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Pitt decidió que no valía la pena encolerizarse.

– ¿Qué estaba haciendo su marido cuando desapareció? -preguntó de pronto.

– Buscaba el tesoro de El Dorado -respondió ella, mirando nerviosamente a su alrededor y a los invitados-. Creía que se había hundido con un barco llamado Cyclops.

Antes de que Pitt pudiese hacer ningún comentario, volvió Cabot con Angelo, el chófer cubano.

– Adiós, señor Pitt -dijo Jessie, despidiéndole y volviéndose para saludar a una pareja de recién llegados.

Pitt se encogió de hombros y ofreció el brazo a Angelo.

– Demos a esto un aire oficial. Écheme. -Se volvió hacia Jessie-. Una última cosa, señora LeBaron. No me gusta que me traten desconsideradamente. No se moleste en llamarme de nuevo; jamás.

Entonces dejó que Angelo le acompañase fuera del invernadero y hasta el paseo donde estaba esperando el Daimler. Jessie se quedó mirando hasta que el gran automóvil desapareció en la noche. Después se reunió con sus invitados.

Douglas Oates, el secretario de Estado, interrumpió la conversación que sostenía con el consejero presidencial Daniel Fawcett, al verla acercarse.

– Una fiesta espléndida, Jessie.

– Ciertamente -corroboró Fawcett-. Nadie en Washington podría preparar mejor un banquete.

Los ojos de Jessie resplandecieron y sus labios gordezuelos se curvaron en una cálida sonrisa.

– Gracias, caballeros.

Oates señaló con la cabeza hacia la puerta.

– ¿He estado viendo visiones, o han echado a la calle a Dirk Pitt?

Jessie miró a Oates, sin comprender.

– ¿Le conoce? -preguntó, sorprendida.

– Desde luego. Pitt es el número dos de la AMSN. Es el hombre que puso a flote el Titanic para el Departamento de Defensa.

– Y salvó la vida al presidente en Louisiana -añadió Fawcett.

Jessie palideció visiblemente.

– No tenía la menor idea.

– Espero que no le habrá encolerizado -dijo Oates.

– Tal vez he sido un poco grosera -reconoció ella.

– ¿No está interesada en hacer sondeos en busca de petróleo en el mar, al sur de San Diego?

– Sí. Los estudios geológicos indican que hay allí un vasto campo sin explotar. Una de nuestras compañías tiene una opción para adquirir los derechos de sondeo. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿No sabe quién preside el comité del Senado sobre explotación del petróleo en tierras de dominio público?

– Claro, es…

La voz de Jessie se extinguió, y desapareció su aplomo.

– El padre de Dirk -terminó Oates-. El senador George Pitt, de California. Sin su respaldo y el beneplácito de la AMSN sobre cuestiones de medio ambiente, me parece difícil que consiga los derechos de sondeo.

– Parece -dijo irónicamente Fawcett- que la opción de su compañía ha dejado de existir.

9

Treinta minutos más tarde, Pitt metió el Daimler en su plaza de aparcamiento delante del alto edificio encristalado donde se hallaba la sede de la AMSN. Firmó en el registro de seguridad y tomó el ascensor hasta la décima planta. Cuando se abrieron las puertas, salió a un vasto laberinto electrónico, que comprendía la red de comunicaciones y de información de la agencia de la Marina.

Hiram Yaeger miró desde detrás de una mesa en forma de herradura, cuya superficie quedaba oculta debajo de un revoltijo de «hardware» de ordenador, y sonrió.

– Hola, Dirk. ¿Vestido de etiqueta, y no tienes adonde ir?

– La anfitriona decidió que era una persona non grata y me echó a la calle.

– ¿La conozco?

Ahora rué Pitt quien sonrió. Miró a Yaeger. El mago de los ordenadores era un vivo recuerdo de los días hippies de principios de los setenta. Llevaba los cabellos rubios largos y atados en cola de caballo, y la barba de enmarañados rizos sin recortar. Su uniforme de trabajo y de juego era una chaqueta Levi's y unos pantalones remetidos en toscas botas de cowboy.

– No puedo imaginarme a Jessie LeBaron y tú moviéndoos en los mismos círculos sociales -dijo Pitt.

Yaeger lanzó un grave silbido.

– ¿Te echó a patadas un matón de Jessie LeBaron? Hombre, eres una especie de héroe de los oprimidos.

– ¿Estás de humor para una excavación?

– ¿Sobre ella?

– Sobre él.

– ¿Su marido? ¿El que desapareció?

– Raymond LeBaron.

– ¿Otra operación al margen de lo habitual?

– Llámalo como quieras.

– Dirk -dijo Yaeger, mirando por encima de sus anticuadas gafas-, eres un bastardo entremetido, pero te aprecio. Me contrataron para construir una red de informática de primera clase y llenar un archivo sobre ciencia e historia marítimas, pero cada vez que me descuido compareces tú, queriendo que emplee mis creaciones para propósitos oscuros. ¿Por qué lo aguanto? Te diré la razón. La ratería fluye más de prisa por mis venas que por las tuyas. Y ahora dime, ¿tengo que cavar muy hondo?

