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– ¿Qué pretendes hacer?

Fidel sonrió sin soltar el cigarro.

– Ir a cazar patos.

– ¿Ahora? ¿Hoy?

– En cuanto lleguemos a tierra, iré a enterrarme en mi refugio, fuera de La Habana, y tú vendrás conmigo. Permaneceremos recluidos, sin recibir llamadas telefónicas ni celebrar reuniones hasta el Día de la Educación.

– ¿Crees que es prudente dejar colgado al presidente y desentendernos de la amenaza interna de los soviéticos?

– ¿Qué mal puede haber en ello? Las ruedas de las relaciones extranjeras americanas giran como las de una carreta tirada por bueyes. Con su enviado muerto, sólo puede quedarse de cara a la pared y esperar mi nueva iniciativa. En cuanto a los rusos, todavía no es el momento oportuno para su maniobra. -Golpeó ligeramente el hombro de Raúl-. Anímate, hermanito. ¿Qué puede ocurrir en los próximos cinco días que tú y yo no podamos controlar?

Raúl se lo preguntó vagamente. También se preguntó cómo podía sentirse helado como una tumba bajo el sol abrasador del Caribe.

Poco después de medianoche, el general Velikov se puso rígidamente en pie junto a su mesa cuando se abrieron las puertas del ascensor y Lyev Maisky entró en el despacho.

Velikov le saludó fríamente.

– Camarada Maisky. Es un placer inesperado.

– Camarada general.

– ¿Puedo ofrecerle algún refresco?

– Esta humedad es una maldición -respondió Maisky, enjugándose la frente con una mano y observando el sudor en sus dedos-. No me vendría mal un vaso de vodka helado.

Velikov levantó un teléfono y dio una breve orden. Después señaló un sillón.

– Por favor, póngase cómodo.

Maisky se dejó caer pesadamente en un blando sillón de cuero y bostezó debido al largo trayecto en avión.

– Lamento que no haya sido informado de mi llegada, general, pero el camarada Polevoi pensó que era mejor no exponernos a que fuesen interceptadas y descifradas sus nuevas instrucciones por los servicios de escucha de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana.

Velikov arqueó las cejas como tenía por costumbre y dirigió a Maisky una mirada cautelosa.

– ¿Nuevas instrucciones?

– Sí, una operación muy complicada.

– Espero que el jefe de la KGB no me ordene aplazar el proyecto de asesinato de Castro.

– En absoluto. En realidad, me han pedido que le diga que los barcos con el cargamento necesario para la misión llegarán al puerto de La Habana medio día antes de lo previsto.

Velikov asintió satisfecho con la cabeza.

– Así tendremos más tiempo.

– ¿Han tenido algún problema? -preguntó Maisky.

– Todo se desarrolla normalmente.

– ¿Todo? -repitió Maisky-. Al camarada Polevoi no le gustó la huida de uno de sus prisioneros.

– No tiene que preocuparse. Un pescador encontró el cuerpo del fugitivo en sus redes. El secreto de esta instalación es todavía seguro.

– ¿Y qué me dice de los otros? Debe saber que el Departamento de Estado exige a las autoridades cubanas su liberación.

– Un burdo farol -replicó Velikov-. La CÍA no tiene el menor indicio de que los intrusos están todavía vivos. El hecho de que Washington pida su liberación a los cubanos, en vez de a nosotros, demuestra que están disparando a ciegas.

– La cuestión es saber contra qué están disparando. -Maisky hizo una pausa y sacó una pitillera de platino del bolsillo. Encendió un cigarrillo largo y sin filtro y exhaló el humo hacia el techo-. Nada debe retrasar Ron y Cola.

– Castro hablará según lo prometido.

– ¿Puede estar seguro de que no cambiará de idea?

– Si la historia se repite, pisamos terreno firme. El jefe máximo todavía no ha perdido ninguna oportunidad de pronunciar un discurso.

– Pero puede producirse un accidente, una enfermedad o un huracán.

– Algunas cosas escapan al control humano, pero no pienso fracasar.

Un guardia uniformado apareció con una botella de vodka fría y un vaso sobre una capa de hielo.

– ¿Sólo un vaso, general? ¿No beberá conmigo?

– Tal vez un coñac, más tarde.

Velikov esperó pacientemente hasta que Maisky hubo consumido un tercio de la botella. Después se lanzó.

– ¿Puedo pedir al delegado del Primer Directorio que me ilustre sobre esta nueva operación?

– Desde luego -dijo amablemente Maisky-. Tiene que emplear todos los medios electrónicos de que dispone para obligar a la nave espacial de los Estados Unidos a aterrizar en territorio cubano.

– ¿He oído bien? -preguntó pasmado Velikov.

– El camarada presidente Antonov le ordena que irrumpa en los sensores computarizados de control de la lanzadera espacial Gettysburg, entre su regreso a la atmósfera y su acercamiento a Cabo Cañaveral, y la dirija de manera que aterrice en nuestro aeródromo militar de Santa Clara.

Frunciendo desconcertado el entrecejo, Velikov miró a Maisky como si el delegado de la KGB estuviese loco.

– Si me permite decirlo, es el plan más disparatado que haya concebido nunca el Directorio.

