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Como vicepresidente, fue elevado al cargo más alto de la nación cuando su predecesor se vio obligado a dimitir después de confesar que padecía una enfermedad mental. Afortunadamente, los medios de comunicación no emprendieron una investigación a gran escala. Desde luego, hubo las entrevistas de rutina con ayudantes de la Casa Blanca, líderes del Congreso y famosos psiquiatras, pero no apareció nada que oliese a intriga o a conspiración. El ex presidente abandonó Washington y se retiró a su casa de campo en Nuevo México, todavía respetado y compadecido por el público, y la verdad quedó guardada en la mente de muy pocos.

El nuevo jefe del ejecutivo era un hombre enérgico que medía un poco más de un metro ochenta y pesaba sus buenos cien kilos. Tenía cuadrada la mandíbula inferior, duras las facciones y una frente casi siempre arrugada en un fruncimiento reflexivo; pero sus ojos intensamente grises podían ser engañosamente límpidos. Los cabellos de plata estaban siempre perfectamente cortados, con raya en el lado derecho, al estilo tradicional de los banqueros de Kansas.

No era guapo o llamativo a los ojos del público, pero tenía un estilo y un encanto que lo hacían atractivo. Aunque era político profesional, consideraba al Gobierno, tal vez ingenuamente, como un equipo, con él como entrenador que dirigía el juego. Muy apreciado como instigador y agitador, se rodeaba de un gabinete y un personal de hombres y mujeres que se esforzaban en trabajar en armonía con el Congreso, en vez de reclutar una pandilla de compinches más preocupados de fortalecer su base de poder personal.

Sus pensamientos se centraron poco a poco en el paisaje cuando el conductor del Servicio Secreto redujo la marcha, salió de la River Road North y cruzó la gran puerta de piedra flanqueada de una verja pintada de blanco. Un guardia uniformado y un agente del Servicio Secreto que llevaba las gafas negras de ritual y traje de hombre de negocios salieron de la caseta del guarda. Miraron hacia el interior del coche y asintieron con la cabeza al reconocer a su ocupante. El agente habló por un pequeño transmisor de radio sujeto a su muñeca como un reloj.

– El jefe está en camino.

El automóvil rodó por el paseo circular bordeado de árboles del Congressional Country Club, dejando atrás las pistas de tenis a la izquierda, llenas de curiosas esposas de los socios, y se detuvo al pie del pórtico del club.

Elmer Hoskins, el encargado de recibirle, se adelantó y abrió la portezuela de atrás.

– Parece que hará un buen día para el golf, señor presidente.

– Mi juego no podría ser peor si el campo estuviese cubierto de nieve -dijo sonriendo el presidente.

– Ya quisiera yo poder llegar a poco más de ochenta golpes.

– También yo -dijo el presidente, siguiendo a Hoskins por el lado de la casa del club y bajando a las dependencias del profesor-. He añadido cinco golpes a mi puntuación desde que me hice cargo del Salón Oval.

– Sin embargo, no está mal para alguien que sólo juega una vez a la semana.

– Esto y el hecho de que cada vez me resulta más difícil prestar atención al juego.

El profesor del club apareció y le estrechó la mano.

– Reggie tiene sus palos y le está esperando en el tee del primer hoyo.

El presidente asintió con la cabeza y subieron a un pequeño vehículo que les llevó por un sendero que rodeaba un gran estanque y conducía a uno de los más largos campos de golf de la nación. Reggie Salazar, un hispano bajito y nervudo, estaba apoyado en una gran bolsa de cuero llena de palos de golf que le llegaban al pecho.

El aspecto de Salazar era engañoso. Como un borriquito de las montañas andinas, podía cargar con una bolsa de veinticinco kilos de palos de golf a lo largo de dieciocho agujeros sin jadear ni verter una gota de sudor. Cuando tenía solamente trece años, había llevado en brazos a su madre enferma y a su hermanita de tres años colgada sobre la espalda, a través de la frontera de Baja California hasta San Diego, a treinta millas. Después de la amnistía otorgada a los inmigrantes ilegales en 1985, trabajó en los campos de golf, convirtiéndose en un buen caddy en las competiciones de profesionales. Era un genio en aprender el ritmo de un campo; afirmaba que era como si le hablase y escogía infaliblemente el palo adecuado para un golpe difícil. Reggie Salazar era también un hombre de gran agudeza y un filósofo, y prodigaba los proverbios de una manera que habría dado envidia a Casey Stengel. El presidente lo había llevado consigo en un torneo entre miembros del Congreso, hacía cinco años, y se habían hecho buenos amigos.

Salazar vestía siempre como un trabajador del campo: pantalón vaquero, camisa a cuadros, botas de militar y sombrero de paja y ala ancha de ranchero. Era su marca de fábrica.

– Saludos, señor presidente -lo saludó en inglés de la frontera, brillándole los ojos de color café-. ¿Prefiere caminar o ir en el cochecito?

