Выбрать главу

LeBaron disfrutaba con este desafío. El regocijo de adivinar el comportamiento de la antigua bolsa de gas y combatir sus antojos aerodinámicos superaba en mucho las satisfacciones que experimentaba al pilotar uno de los cinco aviones a reacción propiedad de su corporación. Aprovechaba todas las oportunidades que tenía de abandonar la sala de juntas para viajar a Key West y dar una vuelta sobre las islas del Caribe. El Prosperteer se convirtió muy pronto en un espectáculo familiar encima de las Bahamas. Un indígena que trabajaba en un campo de caña de azúcar contempló el dirigible y lo describió espontáneamente como «un cerdito que corría hacia atrás».

Sin embargo, LeBaron, como la mayoría de los empresarios de la élite del poder, tenía una mente inquieta y sentía el impulso incoercible de buscar nuevos proyectos. Después de casi un año, su interés en el viejo dirigible empezó a desvanecerse.

Entonces, una noche, conoció en un bar de la zona portuaria a una vieja rata de muelle llamado Buck Caesar, que dirigía una empresa de recuperación de objetos en el mar, con la grandilocuente denominación de «Exotic Artifact Ventures, Inc.».

Durante una conversación, mientras tomaban varias rondas de ron con hielo, Buck Caesar pronunció la palabra mágica que ha enloquecido a la mente humana desde hace más de cinco mil años y que ha causado probablemente más daños que la mitad de las guerras: tesoro.

Después de escuchar a Caesar contando historias sobre galeones españoles hundidos en las aguas del Caribe, con sus cargamentos de oro y plata mezclados con el coral, incluso un astuto financiero con el agudo sentido de los negocios como era LeBaron se dejó convencer. Con un apretón de manos, constituyeron una sociedad.

Entonces renació el interés de LeBaron en el Prosperteer. El dirigible podía ser una plataforma perfecta para descubrir lugares de posibles naufragios desde el aire. Los aeroplanos volaban demasiado rápido para una observación aérea, mientras que los helicópteros tenían un tiempo limitado de vuelo y agitaban la superficie del agua con el viento de sus hélices. El dirigible podía permanecer dos días en el aire y volar a marcha lenta. Desde una altura de cien metros, el perfil de un objeto confeccionado por el hombre podía ser detectado por unos ojos agudos a treinta metros de profundidad en un mar claro y en calma.

Estaba despuntando la aurora sobre los estrechos de Florida cuando el personal de tierra, compuesto de diez hombres, se reunió alrededor del Prosperteer y empezó una inspección previa al vuelo. El sol naciente iluminó la enorme cubierta revestida de rocío, dándole el iridiscente aspecto de una burbuja de jabón. El dirigible estaba en el centro de una pista de hormigón en cuyas grietas crecía la hierba. Una ligera brisa soplaba desde los estrechos y la aeronave giró alrededor del mástil de amarre hasta tocarlo con la redonda proa.

Casi todos los miembros del personal de tierra eran jóvenes de piel tostada, e iban vestidos de cualquier manera, con shorts o trajes de baño o pantalones de algodón. Apenas si prestaron atención al largo Cadillac que rodó por la pista y se detuvo junto al gran camión que servía de taller de reparación del dirigible, de oficina del jefe de personal y de cuarto de comunicaciones.

El chófer abrió la portezuela y LeBaron se apeó del asiento de atrás, seguido de Buck Caesar, que se dirigió inmediatamente a la barquilla del dirigible con un rollo de cartas marinas debajo del brazo. LeBaron, muy elegante y al parecer lleno de salud a sus sesenta y cinco años, dejaba a todos pequeños con su estatura cercana a los dos metros. Sus ojos tenían un color de roble claro; llevaba bien peinados los cabellos grises, y tenía la mirada lejana y preocupada del hombre cuyos pensamientos estaban a varias horas en el futuro.

Se inclinó y dijo unas pocas palabras a una atractiva mujer que iba dentro del coche. La besó ligeramente en la mejilla, cerró la portezuela y echó a andar en dirección al Prosperteer,

El jefe del personal de tierra, un hombre de aire competente y que llevaba una inmaculada chaqueta blanca, se acercó y estrechó la mano que le tendía LeBaron.

– Los depósitos de carburante están llenos, señor LeBaron. Se han hecho todas las comprobaciones necesarias para emprender el vuelo.

– ¿Cómo está la fuerza de sustentación?

– Tendrá que calcular una carga adicional de doscientos cincuenta kilos debido a la humedad.

LeBaron asintió reflexivamente con la cabeza.

– Se aligerará con el calor del día.

– Los controles deberían responder mejor. Los cables elevadores presentaban señales de herrumbre; por consiguiente, los hice cambiar.

– ¿Cuál es la previsión del tiempo?

– Nubes bajas dispersas durante la mayor parte del día. Pocas probabilidades de lluvia. Se encontrarán con un viento del sudeste que soplará de frente a cinco millas por hora en el trayecto de ida.

– Y un viento de cola en el trayecto de vuelta. Prefiero esto.

– ¿La misma frecuencia de radio que en el último viaje?

– Sí, informaremos cada media hora de nuestra posición y condiciones, empleando los términos normales de comunicación. Si descubrimos algo prometedor, lo transmitiremos en clave.