– Sin embargo, todo ha sido estudiado por nuestros científicos espaciales -dijo a la ligera Maisky. Apoyó el pie en una gran cartera que traía-. Todos los datos están aquí para la programación de sus ordenadores y el adiestramiento de su personal.

– Mis hombres son ingenieros de comunicaciones. -Velikov parecía perplejo-. No saben nada sobre dinámica del espacio.

– No hace falta que lo sepan. Los ordenadores se encargarán de ello. Lo más importante es que su equipo de la isla tenga capacidad para anular al Centro de Control Espacial de Houston y tomar el mando de la nave.

– ¿Cuándo se presume que ha de ocurrir esto?

– Según la NASA, el Gettysburg iniciará su reentrada en la atmósfera aproximadamente dentro de veintinueve horas.

Velikov asintió sencillamente con la cabeza. La impresión había pasado rápidamente, y había recobrado el control total, la tranquilidad y la viveza mental del profesional cabal.

– Desde luego, prestaré toda mi colaboración; pero me atrevo a decir que se necesitará algo más que un milagro corriente para realizar lo increíble.

Maisky bebió otro vaso de vodka y rechazó el pesimismo de Velikov con un ademán.

– Hay que tener fe, general, no en los milagros, sino en la inteligencia de los científicos y los ingenieros soviéticos. Esto es lo que pondrá a la nave espacial más adelantada de América en una pista de aterrizaje en Cuba.

Giordino contempló recelosamente el plato que tenía sobre las rodillas.

– Primero nos dan bazofia, y ahora, solomillo y huevos. No me fío de esos bastardos. Probablemente lo han sazonado con arsénico.

– Un truco para levantarnos antes de volver a derribarnos -dijo Gunn, hincando vorazmente los dientes en la carne-. Pero voy a olvidarme de esto.

– Hoy es el tercer día que el verdugo de la habitación número seis nos ha dejado en paz. Hay algo que huele mal.

– ¿Preferirías que te rompiese otra costilla? -murmuró Gunn, entre dos bocados.

Giordino pinchó los huevos con el tenedor y los probó.

– Probablemente nos engordan para la matanza.

– Quiera Dios que hayan dejado también en paz a Jessie.

– A los sádicos como Gly les encanta pegar a las mujeres.

– ¿Te has preguntado alguna vez por qué no está nunca Velikov presente durante las actuaciones de Gly?

– Es típico de los rusos dejar que un extranjero haga el trabajo sucio, o tal vez no puede soportar la vista de la sangre. ¿Cómo puedo saberlo?

La puerta se abrió de pronto y Foss Gly entró en la celda. Sus labios gruesos y salientes se abrieron en una sonrisa, y las pupilas de sus ojos eran hondas, negras y vacías.

– ¿Les gusta su comida, caballeros?

– Se ha olvidado del vino -dijo desdeñosamente Giordino-. Y el solomillo me gusta más crudo.

Gly se acercó más y, antes de que Giordino pudiese adivinar sus intenciones, descargó el puño en un furioso revés contra su caja torácica.

Giordino jadeó y todo su cuerpo se contrajo en un espasmo convulsivo. Su cara palideció, y sin embargo, increíblemente, esbozó una sonrisa torcida, mientras fluía entre el vello de su barba sin afeitar la sangre que brotaba de donde sus dientes habían mordido el labio inferior.

Gunn se incorporó en su litera sobre un brazo y arrojó el plato de comida contra la cabeza de Gly. Los huevos se estrellaron en la mejilla del verdugo y la carne a medio consumir le dio en la boca.

– Una reacción estúpida -dijo Gly, en un furioso murmullo-. Y lo lamentarás.

Se agachó, agarró el tobillo roto de Gunn y lo torció cruelmente.

Gunn apretó los puños, sus ojos se nublaron de dolor, pero no dijo nada. Gly se echó atrás y se quedó estudiándolo. Parecía fascinado.

– Eres duro, muy duro, por ser tan pequeño.

– Vuelve a tu agujero, babosa -farfulló Giordino, todavía recobrando su aliento.

– Tercos, muy tercos -suspiró cansadamente Gly. Por un breve segundo, sus ojos adquirieron una expresión pensativa; después volvió el negro vacío, frío y maligno como esculpido en una estatua-. Ah, sí, habéis hecho que me distrajese. He venido a daros noticias de vuestro amigo Dirk Pitt.

– ¿Qué ha sido de él?

– Trató de escapar y se ahogó.

– Mientes -dijo Gunn.

– Un pescador de las Bahamas lo encontró. El Consulado americano ha identificado ya el cadáver, o lo que quedaba de él después de haber sido pasto de los tiburones. -Se enjugó el huevo de la cara, agarró el solomillo del plato de Giordino, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la bota-. Bon appétit, caballeros.

Salió de la celda y cerró la puerta a su espalda.

Giordino y Gunn se miraron en silencio durante largo rato, hasta que se hizo súbitamente la luz en sus cerebros. Entonces sus caras se iluminaron con amplias sonrisas que pronto se convirtieron en carcajadas.

– ¡Lo ha conseguido! -gritó Giordino, con un entusiasmo que mitigaba su dolor-. ¡Dirk ha podido volver a casa!