– Bienvenidos. Pasad a mi modesto apartamento.
Tommy entró en el recibidor sin cruzar palabra con Staffan; detrás de él se oyeron los chasquidos cuando su madre y Staffan se besaron. Staffan dijo en voz baja:
– ¿Le has…?
– No. Pensé…
– Mmm. Tenemos que…
Chasquidos de nuevo. Tommy echó un vistazo. No había estado nunca en casa de un madero y, aunque no quería, sentía un poco de curiosidad. Por cómo vive alguien así.
Pero ya en la entrada se dio cuenta de que Staffan apenas podía ser representativo del cuerpo en su conjunto. Se había imaginado algo así… sí, así como en las novelas policíacas. Algo pobre y frío. Un sitio al que uno iba para dormir cuando no estaba fuera persiguiendo canallas.
Gente como yo, vamos.
No. El apartamento de Staffan estaba lleno de pijaditas. La entrada parecía como si hubiera sido decorada por alguien que compraba todo de esas pequeñas revistas que llegaban por correo.
Aquí colgaba un cuadro de terciopelo con una puesta de sol, ahí había una pequeña cabaña alpina con una vieja montada en un palo que salía por la puerta. Un centro con puntillas hechas a ganchillo en la mesita del teléfono; al lado del teléfono, una figura de escayola de un niño y un perro. En la base leyó este texto: ¿NO SABES HABLAR?
Staffan levantó la figura.
– Es divertida, ¿no? Cambia de color según el tiempo que haga.
Tommy asintió. O bien Staffan había pedido prestado el piso a su anciana madre, exclusivamente para esta visita, o estaba realmente como una regadera. Staffan volvió a colocar con cuidado la figura en su sitio.
– Colecciono este tipo de cosas, ¿sabes? Cosas que muestran qué tiempo va a hacer. Como ésta, por ejemplo.
Dio un golpecito a la vieja que asomaba en la cabaña alpina, la vieja se dio la vuelta y entró en la cabaña al tiempo que, en su lugar, salía un viejecito.
– Cuando sale la vieja va a hacer mal tiempo, y cuando sale el viejo…
– Hace todavía peor.
Staffan rio la broma, algo forzado a los ojos de Tommy.
– No funciona tan bien.
Tommy echó una mirada a su madre y casi se asustó por lo que vio. Llevaba la gabardina puesta, las manos cogidas y fuertemente apretadas y una sonrisa que podría asustar a un caballo. Despavorida. Tommy decidió hacer un nuevo esfuerzo.
– ¿Como un barómetro entonces?
– Sí, exactamente. Con eso empecé, con los barómetros. Coleccionándolos, quiero decir.
Tommy señaló una pequeña cruz de madera con un Jesús de plata que colgaba de la pared.
– ¿Es también un barómetro?
Staffan miró a Tommy, a la cruz, a Tommy de nuevo. Se puso serio de repente.
– No, no lo es. Es Cristo.
– El de la Biblia.
– Sí. Claro.
Tommy se metió las manos en los bolsillos y entró en el cuarto de estar. Anda, mira, aquí estaban los barómetros. Alrededor de veinte en distintas versiones colgaban de la pared alargada detrás de un sofá gris de piel con una mesa de cristal delante.
No estaban en absoluto sincronizados. Cada uno marcaba una cosa; parecía más bien como una de esas paredes con relojes que mostraban la hora en distintas partes del mundo. Dio un golpecito en el cristal de uno de ellos y la aguja se movió un poco. No sabía lo que quería decir, pero la gente, por algún motivo, siempre daba un golpecito en los barómetros.
En un mueble esquinero con las puertas de cristal había un montón de copas pequeñas. Cuatro, algo más grandes, estaban alineadas sobre un piano al lado del esquinero. En la pared por encima del piano colgaba un gran cuadro de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Le estaba dando de mamar con esa expresión ausente en los ojos que parece estar diciendo: ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Staffan carraspeó al entrar en el cuarto de estar.
– Sí, esto… Tommy. ¿Hay algo que te llame la atención?
Tommy no era tan tonto como para no entender qué era lo que se esperaba que preguntase.
– ¿De qué son esas copas?
Staffan señaló con la mano los trofeos sobre el piano.
– ¿Éstas?
No, pedazo de idiota. Las copas que tienen en las instalaciones del club abajo junto al estadio, evidentemente.
– Sí.
Staffan señaló una figura de plata de unos veinte centímetros de altura sobre un pedestal de piedra que estaba en medio de las copas del piano. Tommy había pensado que se trataba de una escultura, pero también eso era un trofeo. La figura tenía las piernas abiertas y los brazos al frente sujetando una pistola, apuntando.
– Tiro con pistola. Ése es el primer premio del campeonato del distrito. Ese otro, el tercer premio en calibres suecos de 0,45, de pie… y así todos.
La madre de Tommy entró y se colocó al lado de su hijo.
– Staffan es uno de los cinco mejores en tiro con pistola de Suecia.
– ¿Y eso te sirve para algo?
– ¿Qué quieres decir?
– Que si puedes disparar a la gente, y eso.
Staffan pasó el dedo por el pedestal de uno de los trofeos y se miró el dedo.
– Todo el mérito del trabajo de la policía es conseguir no disparar a la gente.
– ¿Lo has hecho alguna vez?
– No.
– Pero te gustaría, ¿no?
Staffan, con gesto ostentoso, respiró profundamente y expulsó el aire con un lento suspiro. -Voy a… mirar la comida. Gasolina. Mira a ver si arde.
Se fue a la cocina. La madre de Tommy lo agarró por el codo y le susurró:
– ¿Por qué dices eso?
– Sólo estaba preguntando.
– Es una buena persona, Tommy.
– Sí. Debe de serlo. Tantos premios de tiro como Vírgenes Marías. ¿Puede ser mejor?
Håkan no se encontró con nadie en los pasillos de la piscina. Como había supuesto, no había mucha gente a esas horas. En el vestuario había dos hombres de su edad vistiéndose. Cuerpos gordos y deformados. Con el sexo encogido bajo el vientre descolgado. La fealdad misma.
Encontró su cabina, entró y cerró la puerta. Los preparativos listos. Se puso de nuevo el pasamontañas, por seguridad. Quitó el seguro de la botella de halotano, colgó el abrigo en un gancho. Abrió la bolsa y puso los utensilios a mano. El cuchillo, la cuerda, el embudo, el bidón. Había olvidado el impermeable. Mierda. Entonces tendría que desnudarse. El riesgo de que le salpicara era grande, pero de esa manera podría ocultar las manchas bajo la ropa cuando hubiera acabado. Sí. Además estaba en una piscina. No era nada raro estar desnudo aquí.
Probó la resistencia del otro gancho agarrándolo con las dos manos y levantando los pies del suelo. Aguantaba. Podría fácilmente soportar un cuerpo probablemente treinta kilos más ligero que el suyo. La altura era un problema. La cabeza iba a dar en el suelo. Tendría que intentar atarlo por las rodillas, había espacio suficiente entre el gancho y el borde superior de la cabina como para que no asomaran los pies. Eso despertaría sospechas.
Parecía que los dos hombres estaban a punto de marcharse. Escuchó lo que decían:
– ¿Y el trabajo?
– Como siempre. Libertad, igualdad y fraternidad.
– ¿Cómo dices?
– Eso, sólo que al revés.
Håkan sonrió; algo estaba a punto de explotar dentro de su cabeza. Se sentía demasiado excitado, respiraba demasiado rápido. Su cuerpo parecía hecho de mariposas que quisieran volar en distintas direcciones.
Tranquilo. Tranquilo. Tranquilo.