Hagen estaba como fascinado. Todo esto era nuevo para él.
– Si me lo permiten -siguió diciendo el presidente-, mezclaré los hechos con las especulaciones. Para empezar, ustedes y sus colonos en la Luna han realizado una hazaña increíble. Les felicito por su perseverancia y su genio, como lo hará el mundo en las semanas venideras. Sin embargo, han cometido involuntariamente un terrible error que fácilmente podría empañar su logro.
»En su celo por hacer ondear la bandera estrellada han prescindido del tratado internacional que rige las actividades en la Luna y que fue ratificado por los Estados Unidos, la Unión Soviética y otros tres países en 1984. Ustedes reclamaron por su cuenta la Luna como posesión soberana y, hablando en metáfora, plantaron un rótulo de «Prohibido el Paso». Y lo confirmaron destruyendo tres sondas lunares soviéticas. Una de ellas, Selenos 4, consiguió volver hacia la Tierra; y estuvo sobrevolando en órbita durante dieciocho meses antes de que se restableciese el control. Los ingenieros espaciales soviéticos trataron de hacerla aterrizar en las estepas de Kazakhstán, pero la nave estaba averiada y cayó cerca de Cuba.
»Con el pretexto de la busca del tesoro, ustedes enviaron a Raymond LeBaron para que la encontrase antes que los rusos. Había que borrar las huellas delatoras del daño causado por sus colonos. Pero los cubanos se anticiparon a los dos y recobraron la nave espacial hundida. Ustedes no lo han sabido hasta ahora, y los rusos todavía no lo saben. A menos que… -El presidente hizo una pausa después de esta palabra-. A menos que Raymond LeBaron haya revelado bajo tortura lo que sabe de la Jersey Colony. Sé de fuente fidedigna que los cubanos le capturaron y entregaron al servicio secreto militar soviético, el GRU.
– Raymond no hablará -dijo airadamente Hudson.
– Tal vez no tenga que hacerlo -replicó el presidente-. Hace unas pocas horas que los analistas de información, a quienes pedí que volviesen a examinar las señales espaciales soviéticas recibidas durante las órbitas de regreso de, Selenos 4, han descubierto que sus datos sobre la superficie lunar fueron transmitidos a una estación de seguimiento situado en la isla de Socotra, cerca del Yemen. ¿Comprenden las consecuencias, caballeros?
– Comprendemos lo que quiere decir. -Era el general Fisher quien hablaba en tono reflexivo-. Los soviéticos pueden tener pruebas visuales de la Jersey Colony.
– Sí, y probablemente ataron cabos y pensaron que los que estaban allá arriba tenían algo que ver con los desastres de las Selenos. Pueden estar seguros de que tomarán represalias. Sin llamadas por el teléfono rojo, sin mensajes cursados a través de vías diplomáticas, sin anuncios de la TASS o en Pravda. La batalla por la Luna se mantendrá secreta por ambos bandos. En resumen, caballeros, el resultado es que han iniciado ustedes una guerra que pueble ser imposible de atajar.
Los hombres sentados alrededor de la mesa estaban impresionados y confusos, perplejos e irritados. Pero solamente estaban irritados a causa de un error de cálculo en un hecho del que no podían tener conocimiento. La horrible verdad tardó varios momentos en registrarse en sus mentes.
– Habla usted de represalias soviéticas, señor presidente -dijo Fawcett-. ¿Tiene alguna idea que confirma esa posibilidad?
– Pónganse ustedes en el lugar de los soviéticos. Estaban informados de los actos de ustedes al menos una semana antes de que fuese lanzada su estación lunar Selenos 8. Si yo fuese el presidente Antonov, habría ordenado que la misión se convirtiese de una exploración científica en una operación militar. Tengo pocas dudas en mi mente de que, cuando Selenos 8 alunice dentro de veinticuatro horas, un equipo especial de comandos soviéticos rodeará y atacará la Jersey Colony. Y ahora díganme. ¿Puede la base defenderse por sí sola?
El general Fisher miró a Hudson; después se volvió al presidente y encogió los hombros.
– No sabría decirlo. Nunca trazamos planes de contingencia para el caso de un ataque armado contra la colonia. Si no recuerdo mal, su único armamento es un par de armas cortas y un lanzador de misiles.
– A propósito, ¿para cuándo estaba proyectado que sus colonos volviesen de la Luna?
– Deberían despegar de allí aproximadamente dentro de treinta y seis horas -respondió Hudson.
– Tengo curiosidad por saber una cosa -dijo el presidente-. ¿Cómo pretenden volver a través de la atmósfera terrestre? Ciertamente, su vehículo de transporte lunar no tiene capacidad para hacer tal cosa.
Hudson sonrió.
– Volverán al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera.
El presidente suspiró.
– La Gettysburg. Estúpido de mí por no haberlo pensado. Está ya amarrada en nuestra estación espacial.
– Su tripulación no ha sido todavía advertida -dijo Steve Busche, de la NASA-, pero en cuanto se hayan recobrado.de la impresión de ver aparecer súbitamente a los colonos en el vehículo de transporte, estarán más que dispuestos a admitir a unos pasajeros suplementarios.
El presidente hizo una pausa y miró fijamente a los miembros del «círculo privado», con expresión súbitamente triste.
– La cuestión candente con la que todos tenemos que enfrentarnos, caballeros, es si los colonos de Jersey sobrevivirán para emprender el viaje.
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– ¿De veras espera salirse con la suya? -preguntó Pitt.
El coronel retirado Ramón Kleist, de la Marina de los Estados Unidos, se balanceó sobre los pies y se rascó la espalda con un bastón de petimetre.
– Con tal de que podamos retirarnos como una unidad con nuestras bajas, sí, creo que la misión puede realizarse con éxito.
– Nada tan complicado puede ser perfecto -dijo Pitt-. Destruir la instalación y la antena, además de matar a Velikov y a todo su personal, me parece que es querer abarcar demasiado.
– Su observación ocular y las fotos de nuestros aviones de reconocimiento corroboran las pocas medidas defensivas del lugar.
– ¿Cuántos hombres constituirán su equipo? -preguntó Pitt.
– Treinta y uno, incluido usted.
– Los rusos descubrirán sin duda alguna quiénes atacaron su base secreta. Será como dar una patada a un nido de avispas.
– Todo forma parte del plan -dijo ligeramente Kleist.
Kleist estaba tieso como un palo, amenazando romper con el pecho su camisa floreada. Pitt calculó que tendría poco menos de sesenta años. Era un mestizo nacido en la Argentina, único hijo de un ex oficial SS que había huido de Alemania después de la guerra y de la hija de un diplomático liberiano. Enviado a un colegio particular de Nueva York, decidió marcharse de allí y hacer carrera en la Infantería de Marina.
– Yo creía que había un acuerdo tácito entre la CÍA y la KGB: no liquidaremos a sus agentes, mientras ustedes no liquiden a los nuestros.
El coronel dirigió a Pitt una candida mirada.
– ¿Quién le ha dado la idea de que seremos nosotros los que haremos el trabajo sucio?
Pitt no respondió; sólo miró a Kleist y esperó.
– La misión será realizada por las Fuerzas Especiales de Seguridad cubanas -explicó el coronel-. Su equivalente a nuestros SEALS. O, si he de ser sincero, exiliados perfectamente adiestrados y vistiendo auténticos uniformes cubanos de campaña. Incluso su ropa interior y sus calcetines serán de los que usan los soldados cubanos. Las armas, los relojes de pulsera y otros artículos serán de fabricación soviética. Y para salvar las apariencias, el desembarco se efectuará desde el lado correspondiente a Cuba.