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Aquel pensamiento alegró de alguna manera a Oskar. Feo, pero era la verdad. Si el padre de Eli era bebedor tenían algo en común, algo que compartir.

Oskar puso otra vez la frente y las manos en la pared.

Eli, Eli. Yo sé cómo lo estás pasando. Te voy a ayudar. Te voy a salvar. Eli…

Los ojos desorbitados miraban ciegos el techo del túnel. Håkan apartó unas cuantas hojas secas y apareció el jersey rosa que Eli solía llevar puesto, tirado sobre el pecho del hombre. Håkan lo recogió, pensó llevárselo a la nariz para olerlo, pero se contuvo cuando advirtió que el jersey estaba mojado.

Volvió a soltar el jersey sobre el pecho del hombre, sacó la petaca y dio tres tragos. El aguardiente se deslizó como una lengua de fuego por su garganta, lamiéndole hasta las paredes del estómago. Las hojas crujieron bajo su culo cuando se sentó en el frío empedrado y miró al muerto.

Había algo raro en la cabeza.

Rebuscó en su bolsa, encontró la linterna. Se aseguró de que no venía nadie por el camino del parque, encendió la linterna y alumbró al muerto. El rostro parecía de un color amarillo pálido a la luz de la linterna, la boca colgaba entreabierta, como si fuera a decir algo.

Håkan tragó saliva. Sólo pensar que aquel hombre había estado más cerca de su amada de lo que él había llegado a estar nunca le daba náuseas. Echó de nuevo mano a la petaca, como si quisiera quemar la súbita angustia, pero se detuvo.

El cuello.

Alrededor del cuello tenía como una gargantilla ancha y roja. Håkan se inclinó sobre él y vio la herida que Eli había abierto para llegar a la sangre,

Los labios contra la piel.

pero eso no explicaba la gargan… tilla…

Håkan apagó la linterna y al ir a tomar aire se fue involuntariamente hacia atrás en aquel espacio tan reducido, raspándose en la mancha rala de su coronilla. Apretó los dientes para contener el dolor.

La piel del hombre había reventado porque… porque le habían retorcido el cuello. Una vuelta completa. La nuca estaba rota.

Håkan cerró los ojos, hizo unas respiraciones rítmicas para calmarse y frenar el impulso de salir corriendo de allí, lejos… de aquello. El techo del puente le rozaba la cabeza; debajo, el empedrado. A derecha e izquierda el camino del parque por el que podía llegar gente que llamara a la policía. Y delante de él…

No es más que una persona muerta.

Sí. Pero… la cabeza.

No le gustaba saber que la cabeza estaba suelta. Iba a caer hacia atrás, tal vez desprenderse si levantaba el cuerpo. Se puso en cuclillas y apoyó la frente en las rodillas. Aquello lo había hecho su amada. Sólo con las manos.

Sintió un cosquilleo de malestar en la garganta al imaginarse el sonido. El crujido cuando retorció la cabeza. No quería tocar aquel cuerpo otra vez. Se quedaría allí sentado. Como Belaqua al pie de la montaña del purgatorio, esperando el amanecer, esperando…

Dos personas venían andando desde el metro. Se echó entre las hojas, al lado del muerto, con la frente contra las piedras heladas.

¿Por qué? ¿Por qué aquello… de la cabeza?

El contagio. No debía alcanzar al sistema nervioso. Había que cerrar el cuerpo. Era todo lo que había conseguido saber. No lo había entendido. Ahora sí.

Los pasos se volvieron más rápidos, las voces más bajas. Subieron por las escaleras. Håkan se sentó de nuevo, observó los rasgos de la cara muerta y con la boca abierta. ¿Habría sido posible que aquel cuerpo se levantara y se sacudiera las hojas si no hubiera sido… cerrado?

Soltó una carcajada estrepitosa que revoloteó como un gorjeo de pájaros bajo el techo del puente. Se llevó la mano a la boca y apretó con tanta fuerza que se hizo daño. La imagen del cadáver levantándose de entre el montón de hojas y con movimientos somnolientos quitándose las hojas muertas de la chaqueta.

¿Qué iba a hacer con el cuerpo?

Unos ochenta kilos de músculos, grasa y huesos que había que ocultar. Moler. Picar. Enterrar. Quemar.

El crematorio.

Claro. Llevar el cuerpo hasta allí, meterse dentro y quemarlo a escondidas. O simplemente dejarlo a las puertas como un bebé abandonado, esperar a que tuvieran tantas ganas de hacer fuego que pasaran de llamar a la policía.

No. No había más que una alternativa. El camino del parque, a la derecha, bajaba por el bosque hasta el hospital. Hasta el agua.

Embutió el jersey ensangrentado en la cazadora del cadáver, se echó la bolsa al hombro y colocó las manos bajo la cabeza y la espalda del muerto. Se levantó haciendo equilibrios. La cabeza del cadáver cayó hacia atrás en un ángulo imposible y las mandíbulas se le cerraron con un chasquido.

¿Cuánto habría hasta el agua? Algunos cientos de metros, quizá. ¿Y si llegaba alguien? Que fuera lo que tuviera que ser. En ese caso, se acabó. En cierto modo estaría bien.

Pero no llegó nadie y ya abajo, en la orilla, trepó sudando la gota gorda por el tronco de uno de los sauces llorones que se inclinaban sobre el agua, casi paralelo a la superficie. Con dos trozos de cuerda había atado dos piedras grandes a los pies del cadáver.

Con otro más largo hizo una lazada alrededor del pecho del muerto, lo arrastró sobre el agua todo lo lejos que pudo y soltó la cuerda.

Se quedó un rato en el tronco del árbol con los pies colgando a un palmo del agua, mirando la negra superficie rota por las burbujas, cada vez más escasas.

Lo había hecho.

A pesar del frío, el sudor le escocía en los ojos y le dolían todos los músculos del cuerpo tras el esfuerzo, pero lo había hecho. Justo bajo sus pies estaba el cuerpo muerto, oculto para el mundo. Había dejado de existir. Las burbujas ya no subían y no había nada… nadaque indicara que el cadáver estaba allí abajo.

En la superficie del agua se reflejaban algunas estrellas.

Segunda Parte

Ultraje

… y se dirigieron hacia tierras donde Martin

nunca había estado,

lejos de Tyska Botten

y de Blackeberg, donde estaba el límite del mundo conocido.

Hjalmar Söderberg, La infancia de Martin Bircks

Pero aquel cuyo corazón una ninfa del bosque robó

nunca jamás lo recuperará.

Sueños a la luz de la luna su alma hilvanará,

amar a una esposa él no podrá…

Viktor Rydberg, La ninfa del bosque

El domingo, los periódicos publicaron información más detallada sobre el asesinato de Vällingby. El titular decía: «¿FUE VÍCTIMA DE UNA MUERTE RITUAL?». Fotos del chico, de la hondonada del bosque. El árbol. El asesino de Vällingby no era YA el tema de conversación en boca de todos. En la hondonada del bosque las flores se habían marchitado y las velas se habían apagado. La cinta rojiblanca de la policía había desaparecido, y las huellas que hubieran podido encontrar estaban a salvo.

El artículo del domingo puso de nuevo en marcha la discusión. El epíteto «ritual» llevaba implícito que estaba llamado a ocurrir de nuevo, ¿o no? Un ritual es precisamente algo que se repite.

Todos los que alguna vez habían pasado por ese camino, o cerca, tenían algo que contar: lo desagradable que era esa zona del bosque. O lo tranquila y bonita que resultaba. Nadie habría podido imaginar algo así.