– Hasta su pasado más remoto. De dónde vino. Cuál fue la base económica de su imperio.

– Raymond LeBaron era muy reservado en lo tocante a su vida privada. Debió borrar las pistas.

– Lo comprendo, pero no será la primera vez que sacas un esqueleto del armario.

Yaeger asintió reflexivamente con la cabeza.

– Sí, la familia Bougainville de navieros, hace unos meses. Una linda travesura, si quieres llamarlo así.

– Otra cosa.

– Dime cuál.

– Un barco llamado Cyclops. ¿Podrías averiguar su historia?

– Desde luego. ¿Algo más?

– Creo que esto será suficiente -respondió Pitt.

Yaeger le miró fijamente.

– ¿De qué se trata esta vez, viejo amigo? No puedo creer que vayas detrás de los LeBaron porque te echaron de una fiesta de sociedad. Fíjate en mí; me han echado de los lugares más sórdidos de la ciudad. Y lo acepto.

Pitt se echó a reír.

– No se trata de ninguna venganza. Simple curiosidad. Jessie LeBaron dijo algo que me chocó sobre la desaparición de su marido.

– Lo leí en el Washington Post. Había un párrafo que te mencionaba como el héroe del día, por haber salvado el dirigible de LeBaron con tu truco de la cuerda y la palmera. Entonces, ¿cuál es el problema?

– Ella afirmó que su marido no estaba entre los muertos que encontré en la cabina de mandos.

Yaeger guardó un momento de silencio, con expresión perpleja.

– No tiene sentido -dijo-. Si el viejo LeBaron se elevó en aquella bolsa de gas, lo lógico es que estuviese todavía en ella cuando reapareció.

– No, según su desconsolada esposa.

– ¿Crees que persigue algún objetivo, financiero o por cuestión de algún seguro?

– Tal vez sí, tal vez no. Pero existe la posibilidad de que se pida a la AMSN que contribuya a la investigación, ya que el misterio se produjo sobre el mar.

– Y nosotros estaremos ya en la primera base.

– Algo así.

– ¿Y qué tiene que ver el Cyclops con esto?

– Ella me dijo que LeBaron lo estaba buscando cuando desapareció.

Yaeger se levantó de su silla.

– Está bien, pongamos manos a la obra. Mientras yo trazo un programa de investigación, estudia tú lo que tenemos sobre el barco en nuestros archivos.

Condujo a Pitt a un pequeño salón de proyecciones, con un gran monitor montado en la pared del fondo, y le hizo señas para que se sentase detrás de una consola donde había un teclado de ordenador. Después se inclinó sobre Pitt y pulsó una serie de teclas.

– Instalamos un nuevo sistema la semana pasada. La terminal está conectada con un sintetizador de voces.

– ¿Un ordenador parlante? -dijo Pitt.

– Sí, puede asimilar más de diez mil órdenes verbales, dar la respuesta adecuada y, en realidad, seguir una conversación. La voz suena un poco extraña, parecida a la de Hal, el ordenador gigante de la película 2001. Pero uno se acostumbra a ello. Le llamamos «Esperanza».

– ¿«Esperanza»?

– Sí, porque esperamos que nos dé las respuestas adecuadas.

– Es curioso.

– Si necesitas ayuda, estaré en la terminal principal. No tienes más que descolgar el teléfono y marcar cuatro-siete.

Pitt miró la pantalla. Era de un gris azulado. Tomó cautelosamente un micrófono y habló por él.

– Esperanza, me llamo Dirk. ¿Estás dispuesta a realizar una búsqueda para mí?

Se sintió como un idiota. Aquello era como hablar a un árbol y esperar que respondiese.

– Hola, Dirk -respondió una voz vagamente femenina que sonó como si saliese de una armónica-. Estoy a su disposición.

Pitt respiró hondo y se lanzó de cabeza.

– Esperanza, quisiera que me hablases de un barco llamado Cyclops.

Hubo una pausa de cinco segundos; después, dijo el ordenador:

– Tendrá que concretar más. Mis discos de memoria contienen datos referentes a cinco barcos diferentes llamados Cyclops.

– Es el único que llevaba un tesoro a bordo.

– Lo siento, pero no consta ningún tesoro en sus manifiestos.

¿Lo siento? Pitt todavía no podía creer que estaba conversando con una máquina.

– Si puedo hacer una breve digresión, Esperanza, te diré que eres un ordenador muy inteligente y muy simpático.

– Gracias por el cumplido, Dirk. Por si le interesa, también puedo producir efectos de sonido, imitar anímales, cantar, aunque no demasiado bien, y pronunciar «supercalifragilísticoexpialidoso», aunque no he sido programada para dar su definición exacta. ¿Quiere que la pronuncie al revés?

Pitt se echó a reír.

– Otro día. Volviendo al Cyclops, el que me interesa se hundió probablemente en el Caribe.

– Esto reduce el número a dos. Un pequeño vapor que encalló en Montego Bay, Jamaica, el 5 de mayo de 1968, y un carbonero de la Marina de los Estados Unidos, que se perdió sin dejar rastro, entre el 5 y el 10 de marzo de 1918.