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Pitt observaba el perezoso movimiento del Ozero Baykai a través de unos gemelos nocturnos. Afortunadamente, la marea menguante estaba a su favor, alejando cada vez más a aquel monstruo del corazón de la ciudad.

Había encontrado una máscara y registrado las bodegas en busca de señales de algún ingenio detonador, pero no había hallado nada. Llegó a la conclusión de que debía estar enterrado debajo del nitrato de amonio de uno de los depósitos de mercancías. Después de casi dos horas, subió a cubierta y respiró agradecido la suave brisa del mar.

El reloj de Pitt marcaba las cuatro y media cuando el Pisto volvió a los muelles. Se dirigió en línea recta al barco de las municiones. Jack lo estuvo observando hasta que los hombres de Moe recogieron el cable del torno de popa del remolcador y lo sujetaron a los norays de popa del Ozero Zaysan. Se habían desprendido las amarras, pero, en el momento en que el Pisto se disponía a tirar, un convoy militar de cuatro camiones llegó rugiendo al muelle.

Pitt bajó por la pasarela y corrió por el muelle a toda velocidad. Pasó alrededor de una grúa y se detuvo ante la amarra de popa. Desprendió el grueso y viscoso cable del noray y lo dejó caer en el agua. No había tiempo de soltar el cable de proa. Hombres fuertemente armados estaban saltando de los camiones y formando en equipos de combate. Subió por la pasarela e hizo funcionar el torno eléctrico que la elevaba al nivel de la cubierta, para impedir un asalto desde el muelle.

Descolgó el teléfono del puente y se comunicó con la sala de máquinas.

– Ya están ahí, Manny -fue todo lo que dijo.

– He hecho el vacío y tengo bastante vapor en una caldera para mover al barco.

– Buen trabajo, amigo. Ha ganado una hora y media.

– Entonces, larguémonos de aquí.

Pitt se dirigió al telégrafo del barco y puso los indicadores a preparados. Puso el timón de manera que la popa fuese la primera en apartarse del muelle. Después pidió despacio a popa.

Manny llamó desde la sala de máquinas y Pitt pudo sentir que los motores empezaban a vibrar debajo de sus pies.

Clark se dio cuenta, con súbito desaliento, de que su grupito de hombres era muy inferior en número, y de que estaba cortado todo camino para escapar. Vio también que no tenían que habérselas con soldados cubanos corrientes, sino con una fuerza de élite de infantes de marina soviéticos. En el mejor de los casos, podía ganar unos pocos minutos, el tiempo suficiente para que los barcos se apartasen del muelle.

Introdujo la mano en una bolsa de lona colgada de su cinturón y sacó de ella una granada. Salió de la sombra y lanzó la granada contra el camión de atrás. La explosión produjo un estampido sordo, seguido de una llamarada producida por el estallido del depósito de la gasolina. El camión pareció abrirse y los hombres que se hallaban en él fueron lanzados sobre el muelle como bolos encendidos.

Corrió entre los pasmados y desorganizados rusos, saltando sobre los heridos que chillaban y rodaban por el suelo tratando desesperadamente de apagar su ropa en llamas. Otras detonaciones se produjeron en rápida sucesión, resonando en la bahía, cuando él arrojó tres granadas más debajo de los otros camiones.

Nuevas llamaradas y nubes de humo se elevaron sobre los tejados de los almacenes. Los infantes de Marina abandonaron frenéticamente sus vehículos y corrieron para ponerse a salvo. Unos pocos recobraron su energía y empezaron a disparar en la oscuridad contra todo aquello que parecía vagamente una forma humana. El ruido del tiroteo se mezcló con el de los cristales de las ventanas de los almacenes que saltaban hechos añicos.

Los seis componentes del pequeño equipo de Clark aguantaron el fuego. Las pocas balas que llegaron en su dirección pasaron sobre sus cabezas. Esperaron a que Clark se mezclara en aquella desorganizada algarabía, sin que nadie sospechase de él debido a su uniforme de oficial cubano, maldiciendo en ruso y ordenando a los soldados que se reagrupasen y atacasen muelle arriba.

– ¡A formar! ¡A formar! -gritó furiosamente-. Se están escapando. ¡Moveos, maldita sea, antes de que huyan esos traidores!

Se interrumpió de pronto al encontrarse frente a frente con Borchev. El comandante soviético se quedó con la boca abierta, en una incredulidad total, y antes de que pudiese cerrarla, Clark le agarró de un brazo y le arrojó al agua. Afortunadamente, nadie lo advirtió en medio de aquella confusión.

– ¡Seguidme! -chilló Clark, y empezó a correr por el muelle entre dos almacenes. Individualmente y en grupos de cuatro o cinco, los infantes de Marina soviéticos corrieron detrás de él a través del muelle agachándose y zigzagueando en movimientos bien aprendidos, y disparando una cortina de balas mientras avanzaban.

Parecían haber dominado la impresión paralizadora de la sorpresa y estaban resueltos a tomar represalias contra su invisible enemigo, sin saber que estaban escapando de una pesadilla para caer en otra. Nadie discutió las órdenes de Clark. Sin un jefe que les ordenase lo contrario, los suboficiales exhortaron a sus hombres para que obedeciesen al oficial de uniforme cubano que dirigía el ataque.

