– Suspongo que lo que dices de que mala hierba nunca muere es verdad -dijo Sandecker con voz ronca.
– Es mejor salvar el pellejo que perderlo -respondió sonriendo Pitt.
Sandecker le asió de un brazo y le condujo a un coche que esperaba.
– Le esperan en la sede de la CÍA en Langley para interrogarle.
Pitt se detuvo de pronto.
– Ellos están vivos -anunció brevemente.
– ¿Vivos? -dijo, pasmado, Sandecker-. ¿Todos?
– Prisioneros de los rusos y torturados por un desertor.
La incomprensión se pintó en el rostro de Sandecker.
– ¿Estuvieron en Cuba?
– En una de las islas próximas -explicó Pitt-. Tenemos que informar a los rusos de mi rescate lo antes posible, para impedir que…
– Más despacio -le interrumpió Sandecker-. Estoy perdiendo el hilo, Mejor aún, espere a referir toda la historia cuando lleguemos a Langley. Supongo que tendrá mucho que contar.
Mientras volaban sobre la ciudad, empezó a llover. Pitt contempló a través del parabrisas de plexiglás las ochenta hectáreas de bosque que rodeaban la vasta estructura de mármol gris y hormigón que era sede del ejército de espías de los Estados Unidos. Desde el aire, parecía desierta; no se veía a nadie en el lugar. Incluso la zona de aparcamiento estaba sólo ocupada en una cuarta parte. La única forma humana que Pitt pudo distinguir era una estatua del espía más famoso de la nación, Nathan Hale, que había cometido el error de dejarse atrapar y había sido ahorcado
Dos altos oficiales estaban esperando en la pista para helicópteros, provistos de paraguas. Todos entraron corriendo en el edificio y Pitt y Sandecker fueron introducidos en un gran salón de conferencias. Había allí seis hombres y una mujer. Martin Brogan se acercó, estrechó la mano a Pitt y le presentó a los otros. Pitt les saludó con la cabeza y pronto olvidó sus nombres.
Brogan dijo:
– Creo que ha tenido un viaje muy accidentado.
– No lo recomendaría a los turistas-respondió Pitt.
– ¿Puedo ofrecerle algo de comer ó de beber? -dijo amablemente Brogan-. ¿Una taza de café o tal vez un desayuno?
– Me apetecería una cerveza bien fría…
– Desde luego -Brogan levantó el teléfono y dijo algo-. Estará aquí dentro de un minuto.
La sala de conferencias era sencilla en comparación con las de oficinas de empresas comerciales. Las paredes eran de un color beige neutro, lo mismo que la alfombra, y los muebles parecían proceder de una tienda de saldos. No había cuadros ni adornos de clase alguna que la animasen. Una habitación cuya única función era servir de lugar de trabajo.
Ofrecieron una silla a Pitt en un extremo de la mesa, pero rehusó. Sus posaderas no estaban todavía en condiciones de sentarse. Todos los que estaban en la sala le miraban fijamente, y empezó a sentirse como un animal del zoo una tarde de domingo.
Brogan le dirigió una sonrisa franca.
– Tenga la bondad de contarnos desde el principio todo lo que ha oído y observado. Su relato será registrado y transcrito. Después pasaremos a las preguntas y respuestas. ¿Le parece bien?
Llegó la cerveza. Pitt tomó un largo trago, se sintió mejor y empezó a relatar los sucesos, desde que se había elevado en Key West hasta que había visto surgir el submarino del agua a pocos metros de la bañera que se estaba hundiendo. No omitió nada y se tomó todo el tiempo necesario, explicando todos los detalles por triviales que fuesen, que podía recordar. Tardó en ello casi una hora y media, pero los otros le escucharon atentamente sin interrogarle ni interrumpirle. Cuando por fin hubo terminado, descansó cuidadosamente su dolorido cuerpo en una silla y esperó con calma a que todos consultasen sus notas.
Brogan ordenó un breve descanso, mientras traían fotografías aéreas de Cayo Santa María, fichas sobre Velikov y Gly y las copias de la narración. Después de cuarenta minutos de estudio, Brogan inició el interrogatorio.
– Llevaban armas en el dirigible. ¿Por qué?
– Las noticias sobre el naufragio del Cyclops indicaban que yacía en aguas cubanas. Pareció adecuado llevar un escudo a prueba de balas y un lanzador de misiles como medidas de protección.
– Desde luego, se da usted cuenta de que su ataque no autorizado contra un helicóptero patrullero cubano estuvo en contra de la política del Gobierno.
Esto lo dijo un hombre que Pitt recordó que trabajaba para el Departamento de Estado.
– Me guié por una ley de rango superior -dijo Pitt, con una irónica sonrisa.
– ¿Puedo preguntarle qué ley es ésta?
– Procede del Viejo Oeste; algo que ellos llamaban legítima defensa. Los cubanos dispararon calculo que un millar de proyectiles antes de que Al Giordino volase el helicóptero. Brogan sonrió. Le gustaban los hombres como Pitt.
– Lo que más nos interesa ahora es su descripción de la instalación de los rusos en la isla. Dice que no está vigilada.
– Los únicos guardias que vi a nivel del suelo fueron los que se hallaban en la entrada del recinto. Nadie patrullaba en los caminos o en las playas. La única medida de seguridad era una valla electrificada.
