Sintió, a través del traje lunar, que una mano apretaba su hombro. Habló por el transmisor interno de su casco, sin volverse.
– ¿Qué ha descubierto?
El teniente Dmitri Petrov señaló un valle plano que discurría entre las inclinadas paredes de dos cráteres a unos mil metros a la izquierda.
– Huellas de vehículos y pisadas, convergiendo hacia aquella sombra debajo del borde del cráter de la izquierda. Distinguí tres o tal vez cuatro pequeños edificios.
– Invernaderos presurizados -dijo Leuchenko. Colocó unos gemelos en forma de caja sobre un pequeño trípode y ajustó el ancho visor a la parte delantera de su casco-. Parece como si saliese vapor de la falda del cráter. -Hizo una pausa para enfocar mejor las lentes-. Sí, ahora puedo verlo claramente. Hay una entrada en la roca, probablemente hermética y con acceso a la instalación interior. No hay señales de vida. El perímetro exterior parece desierto.
– Podrían estar ocultos para tendernos una emboscada -dijo Petrov.
– Ocultos, ¿dónde? -preguntó Leuchenko, resiguiendo el abierto panorama-. Las rocas desparramadas son demasiado pequeñas para que un hombre se esconda detrás de ellas. No hay grietas en el suelo, ni indicios de obras de defensa. Un astronauta en un voluminoso traje lunar blanco se destacaría como un muñeco de nieve en un campo de ceniza. No, deben de haberse hecho fuertes dentro de la cueva.
– Una imprudente posición defensiva. Mejor para nosotros.
– Pero tienen un lanzador de cohetes.
– Esto es poco eficaz contra hombres desplegados en una formación holgada.
– Cierto, pero nosotros no tenemos dónde resguardarnos y no podemos estar seguros de que no tienen otras armas.
– Un fuego concentrado contra la entrada de la cueva podría obligarles a salir -sugirió Petrov.
– Tenemos orden de no causar daños innecesarios a la instalación -dijo Leuchenko-. Tenemos que entrar…
– ¡Algo se está moviendo allí! -gritó Petrov.
Leuchenko miró a través de los gemelos. Un vehículo descubierto y de extraño aspecto había aparecido desde detrás de uno de los invernaderos y avanzaba en su dirección. Una bandera blanca, sujeta a una antena, pendía flaccida en la atmósfera sin aire. Siguió observando hasta que el vehículo se detuvo a cincuenta metros de distancia y una figura se apeó de él.
– Interesante -dijo reflexivamente Leuchenko-. Los americanos quieren parlamentar.
– Puede ser un truco. Un ardid para estudiar nuestra fuerza.
– No lo creo. No establecerían contacto bajo una bandera de tregua si actuasen desde una posición de fuerza. Su servicio secreto y sus sistemas de seguimiento desde la Tierra les habrán avisado de nuestra llegada, y deben darse cuenta de que su armamento es muy inferior al nuestro. Los americanos son capitalistas. Lo consideran todo desde el punto de vista práctico. Si no pueden combatir, intentarán hacer un trato.
– ¿Vas a ir a su encuentro? -preguntó Petrov
– Nada se pierde con hablar. Parece que no va armado. Tal vez pueda convencerles de que me entreguen la colonia intacta a cambio de respetarles la vida.
– Tenemos orden de no hacer prisioneros.
– No lo he olvidado -dijo bruscamente Leuchenko-. Cruzaremos aquel puente cuando hayamos logrado nuestro objetivo. Diga a los hombres que apunten al americano. Si levanto la mano izquierda, déles la orden de disparar.
Entregó su arma automática a Petrov y se puso rápidamente en pie. Su traje lunar y su mochila vital, que contenía un depósito de oxígeno y otro de agua para la refrigeración, añadían noventa kilos al peso de Leuchenko, haciendo un total de casi ciento ochenta kilos terrestres. Pero su peso lunar era solamente de treinta kilos.
Avanzó hacia el vehículo lunar con esa andadura saltarina que se produce cuando uno se mueve bajo la ligera tracción de la fuerza de gravedad de la Luna. Se acercó rápidamente al vehículo y se detuvo a cinco metros de distancia.
El colono lunar americano estaba tranquilamente apoyado en una rueda delantera. Entonces se irguió, hincó una rodilla en el suelo y escribió un número en el polvo de color de plomo.
Leuchenko comprendió y puso su receptor de radio a la frecuencia indicada. Después asintió con la cabeza.
– ¿Me oye? -preguntó el americano en ruso, pero con pésimo acento.
– Hablo inglés -respondió Leuchenko.
– Bien. Esto evitará cualquier error de interpretación. Me llamo Eli Steinmetz.
– ¿Es el jefe de la base lunar de los Estados Unidos?
– Yo dirijo el proyecto, sí.
– Comandante Grigory Leuchenko, de la Unión Soviética.
Steinmetz se acercó más y se estrecharon rígidamente la mano.
– Parece que tenemos un problema, comandante.
– Un problema que ninguno de los dos puede evitar.
– Ustedes podrían dar media vuelta y volver a su nave en órbita -dijo Steinmetz.
