Pitt sabía, por haber estudiado un diagrama del interior del Cyclops, que buscar en la sección de popa era una pérdida de tiempo. Las chimeneas se alzaban sobre la sala de máquinas y las dependencias de la tripulación. Si tenían que encontrar la estatua de La Dorada, lo más probable era que estuviese en el compartimiento de carga mixta, debajo del puente y del castillo de proa. Hizo ademán a los otros para que siguiesen en aquella dirección.
Nadaron despacio y prudentemente a lo largo de la pasarela que se extendía sobre las escotillas del carbón, rodeando los grandes cubos de carga y pasando por debajo de las herrumbrosas grúas que parecían alargarse desesperadamente en busca de los rayos refractados por la superficie. Era evidente que el Cyclops había sufrido una muerte rápida y violenta. Los restos de las barcas salvavidas estaban fijados en sus pescantes y la superestructura parecía haber sido aplastada por un puño monstruoso.
El extraño puente rectangular tomó lentamente forma en la penumbra verdeazul. Los dos pilares de sustentación del lado de estribor se habían doblado pero la inclinación del casco a babor había compensado el ángulo. En contraste con el resto del barco, el puente permanecía en un plano perfectamente horizontal.
La oscuridad al otro lado de la puerta de la caseta del timón parecía ominosa. Pitt encendió su linterna y penetró lentamente en el interior, teniendo cuidado de no levantar el limo del suelo con sus aletas. Una luz muy débil se filtraba a través de los sucios ojos de buey del mamparo anterior. Limpió de lodo el cristal que cubría el reloj del barco. Las deslustradas saetas se habían inmovilizado en las 12,21. También examinó el gran pedestal donde se hallaba la brújula. El interior era todavía impermeable y la aguja flotaba libre en queroseno, apuntando fielmente al norte magnético. Pitt observó que el barco estaba orientado a 340 grados. En el lado opuesto al de la brújula, cubiertos por una colonia de esponjas que adquirieron un vivo color rojo bajo la luz de la linterna de Pitt, había dos objetos parecidos a postes que se elevaban del suelo y se abrían en abanico en la cima. Pitt, curioso, limpió el de babor y apareció una superficie de cristal a través de la cual pudo difícilmente leer las palabras a toda velocidad, MEDIANA, LENTA, MUY LENTA, STOP y PAREN MÁQUINAS. Era el telégrafo del puente con la sala de máquinas. Advirtió que la saeta metálica apuntaba a toda velocidad. Limpió el cristal del telégrafo de estribor. La aguja señalaba paren máquinas.
Jessie estaba a unos tres metros detrás de Pitt cuando soltó un grito confuso que hizo que a él se le erizasen los cabellos de la nuca. Giró en redondo, pensando que tal vez se la llevaba un tiburón, pero ella estaba señalando frenéticamente un par de cosas que sobresalían del limo.
Dos cráneos humanos, cubiertos de lodo hasta las fosas nasales, miraban a través de las cuencas vacías. Dieron a Pitt la deconcertante impresión de que le estaban observando. Los huesos de otro tripulante estaban apoyados en la base del timón, con un brazo esquelético introducido todavía entre los radios de la rueda. Pitt se preguntó si alguno de aquellos lastimosos restos podían ser los del capitán Worley.
No había nada más que ver, por lo que Pitt condujo a Jessie fuera de la caseta del timón y por una escalera hacia los camarotes de los tripulantes y los pasajeros. Casi al mismo tiempo, Gunn y Giordino desaparecieron por una escotilla que conducía a una pequeña bodega de carga.
La capa de limo era más fina en esta parte del barco; no más de una pulgada de grueso. La escalera llevaba a un largo pasillo con compartimientos a ambos lados. En cada uno de ellos había literas, lavabos de porcelana, efectos personales desparramados y los restos esqueléticos de sus ocupantes. Pitt perdió pronto la cuenta de los muertos. Se detuvo y añadió aire a su compensador de flotación para mantener equilibrado el cuerpo en posición horizontal. El más ligero contacto de sus aletas levantaría grandes nubes de limo cegador.
Pitt dio una palmada en el hombro de Jessie y enfocó su linterna a un pequeño lavabo con una bañera y dos retretes. Le hizo un ademán interrogador. Ella sonrió y le dio una respuesta cómica pero negativa.
Pitt golpeó casualmente con su linterna una tubería instalada a lo largo del techo y aquélla se apagó momentáneamente. La súbita oscuridad fue tan total y sofocante como si les hubiesen metido en un ataúd y cerrado la tapa. Pitt no tenía deseos de permanecer rodeado de oscuridad eterna dentro de la tumba del Cyclops, y volvió a encender rápidamente la linterna, revelando una colonia de esponjas de vivos colores rojo y amarillo aferradas a los mamparos del pasillo.
Pronto se evidenció que no encontrarían indicios de La Dorada aquí. Retrocedieron por aquel pasillo de la muerte y subieron de nuevo al castillo de proa. Giordino les estaba esperando y señaló una escotilla que estaba medio abierta. Pitt se deslizó por ella, haciendo chocar sus botellas de aire con el marco, y descendió por una escalera en pésimo estado.
