parece que así es. Y no es porque el dinero sea de ellos. Nada de eso. El dinero es de ella. Pero me parece que, si se niega a dar explicaciones, debe de ser porque comprende que no debería hacer con él lo que hace, sea lo que sea.

Brunetti asintió.

– ¿Qué harán tus primos?

Vianello miró la mesa y abrió las manos con las palmas hacia arriba.

– Seguirla.

– ¿Qué dices?

Vianello levantó la mirada y, sin pizca de humor, dijo:

– Me parece que han visto demasiada televisión o qué sé yo. Han hablado con el director del banco. Él conoce a la familia desde hace treinta años. Siempre ha llevado sus asuntos.

Vianello calló y se miró las manos como si uno de los dedos fuera el director del banco y él quisiera adivinar lo que iba a hacer.

– ¿Qué le dijeron?

– Le hablaron del dinero que ella retira y de que no quiere decirles lo que hace con él.

– ¿Y?

– Él dijo que la próxima vez que ella vaya a retirar dinero, él llamará a Loredano y que procurará retenerla en el banco todo lo posible.

– ¿Hasta que llegue alguien de la familia, para ver adonde va? -preguntó Brunetti sin poder disimular el asombro-. ¿Policías y ladrones?

Vianello movió la cabeza, sin dejar de mirarse los dedos.

– Ojalá fuera tan fácil.

– No es fácil -dijo Brunetti-. Es demencial.

– Eso pienso yo también. Y así se lo dije.

– ¿Y qué?

– Pues que quieren que lo haga yo.

Brunetti no encontraba las palabras. Miraba a su amigo, que seguía contemplándose las palmas de las manos. Al fin concluyó:

– Más demencial todavía.

– Eso les dije.

– Lorenzo -dijo Brunetti finalmente-. No me gusta tener que ir sacándote las palabras una a una. Dime qué piensas hacer.

– He estado pensando mientras la oía hablar. Buscando la manera de averiguar lo que hace, y la única idea que se me ocurre requiere tu intervención. En cierto modo.

– ¿Qué modo?

– Necesito que me des tu permiso.

– ¿Para qué?

– Para pedir a algunos de los hombres que me ayuden.

– ¿A seguir a tu tía?

– Sí. Me parece que Pucetti lo haría si yo se lo pidiera. -Vianello miró a Brunetti con la cara tensa-. Si lo hacen en su tiempo libre, cuando no estén de servicio, no sería ilegal, en realidad.

– Estarían dando un paseo por la ciudad, sin meterse con nadie -dijo Brunetti secamente-. Yendo casualmente en la misma dirección que la viejecita que lleva todo ese dinero en el bolso. -Brunetti sintió una oleada de indignación. ¿A esto había quedado reducida la policía?

– Guido -empezó Vianello con voz átona-, soy consciente de lo anómalo del procedimiento, pero es la única manera de averiguar lo que hace con el dinero.

– ¿Y si os ha mentido y resulta que en realidad va al Casino a jugarlo en las tragaperras? -inquirió Brunetti.

Para sorpresa del comisario, Vianello tomó en serio la pregunta.

– Entonces podríamos hacer que le negaran la entrada.

Brunetti, que había hablado en broma, cambió de tono al preguntar:

– ¿Y si entra en algún sitio y sale sin el dinero? ¿Tú y tus primos entráis, sacudís al que lo tenga y se lo quitáis?

– No -dijo Vianello serenamente-. Podríamos averiguar si a ese sitio van otras viejecitas con mucho dinero en el bolso. -Dicho esto, volvió a centrar la atención en sus manos abiertas ante sí.

La sorpresa impidió a Brunetti responder inmediatamente, y cuando al fin habló sólo supo decir:

– Bien, bien, bien. -Y después-: ¿Eso piensas?

– No sé lo que pienso -respondió Vianello-. Pero mi tía no es tonta, por lo que quienquiera que la haya convencido para que le dé dinero…, si eso es lo que ocurre, y no que se lo esté jugando en las tragaperras…, tampoco es tonto, por lo que parece lógico pensar que no es ella la única víctima.

