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– No tiene en muy alta estima a los rusos -dijo Hagen.

– Cuando el Kremlin decida construir un mundo mejor, en vez de dividirlo y dominarlo, puede que yo cambie de idea.

– ¿Me ayudará a encontrar a Leo?

– No -dijo simplemente el senador.

– Lo menos que puede hacer el «círculo privado» es escuchar los argumentos delpresidente.

– ¿Es para esto para lo que le ha enviado?

– Esperaba que pudiese encontrarlos a todos ustedes mientras estemos aún a tiempo.

– ¿A tiempo de qué?

– Antes de cuatro días, los primeros cosmonautas soviéticos alunizarán. Si su gente de la Jersey Colony los mata, su Gobierno puede sentirse autorizado para derribar un satélite americano o el laboratorio espacial.

El senador miró a Hagen, y sus ojos eran fríos como el hielo.

– Una conjetura muy interesante. Sospecho que tendremos que esperar a ver lo que pasa, ¿no?

33

Pitt empleó la hebilla de la cinta de su reloj como destornillador para sacar los tornillos que sujetaban los goznes del armario. Entonces deslizó la parte plana de una charnela entre el pestillo y el marco de la puerta. Se ajustaba casi perfectamente. Ahora, lo único que tenía que hacer era esperar que viniese el guardia a traerle la cena.

Bostezó y se tendió en la cama, pensando en Raymond LeBaron. La imagen que tenía del famoso magnate del negocio editorial se había deteriorado mucho. LeBaron no daba la medida de su reputación. Tenía el aspecto de un hombre asustado. Ni una sola vez citó a Jessie, a Al o a Rudi. Seguramente le habrían dado algún mensaje de ánimo. Había algo muy turbio en las acciones de LeBaron.

Se sentó en la cama al oír que se abría la puerta. El guardia entró, sosteniendo una bandeja en una mano. La tendió a Pitt, que la puso sobre su regazo.

– ¿Qué exquisitez me ha traído esta tarde? -preguntó alegremente Pitt.

El guardián torció desagradablemente los labios y se encogió de hombros con indiferencia. Pitt no podía censurarle por ello. La bandeja contenía un panecillo amazacotado e insípido y un tazón de estofado de pollo que no podía oler peor.

Pitt tenía hambre, pero, sobre todo, necesitaba comer para conservar las fuerzas. Engulló a duras penas aquella bazofia, consiguiendo de alguna manera no vomitar. Por último, devolvió la bandeja al guardián, el cual la tomó en silencio, salió al corredor y tiró de la puerta.

Pitt saltó de la cama, se puso de rodillas y deslizó una de las charnelas del armario entre el pestillo y la jamba de la puerta, impidiendo que aquél acabase de cerrarse. Casi simultáneamente, apretó el hombro contra la puerta y la golpeó por el segundo gozne para imitar el chasquido del pestillo.

En cuanto oyó que las pisadas del guardián se extinguían en el pasillo, abrió ligeramente la puerta, arrancó un trozo de esparadrapo del vendaje que cubría un corte en el brazo, y lo pegó al tirador del pestillo para mantener la puerta abierta.

Quitándose las sandalias y guardándolas debajo del cinto, entornó la puerta, fijó un cabello en la rendija y, sin hacer ruido, se deslizó por el corredor desierto, apretando el cuerpo contra la pared. No vio señales de guardias ni de aparatos de seguridad.

Su objetivo era encontrar a sus amigos y urdir un pían para escapar, pero, cuando había andado veinte metros, descubrió una estrecha y circular salida de emergencia, con una escalera que subía y se perdía en la oscuridad. Decidió ver adonde llevaba. La subida pareció interminable y Pitt se dio cuenta de que debía de haber dejado atrás todas las plantas subterráneas. Por fin, al levantar los brazos, tocó una trampa de madera sobre su cabeza. Apoyó la espalda contra ella y ejerció una lenta presión. La trampa crujió con fuerza al levantarse.

