– Puta lechuza vieja. No quería decírmelo.
– Eh, estará en intensivos.
– ¿Y le dejan a uno entrar allí?
– A veces.
– Oye, parece que tienes experiencia en esto.
– La tengo.
Se dirigieron a cuidados intensivos, Larry sabía cómo ir.
Muchos de los «conocidos» de Larry estaban o habían estado ingresados en el hospital. Actualmente había dos sólo en Sabbatsberg, sin contar a Virginia. Morgan sospechaba que gente a la que Larry había visto sólo de pasada se convertía en conocida o incluso en colega justo en el momento en que ingresaba en el hospital. Entonces su olfato los detectaba e iba a visitarlos.
¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era lo que Morgan estaba pensando preguntarle cuando llegaron a las puertas batientes de la unidad de cuidados intensivos, empujaron para abrir y vieron a Lacke fuera, en el pasillo. Estaba sentado en una butaca, sólo llevaba puestos los calzoncillos. Tenía las manos agarradas a los reposabrazos mientras miraba fijamente a la habitación de enfrente, donde la gente entraba y salía apresuradamente.
Morgan sacudió el aire con la mano.
– Joder, ¿han incinerado a alguien aquí o qué pasa? -y echándose a reír-: Estos putos conservadores. Medidas de ahorro, ya sabes. Deja que el hospital se haga cargo de…
Se calló cuando llegaron junto a Lacke. Tenía la cara de color gris ceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgan sospechó lo que había pasado, dejó que Larry fuera delante. A él no se le daban bien estas cosas.
Larry se acercó a Lacke, le puso la mano en el brazo.
– Hola, Lacke. ¿Qué tal?
Alboroto en la habitación de enfrente. Las ventanas que se veían desde la puerta estaban abiertas de par en par, pero de todas formas llegaba hasta el pasillo un olor a ceniza ácida. En la habitación había humo, y dentro de ella personas hablando a voces y gesticulando. Morgan pilló las palabras «responsabilidad del hospital» y «tenemos que intentar…».
Lo que debían intentar, eso no lo oyó, porque Lacke se volvió hacia ellos, mirándolos fijamente como si fueran dos desconocidos, y dijo:
– … tenía que haberlo comprendido…
Larry se inclinó sobre éclass="underline"
– ¿Tenías que haber comprendido qué?
– Que iba a pasar.
– ¿Qué es lo que ha pasado?
Los ojos de Lacke se despejaron y, mirando hacia la habitación nublada y como en un ensueño, dijo sencillamente:
– Ha ardido.
– ¿Virginia?
– Sí. Ella ha ardido.
Morgan dio un par de pasos hacia la habitación y echó una ojeada. Un hombre mayor con cara de autoridad se acercó a él.
– Disculpa, pero esto no es un circo.
– No, no. Yo sólo…
Morgan estaba a punto de soltar alguna de sus ocurrencias, como que iba a buscar su serpiente boa, pero se contuvo. De todas formas había podido ver. Dos camas. La una con las sábanas revueltas y una manta echada a un lado, como si alguien se hubiera levantado de ella a toda prisa.
La otra estaba cubierta de la cabeza a los pies con una manta gruesa de color gris oscuro. La madera del cabecero de la cama estaba manchada de hollín. Bajo la manta se dibujaba la silueta de una persona increíblemente delgada. La cabeza, el tórax… el hueso de la pelvis era el único que se podía distinguir claramente. El resto podían haber sido pliegues, o arrugas de la manta.
Morgan se frotó los ojos con tanta fuerza que casi se le salen por detrás. Es verdad. Joder, es verdad.
Miró hacia el pasillo buscando a alguien con quien desahogar su aturdimiento. Vio a un señor mayor que iba apoyado en un andador con un gotero a su lado y que intentaba curiosear en la habitación. Morgan dio un paso hacia él.
– ¿Qué haces aquí mirando, jodido bobo? ¿Quieres que te dé un empujón al andador o qué?
