– Mi café es instantáneo, una pérdida de rango, después de lo que acabamos de tomar -se volvió hacia él para decirle rápidamente-, pero es bienvenido, si gusta…
– Me gustaría mucho -sonrió él-. Aún más, yo lo prepararé… ¿Qué tal? -ofreció.
El corazón de Kelsa dio un salto de júbilo, aunque rehusó.
– No, gracias, su café sabe a té.
Riéndose, entraron ambos al edificio y hasta la puerta del apartamento de Kelsa, donde él le tomó su llave y abrió la puerta. Juntos caminaron hasta el centro de la sala; pero cuando Kelsa se volvió para preguntarle si quería su café negro o con leche, lo miró a los cálidos ojos grises y al instante se le olvidó la pregunta que le iba a hacer.
Estaba parada muy cerca, casi tocándolo y no tenía idea de lo que él vio en sus ojos, pero lentamente Lyle extendió un brazo y lo colocó alrededor de sus hombros, volviéndola un poco más para que quedara frente a él y más cerca.
– Eres hermosa -jadeó, dándole todo el tiempo del mundo para apartarse, si así lo quería, y la acercó a su cuerpo, aún más.
Pero Kelsa no tenía deseo de apartarse.
– Ah, Lyle -susurró y, al juntarse ambos cuerpos, le rodeó el cuello con los brazos.
Él la besó con gentileza y ella le devolvió el beso con dulzura.
– Amor mío -dijo él con un suspiro y volvió a inclinar la cabeza.
Su beso fue más intenso esta vez y Kelsa, con el corazón acelerado y sus emociones sin control, se apoyó sobre él al entregarle sus labios. Lo amó al terminar ese beso y lo amó también cuando Lyle besó su cuello y la apretó aún más.
En la firmeza de sus brazos, ella se aferró a él. Quería gritar su nombre, pero su cálida y maravillosa boca había caído sobre la de ella nuevamente, esta vez con más intensidad y con tanto sentimiento, que la joven percibió cómo se encendían llamas de deseo en su interior.
Una vez más se besaron. Ella sintió que las manos masculinas bajaban a sus caderas y la apretaban más contra él. Oyó un gemido de deseo que salía de su boca y, al aumentar el deseo por él, Kelsa tuvo que exclamar su nombre.
– ¡Lyle! -sentía fuego en su cuerpo y se apretó más contra él… oyendo un gemido que era un eco de lo que ella sentía.
– Dulce amor -dijo él con voz ronca y con la pasión al máximo, con su boca sobre la de ella, se movieron juntos, instintivamente acercándose a la alcoba. Ante la puerta, él se detuvo y la miró a los ojos, con una pregunta en la mirada.
Pero ella lo amaba y quería más. Su respuesta fue alzar la cabeza y besarlo… Lo próximo que supo era que estaban dentro de la habitación, donde, habiendo él desechado la chaqueta por el camino, Lyle la guió para sentarse en su cama individual.
Estar tan cerca cuando él se quitó la corbata y ella le pasó las manos por la espalda, era una dicha; pero más emocionante era la forma en que él acariciaba sus senos y los moldeaba tiernamente.
Ella no supo cuándo, sin sentir vergüenza alguna, él le deslizó el vestido; pero después de un delicioso beso de deseo, de júbilo, ella se dio cuenta de que ambos estaban acostados en la cama, sin la ropa exterior. Pero fue timidez lo que hizo que Kelsa escondiera el rostro en el velludo pecho de Lyle.
– ¿Estás bien, pequeña? -preguntó él con ternura.
– Ah, Lyle -jadeó ella y con los cuerpos tan juntos en la estrecha cama, tan ardientes, alzó la cabeza y le rodeó el cuello con los brazos desnudos-. Sí, estoy bien -sonrió-, mejor que nunca.
Se besaron y ella sintió las manos de él que se entretenían con su sostén.
– Creí que no usabas esas cosas -murmuró Lyle, al desabrochar expertamente el sostén y, para crear más estragos en las emociones de Kelsa, sus manos tibias y tiernas acariciaron los sedosos senos que había descubierto.
Él inclinó la cabeza para saborear los endurecidos pezones y, fuera de sí por el deseo, Kelsa vagamente se dio cuenta de que él probablemente se refirió a que ella no llevaba sostén la última vez que estuvo en sus brazos.
