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– Sus buenas intenciones nos han metido en un juego peligroso -dijo Polevoi.

– Velikov me ha asegurado que LeBaron está sometido a una estricta seguridad y que le da información falsa.

– Sin embargo, todavía existe una pequeña posibilidad de que LeBaron descubra la verdadera función de Cayo Santa María.

– En tal caso, sería simplemente eliminado.

– ¿Y Jessie LeBaron?

– Pienso, personalmente, que ella y sus amigos nos serán muy útiles para atribuir a la CÍA nuestro proyectado desastre.

– ¿Han descubierto Velikov o nuestros agentes residentes en Washington algún plan del servicio secreto americano para infiltrarse en la isla?

– No -respondió Maisky-. Una investigación sobre los tripulantes del dirigible demostró que ninguno de ellos tiene actualmente lazos con la CÍA o con los militares.

– No quiero fallos -dijo firmemente Polevoi-. Estamos demasiado cerca del triunfo. Transmita mis palabras a Velikov.

– Será informado.

Llamaron a la puerta y entró la secretaria de Polevoi. Sin decir palabra, le tendió un papel y salió de la estancia.

De pronto, la ira enrojeció la cara de Polevoi.

– ¡Maldición! Habla de amenazas, y éstas se convierten en realidad.

– ¿Señor?

– Un mensaje urgente de Velikov. Uno de los prisioneros ha escapado.

Maisky hizo un nervioso movimiento con las manos.

– Es imposible. No hay embarcaciones en Cayo Santa María, y si es lo bastante estúpido para huir a nado, se ahogará o será comido por los tiburones. Sea quien fuere, no irá lejos.

– Se llama Dirk Pitt, y, según Velikov, es el más peligroso del grupo.

– Peligroso o no…

Polevoi le impuso silencio con un ademán y empezó a pasear sobre la alfombra, mostrando una profunda agitación en el semblante.

– No podemos permitir que ocurra lo inesperado. El tiempo límite para nuestra empresa en Cuba debe ser adelantado una semana.

Maisky sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.

– Los barcos no llegarían a tiempo a La Habana. Además, no podemos cambiar las fechas de la celebración. Fidel y todos los miembros de alto rango de su Gobierno estarán preparados para los discursos. El mecanismo de la explosión está ya en movimiento. Es imposible cambiar el tiempo. Ron y Cola debe ser cancelada o hay que continuar como estaba previsto.

Polevoi cruzó y descruzó las manos, con el nerviosismo de la indecisión.

– Ron y Cola, un nombre estúpido para una operación de esta magnitud.

– Otro motivo para seguir adelante. Nuestro programa de desinformación ha empezado ya a difundir rumores sobre un complot de la CÍA para desestabilizar Cuba. La frase «Ron y Cola» es evidentemente americana. Ningún Gobierno extranjero sospechará que ha sido inventada en Moscú.

Polevoi asintió con un encogimiento de hombros.

– Muy bien, pero no quiero pensar en las consecuencias, si ese tal Pitt sobrevive milagrosamente y consigue volver a los Estados Unidos.

– Ya está muerto -declaró rotundamente Maisky-. Estoy seguro de ello.

38

El presidente se asomó a la oficina de Daniel Fawcett y agitó una mano.

– No se levante. Sólo quería que supiese que voy a subir para almorzar con mi esposa.

– No olvide que tenemos una reunión con los jefes de información y con Doug Oates dentro de cuarenta y cinco minutos -le recordó Fawcett.

– Prometo ser puntual.

El presidente se volvió y tomó el ascensor para subir a sus habitaciones de la segunda planta de la Casa Blanca. Ira Hagen lo estaba esperando en la suite Lincoln.

– Pareces cansado, Ira.

Hagen sonrió.

– Voy atrasado de sueño.

– ¿Cuál es la situación?