– Tengo órdenes -declaró Leuchenko con firmeza.
– Tiene que atacar y capturar mi colonia.
– Sí.
– ¿No hay manera de evitar el derramamiento de sangre?
– Podrían rendirse.
– Muy gracioso -dijo Steinmetz-. Yo iba a proponerle lo mismo.
Leuchenko estaba seguro de que Steinmetz se tiraba un farol, pero la cara que había detrás de la ventanilla de observación teñida de amarillo del casco permanecía invisible. Lo único que Leuchenko podía ver era su propio reflejo.
– Debe darse cuenta de nuestra superioridad numérica.
– En un combate normal, tendrían ustedes las de ganar -convino Steinmetz-. Pero solamente pueden permanecer fuera de su nave nodriza unas pocas horas antes de que tengan que volver a ella y rellenar sus depósitos de oxígeno. Calculo que ya habrán gastado dos.
– Nos queda lo suficiente para realizar nuestro trabajo -dijo confiadamente Leuchenko.
– Debo hacerle una advertencia, comandante. Nosotros tenemos un arma secreta. Usted y sus hombres morirán.
– Un farol bastante burdo, señor Steinmetz. Yo habría esperado algo mejor de un científico americano.
Steinmetz le corrigió:
– Ingeniero; no es lo mismo.
– No me importa lo que sea -dijo Leuchenko, con evidente impaciencia.
Como soldado, no se hallaba en su elemento en negociaciones verbales. Estaba ansioso de entrar en acción.
– Es insensato continuar esta conversación. Lo prudente, por su parte, sería que hiciese salir a sus hombres y nos entregase la instalación. Yo respondo de su seguridad hasta que puedan ser enviados a la Tierra.
– Miente usted, comandante. O sus hombres o los míos tendrán que ser eliminados. No puede quedar nadie que diga al mundo lo que ha sucedido aquí.
– Se equivoca, señor Steinmetz. Si se rinden, serán tratados equitativamente.
– Lo siento, pero no hay trato.
– Entonces no puede haber cuartel.
– No lo esperaba -dijo Steinmetz, en tono inexorable-. Si atacan, la pérdida de vidas humanas recaerá sobre su conciencia.
Leuchenko se enfureció:
– Como responsable de la muerte de nueve cosmonautas soviéticos, señor Steinmetz, no creo que sea usted la persona más indicada para darme lecciones de humanidad.
Leuchenko no podía estar seguro, pero habría jurado que Steinmetz se había puesto tenso. Sin esperar una réplica, giró sobre sus talones y se alejó. Miró por encima del hombro y vio que Steinmetz permanecía varios segundos plantado allí antes de volver a subir lentamente a su vehículo lunar y regresar a la colonia, levantando una nubécula de polvo gris con las ruedas de atrás.
Leuchenko sonrió para sí. Dos horas más, tal vez tres como máximo, y su misión habría terminado triunfalmente. Cuando se halló de nuevo entre sus hombres, estudió con los gemelos la disposición del rocoso terreno de delante de la base lunar. Finalmente, cuando estuvo convencido de que no había colonos americanos acechando entre las rocas, dio la orden de desplegarse en formación holgada y avanzar. La élite del equipo combatiente soviético inició su avance sin sospechar en absoluto que la ingeniosa trampa que había montado Steinmetz les estaba esperando.
48
Después de volver a la entrada de la sede subterránea de Jersey Colony, Steinmetz aparcó tranquilamente el vehículo lunar y penetró despacio en el interior. Se tomó tiempo, casi sintiendo la mirada de Leuchenko observando todos sus movimientos. En cuanto se hubo perdido de vista de los rusos, se detuvo en seco en la esclusa de aire y pasó rápidamente por un pequeño túnel lateral que se elevaba gradualmente a través de la vertiente interior del cráter. Al pasar, levantaba nubéculas de polvo que llenaban el estrecho pasadizo, y tenía que limpiar continuamente el cristal del casco para poder ver algo.
Cincuenta pasos y un minuto más tarde, se agachó y se arrastró por una abertura que conducía a una pequeña cornisa camuflada con un gran paño gris que imitaba perfectamente la superficie circundante. Otro personaje uniformado yacía allá boca abajo, observando a través de la mira telescópica de un fusil.
Willie Shea, el geofísico de la colonia, no se dio cuenta de otra presencia hasta que Steinmetz se sentó a su lado.
– Creo que no has causado mucha impresión -dijo, con ligero acento bostoniano-. Los eslavos están a punto de atacar nuestra casa.
Desde su elevado punto de observación, Steinmetz pudo ver claramente cómo avanzaban Leuchenko y sus hombres por el valle. Lo hacían como cazadores detrás de su presa, sin intentar valerse del suelo elevado de las vertientes del cráter. Las piedras sueltas habrían hecho demasiado lenta la marcha. En vez de esto, saltaban en el llano, corriendo en zigzag, arrojándose al suelo cada diez o quince metros y aprovechando todas las rocas y anfractuosidades del terreno. A un tirador experto le habría sido casi imposible acertar a aquellas figuras que oscilaban y se escabullían.