El presidente suspiró casi con tristeza.
– Este hombre ha hecho ya demasiado. ¿Es absolutamente necesaria su presencia?
– Sólo Pitt podría hacerlo -dijo Fawcett.
– ¿Podrán destruir a tiempo el centro de interferencias?
– Sinceramente, debo confesar que es una cuestión de cara o cruz.
– Dígale a Jess Simmons que esté en el Salón de Guerra -dijo solemnemente el presidente-. Si algo anda mal, temo que, para que el Gettysburg y su valioso cargamento no caigan en manos de los soviéticos, no tendremos más remedio que derribarlo. ¿Me ha entendido, Dan?
– Sí, señor -dijo Fawcett palideciendo repentinamente-. Le transmitiré su mensaje.
53
– Alto -ordenó Kleist. Comprobó de nuevo los datos del instrumento satélite Navstar y aplicó un par de compases sobre una carta extendida-. Estamos a siete millas al este de Cayo Santa María. Es lo más cerca que podemos llevar el TSE.
El comandante Quintana, que llevaba uniforme de campaña moteado de gris y negro, miró fijamente la marca amarilla en la carta.
– Tardaríamos unos cuarenta minutos en girar hacia el sur y desembarcar desde el lado cubano.
– El viento está en calma y las olas no son de más de medio metro. Otra ventaja es que no hay luna. La noche no puede ser más negra.
– Una noticia tan mala como buena -dijo gravemente Quintana-. Hace que seamos difíciles de ver, pero tampoco podremos ver nosotros las patrullas de guardias, si es que las hay. A mi entender, nuestro principal problema es que no tenemos la situación exacta del recinto. Podemos desembarcar a kilómetros de distancia.
Kleist se volvió y miró a un hombre alto e imponente que se apoyaba en un mamparo. Como Quintana, vestía un traje de campaña especial para la noche. Sus ojos grises y penetrantes se fijaron en los de Kleist.
– ¿Todavía no puede señalar exactamente el lugar?
Pitt se irguió, sonrió con su acostumbrada indiferencia y dijo simplemente:
– No.
– No es muy alentador -dijo rudamente Quintana.
– Es posible, pero al menos soy sincero.
Kleist habló con indulgencia.
– Lamentamos, señor Pitt, que las condiciones visuales no fuesen las adecuadas durante su fuga. Pero le agradeceríamos que fuese un poco más concreto.
La sonrisa de Pitt se extinguió.
– Miren, yo llegué a tierra en medio de un huracán y huí en plena noche. Ambas cosas tuvieron lugar en el lado de la isla opuesto a aquel en que se presume que hemos de desembarcar. No medí las distancias, ni arrojé migas de pan al suelo durante mi camino. La tierra era llana, sin colinas ni arroyos que pudiesen servir de puntos de referencia. Sólo palmeras, malezas y arena. La antena estaba a media milla del pueblo. El recinto, al menos una milla más allá. Cuando lleguemos al camino, el recinto estará a la izquierda. Esto es cuanto puedo decirles.
Quintana asintió resignadamente con la cabeza.
– Dadas las circunstancias, no podemos pedir más.
Un tripulante desaliñado, que vestía jeans y camiseta de manga corta, entró por la escotilla en el cuarto de control. Tendió en silencio un mensaje descifrado a Kleist y se marchó.
– Ojalá no sea una cancelación en el último momento -dijo vivamente Pitt.
– Al contrario -murmuró Kleist-. Todavía nos apremian más.
Releyó el mensaje, con un fruncimiento de cejas en el rostro normalmente impasible. Lo tendió a Quintana, el cual lo leyó y después apretó los labios contrariado antes de pasar el papel a Pitt. Decía así:
NAVE ESPACIAL GETTYSBURG DEJÓ ESTACIÓN Y ESTÁ EN ÓRBITA PREPARANDO REENTRADA. PERDIDO TODO CONTACTO. APARATOS ELECTRÓNICOS DE SU OBJETIVO HAN PENETRADO ORDENADORES DE DIRECCIÓN Y TOMADO EL MANDO. CALCULAMOS QUE DESVIACIÓN RUMBO HARÁ ATERRIZAR NAVE EN CUBA A LAS 0340. RAPIDEZ ES ESENCIAL. CONSECUENCIAS IMPREVISIBLES SI INSTALACIÓN NO ES DESTRUIDA A TIEMPO. SUERTE.
– Son muy amables al avisarnos en el último minuto -dijo hoscamente Pitt-. Faltan menos de dos horas para las tres y cuarenta.
Quintana miró severamente a Kleist.
– ¿Pueden realmente los soviéticos hacer una cosa así y salirse con la suya? -dijo.
Kleist no les escuchaba. Volvió a contemplar la carta y trazó una fina línea en lápiz que marcaba el rumbo hacia la costa sur de Cayo Santa María.
– ¿Dónde sitúa usted aproximadamente la antena?
Pitt tomó el lápiz y marcó un pequeño punto en la base de la cola de la isla.
– Una suposición, en el mejor de los casos.
– Está bien. Le proveeremos de un pequeño aparato de radio impermeable. Cambiaré la posición en la carta y la programaré en el ordenador Navstar; después les mantendré localizados con su señal y les guiaré.
– Usted no será el único que podrá localizarnos.
– Un pequeño riesgo, pero que nos ahorrará un tiempo valioso. Podrían volar la antena, interrumpiendo así las órdenes dirigidas por radio al Gettysburg con mucha más rapidez que si tuviesen que entrar por la fuerza en el recinto y destruir la instalación principal.