– He descubierto la identidad de los nueve miembros del «círculo privado». Siete de ellos están localizados con toda precisión. Solamente Leonard Hudson y Gunnar Eriksen permanecen fuera de la red.

– ¿No les habéis seguido la pista desde el centro comercial?

– Las cosas no salieron bien.

– La estación lunar soviética fue lanzada hace ocho horas -dijo el presidente-. No puedo esperar más. Esta tarde daré la orden de detener a todos los miembros del «círculo privado» que podamos.

– ¿Al Ejército o al FBI?

– A ninguno de los dos. Un viejo amigo de la Marina cuidará de ello. Le he dado ya tu lista de nombres y direcciones. -El presidente hizo una pausa y miró fijamente a Hagen-. Dijiste que habías descubierto la identidad de los nueve hombres, Ira, pero en tu informe sólo constan ocho.

Hagen pareció reacio, pero metió una mano debajo de su chaqueta y sacó una hoja de papel doblada.

– Me había reservado el nombre del último hombre hasta estar completamente seguro. Un analizador de voces confirmó mis sospechas.

El presidente tomó el papel de manos de Hagen, lo desdobló y leyó el nombre escrito a mano. Se quitó las gafas y limpió cansadamente los cristales como si no pudiese dar crédito a sus ojos. Después se metió al papel en un bolsillo.

– Supongo que siempre lo he sabido, pero no podía creer en su complicidad.

– No los juzgues con dureza, Vince. Estos hombres son patriotas, no traidores. Su único delito es el silencio. Toma el caso de Hudson y Eriksen. Simulando estar muertos todos estos años. Piensa en la angustia que esto habrá causado a sus amigos y a sus familiares. La nación nunca podrá compensarles de sus sacrificios ni comprender del todo el alcance de su hazaña.

– ¿Me estás echando un sermón, Ira?

– Sí, señor.

El presidente se dio cuenta de pronto de la lucha interior de Hagen. Comprendió que el corazón de su amigo no estaba en la confrontación final. La lealtad de Hagen se balanceaba sobre el filo de una navaja.

– Me ocultas algo, Ira.

– No te mentiré, Vince.

– Tú sabes donde se esconden Hudson y Eriksen.

– Digamos que tengo una sólida presunción.

– ¿Puedo confiar en que los traerás?

– Sí.

– Eres un buen explorador, Ira.

– ¿Dónde y cuándo quieres que te los entregue?

– En Camp David -respondió el presidente-. Mañana, a las ocho de la mañana.

– Allí estaremos.

– No puedo incluirte a ti, Ira.

– Es lo que deberías hacer, Vince. Puedes llamarlo una forma de pago. Me debes que pueda presenciar el final.

El presidente consideró la petición.

– Tienes razón. Es lo menos que puedo hacer.

Martin Brogan, director de la CÍA, Sam Emmett, del FBI, y el secretario de Estado Douglas Oates se pusieron en pie cuando el presidente entró en la sala de conferencias, con Dan Fawcett pisándole los talones.

– Tengan la bondad de sentarse, caballeros -dijo sonriendo el presidente.

Hubo unos pocos minutos de charla insustancial hasta que entró Alan Mercier, el consejero de seguridad nacional.

– Lamento llegar con retraso -dijo, sentándose rápidamente-. Ni siquiera he tenido tiempo de pensar una buena excusa.

– Un hombre sincero -dijo riendo Brogan-. Lamentable.

El presidente puso una pluma sobre un bloc de notas.

– ¿Cómo está la cuestión del pacto con Cuba? -preguntó mirando a Oates.

– Hasta que no podamos iniciar un diálogo secreto con Castro, la situación seguirá siendo la misma.

– ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Jessie LeBaron haya podido transmitir nuestra última respuesta?

Brogan sacudió la cabeza.

– Creo que es muy dudoso que haya establecido contacto. Nuestras fuentes de información no han sabido nada desde que el dirigible fue derribado. Todo el mundo cree que está muerta.