Nadó en lo que parecía ser una bodega destinada a equipajes, serpenteando alrededor de los revueltos escombros en dirección a la luz irreal de la linterna de Gunn. Pasó por encima de un montón de huesos y de un cráneo que tenía la boca abierta en lo que se imaginó Pitt que era un horripilante grito de terror.
Encontró a Gunn examinando atentamente el podrido interior de una caja grande. Los horribles restos esqueléticos de dos hombres estaban embutidos entre la caja y un mamparo.
Por un breve instante, el corazón de Pitt palpitó de excitación y de esperanza, seguro de que habían encontrado el más inestimable tesoro de los mares. Entonces Gunn levantó la cabeza y vio Pitt una amarga desilusión pintada en sus ojos.
La caja estaba vacía.
Desengañados, siguieron registrando la bodega y encontraron algo sorprendente. Yaciendo en las oscuras sombras como un muñeco de goma, había un traje de buzo. Los brazos estaban extendidos, y los pies, calzados con unas botas pesadas al estilo de las de Frankenstein. Unos enmohecidos casco y peto de metal cubrían la cabeza y el cuello. Enroscado a un lado, como una serpiente muerta y gris, estaba el cordón umbilical que contenía el tubo de aire y el cable salvavidas. Estaban cortados a unos dos metros del casco.
La capa de limo sobre el traje de buzo indicaba que yacía allí desde hacía muchos años. Pitt tomó el cuchillo que llevaba sujeto a la pantorrilla derecha y lo empleó para soltar la visera del casco. Ésta cedió lentamente al principio y después se soltó lo bastante para que pudiese arrancarla con los dedos. Entonces dirigió la luz de la linterna al interior del casco. Protegida de los estragos de la destructiva vida marina por el traje de goma y las válvulas de seguridad del casco, la cabeza conservaba todavía cabellos y restos de carne.
Pitt y sus compañeros no eran los primeros en explorar los espantosos secretos del Cyclops. Alguien se les había anticipado y se había llevado el tesoro de La Dorada.
22
Pitt consultó su viejo reloj Doxa y calculó las paradas para descompresión. Añadió un minuto a cada una de ellas, como margen de mayor segundad para eliminar las burbujas de gas de la sangre y los tejidos y evitar la enfermedad de los buzos.
Después de abandonar el Cyclops, habían cambiado las botellas de aire casi vacías por las de reserva y empezado su lenta ascensión a la superficie. A unos metros de distancia, Gunn y Giordino añadieron aire a sus compensadores de flotación para mantenerse a la profundidad debida mientras manejaban el engorroso paquete.
Debajo de ellos, en la penumbra marina, el Cyclops yacía desolado y condenado al olvido. Antes de que pasaran otros diez años, sus enmohecidos costados empezarían a combarse hacia dentro y, un siglo más tarde, el fondo del este mar inquieto cubriría los lastimosos restos con una mortaja de limo, dejando solamente unos cuantos trozos incrustados de coral para marcar su tumba.
Encima de ellos, la superficie era como un torbellino de azogue. En la siguiente parada de descompresión, empezaron a sentir el impulso aplastante de las enormes olas y se esforzaron en permanecer juntos en el vacío. Ni pensar en quedarse a una profundidad de seis metros. Su provisión de aire estaba casi agotada y sólo la muerte por ahogamiento les esperaba en las profundidades. No tenían más remedio que subir a la superficie y arrostrar la tempestad.
Jessie parecía tranquila, impertérrita. Pitt se dio cuenta de que no sospechaba el peligro que correrían en la superficie. Sólo pensaba en ver de nuevo el cielo.
Pitt miró el reloj por última vez y señaló hacia arriba con el pulgar. Empezaron a subir al unísono, agarrada Jessie a la pierna de Pitt, y cargando Gunn y Giordino con el paquete. Aumentó la luz y, cuando Pitt miró hacia arriba, se sorprendió al ver un remolino de espuma a pocos metros sobre su cabeza.
Emergió en un seno entre dos olas y fue levantado por una enorme e inclinada pared verde que lo lanzó hacia la cresta como si fuese un juguete en una bañera. El viento zumbó en sus oídos y la espuma del mar le azotó las mejillas. Se quitó la máscara y pestañeó. El cielo del este estaba cubierto de nubes turbulentas, negras como el carbón, mientras ellos flotaban en el mar verdegris. La rapidez con que se acercaba la tormenta era extraordinaria. Parecía saltar de un horizonte al otro.
Jessie apareció de pronto al lado de Pitt y miró con ojos muy abiertos aquellas negras nubes que se abatían sobre ellos. Escupió la boquilla.
– ¿Qué es?
– El huracán -gritó Pitt entre aullidos del viento-. Viene más deprisa de lo que nadie se había imaginado.
– ¡Oh, Dios mío! -jadeó ella.
– Suelta tu cinturón de lastre y despréndete de las botellas de aire -dijo él.
No necesitó decir nada a los otros. Habían tirado ya su equipo y estaban abriendo el paquete. Las nubes se extendieron en lo alto y los cuatro se vieron sumergidos en un mundo crepuscular desprovisto de todo color. Estaban aturdidos por la violenta exhibición de fuerza atmosférica. El viento redobló de pronto su velocidad llenando el aire de espuma arrancada de las crestas de las olas.