– Muy sensato.
– Ya que está de acuerdo -dijo pausadamente Kleist-, sugiero, caballeros, que vayan allá.
El transporte subacuático para fines especiales no se parecía a ningún submarino que Pitt hubiese visto. Tenía un poco más de cien metros de eslora y la forma de un cincel vuelto de lado. La proa horizontal parecida a una cuña estaba unida a un casco casi cuadrado que terminaba bruscamente en una popa en forma de caja. La cubierta era absolutamente lisa, sin salientes.
No había nadie al timón. Era totalmente automático, impulsado por una fuerza nuclear que hacía girar las hélices gemelas o, en caso necesario, accionaba unas bombas que tomaban agua en el impulso hacia delante y la arrojaban sin ruido por aberturas en los costados.
El TSE había sido especialmente diseñado para la CÍA, para operaciones secretas de contrabando de armas, infiltración de agentes camuflados e incursiones de ataque y retirada. Podía navegar hasta seiscientos metros de profundidad a una velocidad de cincuenta nudos, pero también podía remontar una playa, abrir sus puertas y desembarcar una fuerza de doscientos hombres con varios vehículos.
El submarino emergió, con su cubierta plana a sólo medio metro por encima del agua negra. El equipo de exiliados cubanos de Quintana salió por las escotillas y todos empezaron a levantar los Dashers acuáticos que les entregaban desde abajo.
Pitt había conducido un Dasher en un lugar de veraneo de México. Era un vehículo acuático a propulsión, fabricado en Francia para recreo en el mar. Llamada coche deportivo marino, la pequeña y brillante máquina tenía el aspecto de dos torpedos sujetos por los lados. El conductor yacía boca arriba, con una pierna introducida en cada uno de los dos cascos gemelos, y controlaba el movimiento por medio de un volante parecido al de los automóviles. La fuerza procedía de una batería muy potente que podía impulsar la embarcación por medio de chorros de agua a una velocidad de veinte nudos en aguas tranquilas, durante tres horas antes de tener que recargarla.
Cuando Pitt propuso emplearlos para cruzar la red cubana de radar, Kleist se apresuró a negociar un pedido especial con la fábrica y dispuso que fuesen enviados por un transporte de la Fuerza Aérea a San Salvador en quince horas.
El aire de la mañana temprana era cálido y descargó un ligero chaparrón. Cada hombre montó en su Dasher y fue empujado sobre la mojada cubierta hasta el mar. Se habían montado unas luces azules veladas en las popas, de manera que cada hombre pudiese seguir al que iba delante.
Pitt esperó unos momentos y miró en la oscuridad hacia Cayo Santa María, esperando ansiosamente no llegar demasiado tarde para salvar a sus amigos. Una gaviota madrugadora pasó chillando sobre su cabeza, invisible en el turbio cielo.
Quintana le agarró de un brazo.
– Ahora le toca a usted. -Hizo una pausa y miró a través de la penumbra-. ¿Qué diablos es eso?
Pitt levantó un palo en una mano.
– Un bate de béisbol.
– ¿Para qué lo necesita? Le dieron un AK-74.
– Es un regalo para un amigo.
Quintana sacudió asombrado la cabeza.
– Partamos. Usted irá delante. Yo iré en retaguardia por si alguien se despista.
Pitt asintió con la cabeza, subió a su Dasher y ajustó un pequeño receptor a uno de sus oídos. Un momento antes de que la tripulación le empujase sobre el lado del TSE, el coronel Kleist se inclinó y le estrechó la mano.
– Condúzcales hasta el objetivo -dijo gravemente.
Pitt le dirigió una ligera sonrisa.
– Es lo que pretendo hacer.
Entonces su Dasher entró en el agua. Él ajustó la palanca a media velocidad y se apartó del submarino. Era inútil que se volviese a comprobar si los otros le seguían. No habría podido verles. La única luz era la de las estrellas, y éstas eran demasiado opacas para resplandecer en el agua.
Aumentó la velocidad y estudió el disco fluorescente de la brújula sujeta a una de sus muñecas. Mantuvo el rumbo hacia el este hasta que oyó la voz de Kleist en su auricular:
– Tuerza a 270 grados.
Pitt hizo la corrección y mantuvo el rumbo durante diez millas, a una velocidad de unos pocos nudos por debajo de la máxima, para permitir que los hombres que iban detrás se acercasen si se desviaban. Estaba seguro de que los delicados sensores subacuáticos captarían el acercamiento de! comando, pero confiaba en que los rusos harían caso omiso de las señales en sus instrumentos, atribuyéndolas a una bandada de peces.
Muy lejos, hacia el sur en dirección a Cuba, tal vez a más de cuatro millas de distancia, el faro de una lancha patrullera brilló y barrió el agua como una guadaña, cortando la noche, buscando embarcaciones ilegales. El lejano resplandor les iluminó, pero eran demasiado pequeños y estaban tan cerca del agua que no podían ser vistos a aquella distancia.
Pitt recibió una nueva orden de Kleist y alteró el curso hacia el norte. La noche era oscura como boca de lobo, y sólo podía esperar que los otros treinta hombres se mantuviesen cerca de su popa. Las proas gemelas del Dasher tropezaron con una serie de olas más altas, que le arrojaron espuma a la cara, y sintió el fuerte sabor salino del mar.