– Esto explica por qué la cámara de infrarrojos no detectó ninguna señal de actividad humana -dijo un analista, examinando las fotos.
– Esto es impropio de los rusos -murmuró otro oficial de la CÍA-. Casi siempre revelan sus bases secretas por la exageración de sus medidas de seguridad.
– Esta vez no -dijo Pitt-. Se han pasado al extremo opuesto y les ha dado resultado. El general Velikov declaró que era la instalación militar más importante fuera de la Unión Soviética. Y creo que nadie de su agencia se dio cuenta de ello hasta ahora.
– Confieso que tal vez nos engañaron -dijo Brogan-. Siempre que lo que nos ha dicho usted sea verdad.
Pitt dirigió una fría mirada a Brogan. Después se levantó, dolorido, de su silla, y se dirigió a la puerta.
– Muy bien, tómelo como usted quiera. Mentí. Gracias por la cerveza.
– ¿Puedo preguntarle adonde va?
– A convocar una conferencia de prensa -dijo Pitt, hablando directamente a Brogan-. Estoy perdiendo un tiempo precioso por su causa. Cuanto antes haga pública mi huida y pida la liberación de los LeBaron, Giordino y Gunn, antes se verá obligado Velikov a suspender sus torturas y su ejecución.
Se hizo un impresionante silencio. Ninguno de los que se sentaban a la mesa de conferencias podía creer que Pitt se dispusiese a salir; nadie, salvo Sandecker. Permaneció sentado, sonriendo con aire triunfal.
– Será mejor que se tranquilice, Martin. Se les acaba de ofrecer una información más importante de la que podían imaginar y, si ninguno de los que están en esta habitación es capaz de reconocerlo, les sugiero que se busquen otro trabajo.
Brogan podía ser brusco y ególatra, pero no era tonto. Se levantó rápidamente y detuvo a Pitt en la puerta.
– Perdone a un viejo irlandés que ha salido escaldado más veces de las que puede contar. Treinta años en este oficio y uno se convierte naturalmente en un incrédulo Tomás. Por favor, ayúdenos a juntar las piezas del rompecabezas. Después hablaremos de lo que hay que hacer por sus amigos y los LeBaron.
– Le costará otra cerveza -dijo Pitt.
Brogan y los otros se echaron a reír. Se había roto el hielo, y continuaron las preguntas desde todos los lados de la mesa.
– ¿Es éste Velikov? -preguntó un analista, mostrando una fotografía.
– Sí, es el general Peter Velikov. Su inglés con acento americano es literalmente perfecto. Olvidaba decir que tenía mi expediente, incluido una reseña biográfica.
Sandecker miró a Brogan.
– Parece que Sam Emmett tiene un topo en la sección de archivos del FBI.
Brogan sonrió sarcásticamente.
– A Sam no le gustará enterarse de esto.
– Podríamos escribir un libro sobre las hazañas de Velikov -dijo un hombre corpulento, dirigiéndose a Pitt-. Me gustaría que, en otra ocasión, me describiese sus peculiaridades.
– Con mucho gusto -dijo Pitt.
– ¿Y es éste Foss Gly, el inquisidor de mano dura?
Pitt miró la segunda fotografía y asintió con la cabeza.
– Su cara es diez años más vieja que cuando se tomó esta foto, pero es él.
– Un mercenario americano, nacido en Arizona -dijo el analista-. ¿Le conocía de antes?
– Sí, le conocí durante el proyecto Empress of Ireland para el Tratado Norteamericano. Supongo que lo recuerdan.
Brogan asintió con la cabeza.
– Yo sí -dijo.
– Volviendo a la disposición del edificio -dijo la mujer-, ¿cuántas plantas tiene?
– Según el indicador del ascensor, cinco. Todas bajo tierra.
– ¿Tiene idea de las dimensiones?
– Lo único que pude ver fue mi celda, el pasillo, el despacho de Velikov y un garaje. Ah, sí, y la entrada de la residencia, decorada al estilo de un castillo español.
– ¿Grosor de las paredes?
– Alrededor de medio metro.
– ¿Calidad de la construcción?
– Buena. Ni humedad ni grietas visibles en el hormigón.
– ¿Qué clase de vehículos había en el garaje?
– Dos camiones militares. Los demás, dedicados a la construcción: un bulldozer, una excavadora, un recogedor de cerezas.
La mujer levantó la mirada de sus notas.
– Perdón. ¿El último?
– Un recogedor de cerezas -explicó Pitt-. Un camión especial, con una plataforma telescópica para trabajar en las alturas. Los usan los que podan árboles y los operarios de las líneas telefónicas.
– ¿Dimensiones aproximadas de la antena parabólica?
– Fue difícil medirla en la oscuridad. Aproximadamente trescientos metros de longitud por doscientos de anchura. Es izada hasta su posición de funcionamiento por brazos hidráulicos camuflados como palmeras.
– ¿Maciza o de reja?
– De reja.
– ¿Circuitos, cajas de empalmes, repetidores?
– No vi ninguno, lo cual no quiere decir que no estuviesen.
Brogan había seguido estas preguntas sin intervenir. Ahora levantó una mano y miró a un hombre de aspecto estudioso sentado a uno de los lados de la mesa.