El hombre empezó a retirarse hacia atrás, diez centímetros cada vez. Morgan apretó los puños, se contuvo. Luego recordó algo que había visto en la habitación, se dio la vuelta de repente y volvió.
El hombre que le había llamado antes la atención salía en ese momento.
– Tendrás que disculparnos, pero…
– Sí, sí, sí… -Morgan lo apartó-… sólo voy a buscar la ropa de mi colega, si se puede. ¿O te parece que tiene que estar todo el día en pelotas ahí fuera, eh?
El hombre se cruzó de brazos y dejó pasar a Morgan.
Recogió la ropa de Lacke de la silla que había al lado de la cama deshecha, echó una ojeada a la otra cama. Una mano quemada con los dedos separados sobresalía de la manta. La mano era irreconocible; el anillo que llevaba en el dedo corazón no estaba. Un anillo dorado con una piedra azul, el anillo de Virginia. Antes de volverse, Morgan alcanzó a ver que tenía un cinturón de cuero atado en la muñeca.
El hombre estaba todavía en la puerta con los brazos cruzados.
– ¿Contento?
– No. ¿Por qué cojones está atada? El hombre meneó la cabeza.
– Puedes decirle a tu amigo que la policía vendrá de un momento a otro, y que, probablemente, querrán hablar con él.
– ¿Y eso por qué?
– No lo sé. No soy policía.
– No, no. Aunque se podría pensar.
Fuera, en el pasillo, ayudaron a Lacke a vestirse y justo habían terminado cuando llegaron dos comisarios de policía. Lacke estaba inaccesible, pero la enfermera que había subido las persianas tuvo la suficiente entereza como para poder testificar que Lacke no había tenido nada que ver con aquello. Que estaba aún dormido cuando aquello… empezó.
Sus compañeras la consolaban. Larry y Morgan sacaron a Lacke del hospital.
Cuando llegaron ante la puerta giratoria, Morgan, tomando aire fresco, dijo:
– Tendré que aligerar un poco -se inclinó sobre un seto y vomitó los restos de la comida del día anterior mezclados con mucosidad verdosa sobre el seto desnudo.
Cuando terminó se limpió la boca y se secó la mano en el pantalón. Después levantó la mano como si fuera la prueba del delito y le dijo a Larry:
– Pues ahora tendrás que aflojar un poco la cartera, joder.
Consiguieron llegar a Blackeberg y Morgan recibió ciento cincuenta coronas para ir a comprar algo mientras Larry condujo a Lacke a su casa.
Lacke se dejaba llevar. No había dicho ni media palabra durante el viaje en metro.
En el ascensor, subiendo a casa de Larry en el séptimo piso de uno de los edificios altos, empezó a llorar. No de forma tranquila y silenciosa, no, berreando como un niño aunque peor, más. Cuando Larry abrió la puerta del ascensor y le ayudó a salir al rellano de la escalera, se agudizaron los berridos, retumbando en las paredes de hormigón. El grito de Lacke, de verdadera e infinita tristeza, alcanzó todos los pisos de la escalera, recorrió los buzones, los agujeros de las cerraduras, convirtiendo el edificio en una lápida funeraria levantada al amor, a la esperanza. Larry se estremeció; nunca había oído nada parecido. Así no se llora. No se puede llorar así. Uno se muere si llora así.
Los vecinos. Pensarán que le estoy matando.
Larry daba vueltas al llavero mientras todo el sufrimiento humano, miles de años de impotencia y desengaños que por un momento habían encontrado una vía de escape en el frágil cuerpo de Lacke, continuaron saliendo en tromba.
La llave entró en la cerradura y, con una fuerza de la que ni él mismo se creía capaz, Larry metió a Lacke en casa y cerró la puerta. Lacke seguía gritando, parecía que el aire no se le iba a agotar nunca. A Larry las raíces del pelo empezaron a llenársele de sudor.
Qué cojones voy… voy…
En mitad del pánico hizo lo que había visto hacer en las películas. Con la mano abierta golpeó a Lacke en la mejilla, se quedó aterrado por el agudo restallido, arrepintiéndose en el acto. Pero funcionó.