El presidente estrechó la mano que le tendía Salazar.

– Me conviene hacer un poco de ejercicio; por lo tanto, caminaremos un rato y tal vez iremos en coche en los nueve últimos hoyos.

Dio el primer golpe y lanzó una pelota alta y con ligero efecto que se detuvo a ciento ochenta metros cuesta arriba y cerca del borde de la calle. Mientras caminaba desde el tee, los problemas de gobernar el país se fueron apartando de su mente y empezó a pensar en el próximo golpe.

Jugó en silencio hasta que, con un golpe corto, metió la pelota en el hoyo y consiguió un par. Después descansó y tendió el palo a Salazar.

– Bueno, Reggie, ¿alguna sugerencia sobre mis tratos con el Capitolio?

– Demasiadas hormigas negras -respondió Salazar, con una sonrisa elástica.

– ¿Hormigas negras?

– Todos visten trajes oscuros y corren como locos. Lo único que hacen es llevar papeles y darle a la lengua. Yo dictaría una ley disponiendo que los miembros del Congreso sólo pudiesen reunirse en años alternos. De esta manera, causarían menos problemas.

El presidente se echó a reír.

– Sé de al menos doscientos millones de votantes que aplaudirían tu idea.

Siguieron caminando por el campo, seguidos a discreta distancia por dos agentes del Servicio Secreto en un cochecito de golf, mientras al menos otra docena rondaba por el campo. La conversación continuó animada, mientras el juego del presidente se desarrollaba bien. Después de recoger la pelota del hoyo del noveno green, su cuenta registraba treinta y nueve golpes. Lo consideró un pequeño triunfo.

– Vamos a tomarnos un descanso antes de atacar los nueve últimos -dijo el presidente-. Voy a celebrarlo con una cerveza. ¿Quieres acompañarme?

– No, gracias, señor. Emplearé el tiempo para limpiar de hierbas y de polvo sus palos.

El presidente le tendió el butter.

– Como quieras. Pero insisto en que bebas algo conmigo cuando terminemos con el hoyo decimoctavo.

El rostro de Salazar resplandeció como un faro.

– Será un honor, señor presidente -dijo, y trotó hacia la bolsa de caddy.

Veinte minutos más tarde, después de responder a una llamada de su jefe de personal y beber una botella de Coors, el presidente salió de la casa del club y se reunió con Salazar, que estaba acurrucado en un cochecito de golf en el décimo tee, con el ala ancha de su sombrero de paja bajada sobre la frente. Sus manos, relajadas, agarraban el volante y llevaban ahora un par de guantes de cuero.

– Bueno, veamos si puedo bajar de los ochenta -dijo el presidente, con los ojos brillantes por la esperanza de conseguir un buen resultado.

Salazar no dijo nada y le dio simplemente un driver.

El presidente tomó el palo y lo miró, perplejo.

– Es un agujero corto. ¿No crees que sería suficiente un número tres?

Mirando al suelo, con el sombrero ocultando su expresión, Salazar sacudió en silencio la cabeza.

– Tú eres el maestro -dijo amablemente el presidente.

Se acercó a la pelota, cerró los dedos sobre el palo, lo levantó hacia atrás y lo descargó hábilmente, pero la pelota siguió un trayecto bastante raro. Pasó por encima de la calle y aterrizó a considerable distancia, más allá del green.

Una expresión de perplejidad se pintó en la cara del presidente al regresar al tee y subir al cochecito eléctrico.

– Es la primera vez que me has dado un palo equivocado.

El caddy no respondió. Apretó el pedal de la batería y dirigió el vehículo hacia el décimo green. Al llegar a la mitad de la calle, se inclinó hacia adelante y colocó un pequeño paquete en el tablero, precisamente delante del presidente.

– ¿Has traído un bocadillo por si tienes hambre? -preguntó, campechano, el presidente.

– No, señor; es una bomba.

El presidente frunció un poco el entrecejo, con irritación.

– La broma no tiene gracia, Reggie…

Se interrumpió de pronto al ver que se levantaba el sombrero de paja y descubrir los ojos azules de un completo desconocido.

3

– Tenga la bondad de mantener los brazos en su posición actual -dijo el desconocido con naturalidad-. Conozco la señal con la mano que le dijeron que hiciese a los del Servicio Secreto si creía que su vida estaba en peligro.

El presidente permaneció sentado como un tronco, incrédulo, más curioso que asustado. No confiaba en encontrar las palabras adecuadas si era el primero en hablar. Sus ojos no se apartaban del paquete.

– Es una estupidez -dijo al fin-. No vivirá para disfrutarlo.

– Esto no es un asesinato. No sufrirá ningún daño si sigue mis instrucciones. ¿De acuerdo?

– Tiene usted muchas agallas, míster.

El desconocido hizo caso omiso de la observación y siguió hablando en el tono de un maestro de escuela que recitara las normas de conducta a sus alumnos.