Pitt respiró hondo y se quedó inmóvil. Transcurrieron cinco minutos y no ocurrió nada, nadie gritó, y cuando al fin levantó lo bastante la trampa, vio el suelo de hormigón de un garaje en el que había varios vehículos militares y de transporte. El local era grande, de veinte por treinta metros y tal vez cinco de altura, y el techo estaba sostenido por una serie de viguetas de acero. El aparcamiento estaba a oscuras, pero en el fondo había una oficina brillantemente iluminada. Dos rusos que vestían uniforme militar estaban sentados a una mesa jugando al ajedrez.

Pitt salió de donde estaba, se deslizó detrás de los vehículos aparcados, se agachó al pasar por delante de las ventanas de la oficina y siguió hasta llegar a la puerta de entrada. Llegar tan lejos desde su celda le había parecido sumamente fácil, pero el obstáculo surgió donde menos lo esperaba. La puerta tenía una cerradura eléctrica. No podía activarla sin poner sobre aviso a los jugadores de ajedrez.

Resguardándose en la sombra, resiguió las paredes buscando otra entrada. Pero sabía que era una causa perdida. Si este edificio estaba al nivel del suelo, se hallaría probablemente disimulado bajo un montículo, con la puerta grande para los vehículos como único medio de entrada y salida.

Dio una vuelta completa al garaje y volvió al lugar donde había empezado. Desanimado, estaba a punto de darse por vencido cuando miró hacia arriba y vio un respiradero en el techo. Parecía lo bastante ancho para poder pasar por él.

Subió sin hacer ruido encima de un camión, levantó los brazos y se encaramó en una de las vigas. Después avanzó sobre ella unos diez metros, hasta llegar al respiradero, y salió por éste al exterior. La corriente de aire fresco y húmedo era estimulante. Calculó que el viento que había sucedido al huracán tenía solamente una velocidad de unas veinte millas por hora. El cielo estaba sólo parcialmente cubierto y había una media luna que permitía distinguir vagamente objetos a cien pies de distancia.

Ahora su problema era salvar el alto muro de la cerca. La caseta del guardia, junto a la verja, estaría ocupada, por lo que no tendría manera de repetir la entrada que había hecho dos noches atrás.

Al fin, la suerte vino en su ayuda una vez más. Caminó a lo largo de un pequeño canal de desagüe que pasaba por debajo del muro. Avanzó agachado, pero le cortó el paso una reja de hierro. Afortunadamente, los barrotes estaban tan oxidados por el aire salino tropical que pudo doblarlos con facilidad.

Tres minutos más tarde, había salido del recinto y corría entre las palmeras que flanqueaban el estropeado camino. No había señales de guardias ni de cámaras electrónicas de vigilancia, y los achaparrados arbustos contribuían a ocultar su silueta del resplandor de la arena. Corrió en diagonal hacia la playa, hasta que se encontró con la valla electrificada.

Finalmente, llegó a la parte dañada por el huracán. Había sido reparada, pero supo que era el lugar correcto, porque la palmera que había causado el daño yacía cerca de allí. Se puso de rodillas y empezó a cavar la arena con las manos, debajo de la valla. Cuando más hondo cavaba, más arena caía al fondo desde los lados. Por esto pasó casi una hora antes de que pudiese hacer un hueco lo bastante profundo para deslizarse sobre la espalda hasta el otro lado.

Le dolían el hombro y el riñon y sudaba como una esponja empapada. Trató de volver al lugar donde habían llegado entre las rocas. El paisaje no parecía el mismo bajo la pálida luz de la luna, aunque, por haber tenido entonces los ojos casi cerrados, no podía recordar cómo era cuando habían llegado allí azotados por el huracán.

Pitt caminó arriba y abajo por la playa, buscando entre las formaciones rocosas, y a punto estaba de darse por vencido cuando vio que la luz de la luna se reflejaba en un objeto sobre la arena. Alargó las manos y tocó el depósito de carburante del motor fuera borda del bote hinchable. El vastago y la hélice estaban enterrados en la arena a unos diez metros de la línea marcada por la marea alta. Apartó la húmeda arena hasta que pudo extraer el motor. Después se lo cargó a la espalda y echó a andar por la playa, alejándose del recinto de los.rusos.