Brunetti se levantó y fue al mostrador en busca de otros dos vasos de agua mineral que llevó a la mesa y volvió a sentarse en el banco.

– Existe una manera de hacer eso oficialmente.

– ¿Cuál es?

– ¿No está Scarpa encargado de las clases de entrenamiento de nuevos agentes?

– Sí, pero no veo…

– Y una de las cosas que deben aprender los no venecianos es cómo seguir a alguien por la ciudad.

Vianello atrapó el testigo impecablemente y continuó la carrera.

– Y Scarpa, no siendo veneciano, no puede enseñárselo.

– Por lo que ha de dejar que lo hagan los venecianos -concluyó Brunetti.

Vianello levantó el vaso hacia Brunetti.

– Ya sé que no se debe brindar con agua, pero… -Bebió y dejó el vaso en la mesa-. Por lo tanto, lo único que hemos de hacer -prosiguió, y a Brunetti le agradó la naturalidad con la que su inspector hablaba en plural- es pedir a la signorina Elettra que se encargue de que se asigne la tarea de adiestramiento a los venecianos más idóneos. A Scarpa lo mismo le dará, porque desconfía de todos y nos detesta a todos por igual. -Se volvió hacia el mostrador y agitó una mano en dirección a Bambola-: ¿Nos traes dos copas de prosecco, por favor?

6

Hacía mucho calor no ya para pensar en atravesar la ciudad a fin de ir a casa a almorzar sino, incluso, para pensar siquiera en comer. Brunetti regresó a la questura con Vianello, diciendo que hablaría con la signorina Elettra del programa de las clases de capacitación que impartía Scarpa; pero, cuando llegó a su despacho, ella se había marchado. Brunetti subió al suyo y llamó a Paola, que casi pareció alegrarse al oír que él no iría a casa.

– No puedo ni pensar en comer hasta que se ponga el sol -dijo ella.

– ¿Ramadán? -bromeó Brunetti.

Ella se rió.

– No; es este calor. Por la tarde entra el sol en la sala, y tengo que pasar la mayor parte del día escondida en el estudio. Hace calor para salir, y lo único que puedo hacer es quedarme aquí sentada, leyendo.

Durante la mayor parte del curso académico, Paola hablaba con ansia de las vacaciones de verano, en que podría quedarse en su estudio, leyendo.

– Pobrecita -dijo Brunetti como si realmente la compadeciera.

– Guido -empezó ella con su más dulce acento-, nadie como un embustero para descubrir a un embustero. De todos modos, gracias por tu compasión.

– Llegaré después de la puesta del sol -dijo él como si no la hubiera oído, y colgó.

Hablar de comida le hizo sentir algo parecido al hambre, aunque la sensación no era tan intensa como para hacerle arriesgarse a salir en busca de alimento. Abrió, uno a uno, los cajones de la mesa, pero sólo encontró media bolsa de pistachos que no recordaba haber dejado allí, un paquete de cortezas de maíz y una tableta de chocolate con avellanas que había traído al despacho el invierno anterior.

Abrió un pistacho, se lo metió en la boca pero lo que mordió parecía caucho. Lo escupió en la palma de la mano y lo arrojó a la papelera, con el resto de la bolsa. En comparación, las cortezas de maíz estaban excelentes, y las saboreó. Era muy saludable, se dijo, ingerir mucha sal con este calor. Estaba seguro de que la sal le protegería hasta en el Ecuador.

Al romper el envoltorio de la tableta de chocolate, observó que la cubría esa fina capa blanca, que viene a ser el verdín del chocolate. Sacó el pañuelo y estuvo frotando vigorosamente la tableta hasta que ésta recuperó el aspecto de chocolate oscuro con avellanas. Su favorito.

– El postre -susurró y dio un mordisco. Estaba exquisito, tan suave y cremoso como lo habría estado seis meses antes. Brunetti se admiraba de ello mientras terminaba la tableta y se inclinaba para mirar al fondo del cajón, con la esperanza de que hubiera otra, pero no la había.