El jefe del personal de tierra asintió con la cabeza.

– Comprendido.

Sin añadir palabra, LeBaron subió la escalerilla de la góndola y ocupó el asiento del piloto. Su copiloto, Joe Cavilla, un individuo de sesenta años, agrio y de ojos tristes, que raras veces abría la boca salvo para bostezar o estornudar, se reunió con él. Su familia había inmigrado a los Estados Unidos desde el Brasil, cuando él tenía dieciséis años, y Joe se había incorporado a la Marina, pilotando dirigibles hasta que la última unidad de esta clase fue formalmente licenciada en 1964. Cavilla se había presentado un día e impresionado a LeBaron por su experiencia en aeronaves más ligeras que el aire, y éste le había contratado.

El tercer miembro de la tripulación era Buck Caesar. Su cara de hombre maduro, de tez curtida, sonreía constantemente, pero su mirada era astuta y su cuerpo eran tan firme como el de un boxeador. Estaba sentado a una mesita, con el torso inclinado, contemplando sus cartas y trazando una serie de cuadrados cerca de un sector del canal de las Bahamas.

Un humo azul brotó de los tubos de escape al poner LeBaron en marcha los motores. El personal de tierra desató cierto número de sacos de lona conteniendo lastre y que habían sido arrojados desde la barquilla. Uno de aquellos hombres, el «cazador de mariposas», levantó un largo palo con una manga de aire en su extremo, para que LeBaron pudiese observar la dirección exacta del viento.

LeBaron hizo una señal con la mano al jefe del personal de tierra. Un calzo de madera fue retirado de la rueda de aterrizaje, se soltó la ligadura de la proa al mástil, y los hombres que sostenían las cuerdas de proa se echaron a un lado y las soltaron. Cuando la aeronave quedó libre y se hubo apartado del mástil, LeBaron aceleró e hizo girar la gran rueda del timón contigua a su asiento. El Prosperteer levantó su morro de ópera bufa en un ángulo de cincuenta grados y, lentamente, se elevó en el cielo.

El personal de tierra observó hasta que la gran aeronave se perdió gradualmente de vista sobre las aguas verdeazules de los estrechos. Después volvieron brevemente su interés a la limusina y a la vaga forma femenina de detrás del cristal sombreado de la ventanilla.

Jessie LeBaron compartía la pasión de su marido por las aventuras al aire libre, pero era una mujer metódica, que prefería organizar fiestas de caridad y sesiones para recaudar fondos en campañas políticas, en vez de perder el tiempo a la caza de un tesoro dudoso. Vibrante y llena de vitalidad, con una boca que tenía un repertorio de una docena de sonrisas diferentes, tenía cincuenta años y medio, pero parecía estar más cerca de los treinta y siete. Jessie era ligeramente entrada en carnes, pero firme; su tez tenía una

suavidad cremosa, y había permitido que sus cabellos se volviesen naturalmente grisáceos. Los ojos eran grandes y oscuros, y no tenían la mirada vacía que suele dejar la cirugía plástica.

Cuando ya no pudo ver el dirigible, Jessie habló por el intercomunicador del automóvil.

– Angelo, tenga la bondad de volver al hotel.

El chófer, un cubano moreno con la cara de facciones tan duras como las grabadas en los sellos de correos, se llevó dos dedos a la visera de la gorra y asintió con la cabeza.

El personal de tierra del dirigible observó cómo daba la vuelta el largo Cadillac y pasaba por la desierta puerta de entrada de la antigua base naval. Entonces, alguien sacó una pelota de balonvolea. Rápidamente trazaron las líneas del campo y montaron una red. Después de formar los bandos, empezaron a golpear la pelota de un lado a otro para combatir el tedio de la espera.

Dentro del camión con aire acondicionado, el jefe del personal y un radiotelegrafista recibían y anotaban los mensajes del dirigible. LeBaron transmitía religiosamente cada treinta minutos, sin variar nunca más de unos pocos segundos, describiendo su posición aproximada, todos los cambios del tiempo y los barcos que navegaban debajo de ellos.

Entonces, a las dos y media de la tarde, cesaron los mensajes. El radiotelegrafista trató de comunicarse con el Prosperteer, pero no hubo respuesta. Llegaron y pasaron las cinco y continuó el silencio. Fuera, el personal de tierra dejó cansadamente de jugar y se agrupó alrededor de la puerta del compartimiento de radio, mientras crecía la inquietud en el interior. A las seis, sin ninguna señal del dirigible sobre el mar, el jefe del personal llamó a la Guardia de Costas.

Lo que nadie sabía, ni posiblemente sospechaba, era que Raymond LeBaron y sus amigos a bordo del Prosperteer se habían desvanecido en un misterio que iba mucho más allá de la mera caza de un tesoro.

2

Diez días más tarde, el presidente de los Estados Unidos contemplaba pensativamente el paisaje a través de la ventanilla de su limusina y tamborileaba con los dedos sobre una rodilla. Sus ojos no veían las fincas pintorescas de las tierras de Potomac, Maryland. Apenas se daba cuenta de cómo brillaba el sol sobre la piel de los caballos de pura raza que vagaban por los ondulados pastizales. Las imágenes que se reflejaban en su mente giraban alrededor de los extraños acontecimientos que lo habían llevado literalmente a la Casa Blanca.