Lacke miró de soslayo. El camarero estaba ocupado cobrando a una pareja de viejos, los únicos clientes que habían cenado. Mientras se levantaba, Lacke cogió un billete y lo arrebujó rápidamente en la mano hasta convertirlo en una bola, se metió la mano en el bolsillo y volvió con sus colegas.
A mitad de camino se dio cuenta, se volvió a la mesa y volcó lo que había quedado en el vaso del otro en su propio vaso, se lo llevó.
La típica noche con suerte.
– Pero si esta noche echan Notknäckarna.
– Sí, pero vengo.
– Empieza en… media hora.
– Lo sé.
– ¿Qué tienes tú que hacer por ahí a estas horas?
– Sólo voy a dar una vuelta.
– Bueno, no tienes que ver Notknäckarna si no quieres. Puedo verlo sola, si tienes que salir.
– Ya, ya, yo… vengo más tarde.
– Sí, sí. Entonces espero para calentar las crêpes.
– No, puedes… vengo más tarde.
Oskar se fue. Notknäckarna era su programa favorito y el de su madre. Su madre había preparado crêpes rellenos con gambas para comerlos delante de la tele. Sabía que se entristecería si él se iba, en lugar de quedarse… esperando con ella.
Pero había estado mirando por la ventana desde que se había hecho de noche y acababa de ver a la chica saliendo del portal de al lado y yendo hacia el parque. Se había retirado inmediatamente de la ventana. No fuera ella a creer que él…
Luego había esperado cinco minutos antes de ponerse la ropa y salir. No cogió gorro.
No se veía a la muchacha en el parque; seguramente estaría sentada, acurrucada en la escalera del tobogán, como ayer. Las persianas de su ventana estaban todavía bajadas, pero había luz en el piso. Menos en el cuarto de baño. Un cristal oscuro.
Oskar se sentó en el borde de la arena, aguardando. Como si se tratara de un animal que fuera a salir de su madriguera. Pensaba esperar sólo un poco. Si la chica no aparecía se volvería a casa, como si nada.
Sacó su cubo de Rubik, lo movió un poco por hacer algo. Se había cansado de tener que pensar todo el tiempo en aquella dichosa esquina y mezcló todo el cubo para empezar desde el principio.
El ruido del cubo aumentaba en el aire frío, sonaba como una pequeña máquina. Por el rabillo del ojo Oskar vio cómo la chica se levantaba de la escalera. Él siguió dando vueltas para empezar a hacer de nuevo una cara de un color. La muchacha estaba quieta. Notó una ligera inquietud en el estómago, pero hizo como si no la hubiera visto.
– ¿Estás aquí de nuevo?
Oskar levantó la cabeza, hizo como si se sorprendiera, dejó pasar unos segundos y luego dijo:
– ¿Estás aquí otra vez?
La chica no dijo nada y Oskar siguió dando vueltas. Tenía los dedos rígidos. Era difícil distinguir los colores en la oscuridad, por lo que trabajaba sólo con la cara blanca, que era la más fácil de ver.
– ¿Por qué estás ahí sentado?
– ¿Por qué estás ahí de pie?
– Quiero estar tranquila.
– Yo también.
– Entonces vete a casa.
– Vete tú. Yo he vivido aquí más tiempo que tú.
Ahí le dolía a ella. La cara blanca estaba lista y era difícil continuar. Los otros colores no eran más que una masa gris oscuro. Siguió dando vueltas, al tuntún.
Cuando volvió a levantar la vista, la chica estaba en la barandilla y saltó. Oskar lo sintió en el estómago cuando dio contra el suelo; si él hubiera intentado un salto así seguro que se habría hecho daño. Pero la muchacha aterrizó suavemente como un gato, llegó hasta donde él estaba. Él volcó su atención en el cubo. Ella se paró frente a él.
– ¿Qué es eso?
Oskar miró a la chica, al cubo y de nuevo a la chica.
– ¿Esto?
– Sí.
– ¿No lo sabes?
– No.
– El cubo de Rubik.
– ¿Cómo dices?
Oskar pronunció las palabras exageradamente claras.
– El cubo de Rubik.
– ¿Eso qué es?
Oskar se encogió de hombros.
– Un juego.
– ¿Un puzzle?
– Sí.
Oskar le alargó el cubo a la chica.
– ¿Quieres probar?
Ella lo cogió de sus manos, le dio la vuelta, mirando todas las caras. Oskar se echó a reír. La muchacha parecía un mono examinando una fruta.
– ¿No has visto uno de estos antes?
– No. ¿Cómo se hace?
– Así…
Oskar cogió de nuevo el cubo y la chica se sentó junto a él. Él le enseñó cómo se giraba y que la cosa consistía en conseguir que cada cara estuviera entera de un solo color. Ella cogió el cubo y empezó a girar.
– ¿Ves los colores?
– Naturalmente.
Oskar la miraba de reojo mientras ella trabajaba con el cubo. Tenía el mismo jersey de color rosa que el día anterior y no podía comprender que no tuviera frío. Él mismo empezaba a quedarse frío allí sentado, a pesar de la cazadora.
Naturalmente.
Hablaba raro también. Como un adulto. A lo mejor era hasta más mayor que él, aunque estuviera tan flaca. Su cuello blanco y delgado sobresalía del cuello tipo polo del jersey, se transformaba en una marcada mandíbula. Como la de un maniquí.
Una ráfaga de viento sopló en dirección a Oskar, tragó y respiró por la boca. El maniquí apestaba.
¿No se lavará?
Pero el olor era peor que si fuera sudor viejo. Se parecía más al olor de cuando se quita una venda de una herida infectada. Y su pelo…
Cuando se atrevió a mirarla con más detenimiento, mientras estaba ocupada con el cubo, vio que tenía el pelo totalmente pegajoso y lleno de enredos y nudos. Como si tuviera pegamento o… barro en él.
Mientras observaba a la chica respiró inconscientemente por la nariz y sintió una arcada en la garganta. Se levantó, fue hacia los columpios y se sentó. Era imposible estar a su lado. La muchacha parecía no notar nada.
Después de un rato se levantó, fue hacia ella, que seguía sentada y absorta en el cubo.
– Oye: tengo que irme a casa ya.
– Mmm.
– El cubo…
La chica paró. Dudó un momento y después se lo devolvió sin decir nada. Oskar lo cogió, la miró y se lo volvió a dejar. -Te lo dejo prestado. Hasta mañana. Ella no lo cogió.
– No.
– ¿Por qué no?
– A lo mejor no estoy aquí mañana.
– Hasta pasado mañana, entonces. Pero después no te lo presto más.
La chica se quedó pensándolo. Luego cogió el cubo.
– Gracias. Seguro que estoy aquí mañana.
– ¿Aquí?
– Sí.
– De acuerdo. Adiós.
– Adiós.
Cuando se dio la vuelta alejándose oyó de nuevo el ruido del cubo. Ella pensaba seguir allí, con su jersey fino. Su madre y su padre tenían que ser… distintos, si la dejaban salir de casa de esa manera. Se le podía inflamar la vejiga.
– ¿Dónde has estado?
– Fuera.
– Estás borracho.
– Sí.
– Dijimos que ibas a acabar con eso.
– Tú lo dijiste. ¿Qué es eso?
– Un puzzle. No está bien que tú…
– ¿De dónde lo has sacado?
– Prestado. Håkan, tienes que…
– ¿Quién te lo ha prestado?