– Es que estuve lavando mi ropa interior… Quiero decir… Yo siempre… -interrumpió su balbuceo y sintió el rubor en sus mejillas por lo torpe que sonaba. Lo que le preocupó fue que él advirtiera lo ingenua que era en esa situación. Quiso disculparse, pero Lyle se detuvo.
Algo cambió, advirtió Kelsa, cuando Lyle se apartó un poco y mirando su ansiosa expresión inquirió:
– Dime, Kelsa -hablando con voz grave, y la pasión acechando-, esa historia de que eres virgen, ¿es verdad?
– ¿Se… nota? -preguntó ella, sin aliento, con timidez, pero sin sospechar que sus palabras tuvieran el efecto que tuvieron en Lyle. Pues, para asombro de Kelsa, en un solo movimiento, él balanceó las piernas sobre la cama y, mostrándole la espalda desnuda a Kelsa, se sentó en el borde del lecho. Pero a pesar de la firmeza de su tono, su respiración era irregular.
– Kelsa, primor, eres una criatura hechicera y puede uno perder la cabeza contigo, pero… -empezó a decir, y se interrumpió; y pareciendo hacer un gran esfuerzo, juntó su ropa y pronunció las peores palabras que Kelsa había oído en toda la noche-. Más vale que me vaya.
– ¿Irte…? -repitió ella, demasiado aturdida, demasiado excitada para ocultar el hecho de que no quería que él se fuera. Pero sabía que Lyle hablaba en serio, pues aunque parte de su mente le decía que no era posible que él se fuera y la dejara así, se estaba poniendo los pantalones y tomando la camisa.
Él estaba a medio camino hacia la puerta cuando se volvió y le dijo en voz baja:
– Voy a salir del país por una semana -y luego prometió-: te llamaré cuando regrese -en seguida se fue.
El ruido de la puerta del apartamento al cerrarse, todavía resonaba en sus oídos cinco minutos después y Kelsa seguía sin poder creer que, así sin más, Lyle se había ido.
Eran cerca de las tres de la mañana cuando Kelsa pudo finalmente descansar un poco de todas las preocupaciones que se habían presentado, la principal de las cuales era: ¿Por qué desistió Lyle de hacerle el amor?
Bajo la fría luz del viernes en la mañana, luego de un sueño irregular, Kelsa pensó que ya tenía la respuesta. Iba camino a la oficina cuando, sin lugar a dudas, dedujo que Lyle al darse cuenta de lo ignorante que era ella cuando se trataba de hacer el amor, se había desanimado.
Fue una suerte que no hubiera tanto trabajo en la oficina ese día, porque Kelsa no podía concentrarse en lo absoluto en su trabajo. Sin embargo, alrededor del mediodía, se animó al recordar cómo, a pesar de su ingenuidad, él la había llamado una criatura hechicera y dijo que un hombre podía perder la cabeza por ella. Pero luego advirtió, sobresaltada, que el amor la hacía olvidadiza, pues de repente recordó que había planeado decirle durante la cena su intención de renunciar a la herencia que su padre le había dejado tan equivocadamente. Tan arrobada estaba por el hecho de estar con él que, aunque hablaron de muchos temas, a ella se le había olvidado el más importante.
– ¿Te importaría que me tomara una hora en cuanto pueda arreglar la cita? -le preguntó a Nadine, decidida a actuar ahora mismo, antes que el amor le borrara la memoria por completo-. Necesito hablar con Brian Rawlings.
– Claro que puedes -sonrió Nadine-. De todos modos, hoy no tenemos mucho trabajo.
Agradeciéndole con una sonrisa, Kelsa se comunicó con Burton y Bowett y luego con la secretaria de Brian Rawlings, sólo para, descubrir que el señor Rawlings iba a estar fuera todo el día.
– Y el lunes -se disculpó la secretaria- también tiene su agenda completa, señorita Stevens -y cuando le preguntó de qué asunto se trataba, y Kelsa le informó que era acerca de la herencia de Hetherington, la secretaria exclamó-: ¡Ah, esa señorita Stevens! -y como si el nombre Hetherington hubiera abierto una puerta mágica, dijo-: Creo que puedo abrirle un espacio a las cuatro y media, el lunes, si le parece bien.