Cuando los infantes de Marina hubieron pasado entre los almacenes, Clark se arrojó al suelo como si estuviese herido. Era la señal para que sus hombres abriesen fuego. Los soviéticos se vieron atacados desde todos lados. Muchos fueron derribados. Hacían unos blancos perfectos, resaltados por la resplandeciente hoguera de los camiones. Los que sobrevivieron a la guadaña de la muerte contestaron el fuego. El repiqueteo de las armas era ensordecedor, mientras las balas se incrustaban en las paredes de madera o en carne humana o fallaban el blanco y rebotaban silbando en la noche. Clark corrió velozmente para resguardarse detrás de una grúa, pero fue alcanzado en un muslo y por otra bala que le atravesó ambas muñecas.

Malparados, pero sin dejar de luchar, los soviéticos empezaron a retirarse. Hicieron un fútil intento de salir de los muelles y resguardarse detrás de un muro de hormigón a lo largo del bulevar principal, pero dos de los hombres de Clark lanzaron una ráfaga de tiros que los dejó secos.

Clark yacía detrás de la grúa, sangrando a chorros de sus rotas venas, pero incapaz de detener la hemorragia. Sus manos pendían como las ramas rotas de un árbol, y no sentía nada en los dedos. Estaba perdiendo ya el conocimiento cuando se arrastró hasta la orilla del muelle y miró hacia el puerto.

Lo último que jamás verían sus ojos fue la silueta de los dos cargueros contra las luces de la orilla opuesta. Se estaban apartando de los muelles y dirigiéndose a la entrada del puerto.

71

Mientras se combatía furiosamente en el muelle, el pequeño Pisto empezó a remolcar por la popa al Ozero Zaysan hacia el centro del puerto. Luchando con toda su fuerza, enterró su grande y única hélice en el agua grasienta, haciéndola hervir en un caldero de espuma.

El navio de veinte mil toneladas empezó a moverse. Su mole amorfa era iluminada por llamas de color naranja mientras se deslizaba hacia el mar abierto. En cuanto se hubo apartado de los muelles, Jack viró 180 grados, hasta que el barco cargado de municiones puso proa a la entrada del puerto. Entonces lo soltó y recogió el cable de arrastre.

En la caseta del timón del Amy Bigalow, Pitt sujetó con fuerza la rueda del timón y esperó que algo cediese. Estaba tenso, apenas se atrevía a respirar. El cable todavía amarrado de la proa se puso tirante y crujió por la tremenda tensión ejercida por el barco en marcha atrás, pero se negó tercamente a romperse. Como un perro tratando de soltarse de la correa, el Amy Bigalow movió ligeramente la proa, aumentando la tensión. El cable resistió, pero el noray se desprendió del muelle con un fuerte chasquido de madera astillada.

Un temblor agitó todo el barco, que empezó a adentrarse gradualmente en el puerto. Pitt hizo girar la rueda y la proa se volvió hasta que el barco se colocó de costado en relación con el muelle que se alejaba. La vibración del motor se amortiguó y pronto se deslizaron suavemente, con una ligera humareda brotando de la chimenea.

Todo el muelle parecía estar ardiendo; las llamas de los camiones incendiados proyectaban una luz misteriosa y vacilante al interior de la caseta del timón. Todos los marineros, salvo Manny, subieron de la sala de máquinas y se plantaron en la proa. Ahora que tenía sitio para maniobrar, Pitt hizo girar el timón hacia estribor y señaló adelante despacio en el telégrafo. Manny respondió y el Amy Bigalow dejó de navegar en marcha atrás y empezó a deslizarse suavemente de proa.

Las estrellas del este empezaban a perder su brillo cuando el oscuro casco del Ozero Zaysan se puso de través. Pitt ordenó parada cuando el remolcador se situó debajo de la proa. La tripulación del Pisto lanzó una cuerda ligera atada a una serie de cuerdas más gruesas. Pitt observó desde el puente cómo eran izadas a bordo. Entonces el fuerte cable de remolque fue sujetado a un torno de proa y tensado.

La misma operación se repitió en la popa, sólo que, esta vez, con la cadena del ancla de babor del inerte Ozero Zaysan. Cuando la cadena hubo sido recogida, sus eslabones fueron sujetados en el torno de popa. Quedó establecida la conexión en dos direcciones. Los tres barcos estaban ahora atados juntos, con el Amy Bigalow en medio.

Jack hizo sonar la sirena del Pisto, y el remolcador avanzó, tensando el cable. Pitt estaba en el puente, mirando hacia la popa. Cuando uno de los hombres de Manny hizo señales de que el cable de popa estaba tirante, Pitt dio un ligero toque de sirena y puso el telégrafo en avante a toda máquina.

La última parte del plan de Pitt había terminado. El petrolero fue dejado atrás, flotando más cerca de los depósitos de petróleo de la orilla opuesta del puerto, pero a dos kilómetros del populoso centro de la ciudad. Los otros dos barcos, con sus mortíferas cargas, se dirigían hacia el mar abierto. El remolcador añadía su fuerza a la del Amy Bigalow para aumentar la velocidad de la caravana marítima.