Respiró profundamente hasta que sintió que se le iba la cabeza y luego se desnudó. Dobló la ropa y la puso en la bolsa. Los dos hombres salieron del vestuario. Se quedó en silencio. Probó a subirse al banco y mirar hacia fuera. Sí, sus ojos alcanzaban a ver justo por encima del borde. Entraron tres chicos de trece, catorce años. Uno de ellos le dio un azote a otro en el culo con la toalla enrollada.
– ¡Joder, déjalo!
Agachó la cabeza. Algo más abajo notó que su erección se apretaba contra el rincón como entre dos nalgas duras y abiertas. Tranquilo. Tranquilo.
Volvió a mirar por encima del borde. Dos de los chicos se habían quitado el bañador y se inclinaban dentro de sus armarios para coger su ropa. Su diafragma se comprimió en un espasmo total y el esperma mojó el rincón, chorreó hasta el banco en el que se encontraba. Ahora. Tranquilo.
Sí. Ya se sentía mejor. Pero el esperma no era bueno. Por el rastro.
Sacó los calcetines de la bolsa, limpió el rincón y el banco lo mejor que pudo. Volvió a guardar los calcetines, se puso el pasamontañas mientras escuchaba la conversación de los chicos.
– … nuevo Atari. Enduro. ¿Te vienes a casa a jugar un poco?
– No. Tengo cosas que hacer…
– ¿Y tú?
– De acuerdo. ¿Tienes dos joysticks?
– No, pero…
– ¿Entonces vamos primero a buscar el mío? Así podemos jugar los dos.
– Vale. Hasta luego, Matte.
– Hasta luego.
Parecía que dos de los chicos se disponían a salir. La situación era perfecta. Se iba a quedar uno solo, sin que los otros lo esperaran. Se arriesgó a mirar de nuevo. Dos de los chicos estaban listos, a punto de salir. El último estaba poniéndose los calcetines. Se ocultó al darse cuenta de que llevaba puesto el pasamontañas. Suerte que no lo habían visto.
Cogió la botella de halotano, la sujetó agarrando con los dedos el dosificador. ¿Debería seguir con el gorro puesto? Y si el chico se escapaba. Si entraba alguien en el cuarto. Si…
Mierda. Había sido un error desnudarse. Si tenía que huir rápidamente, no había tiempo que perder. Oyó cómo el chico cerraba su armario y empezaba a ir hacia la salida. En cinco segundos pasaría por la puerta de la cabina. Demasiado tarde para consideraciones.
Por la abertura entre el borde interior de la puerta y la pared vio pasar una sombra. Bloqueó todos los pensamientos, quitó el cerrojo, golpeó la puerta hacia fuera y salió.
Mattias se dio la vuelta y vio un cuerpo grande y blanco, desnudo, con un gorro de esquí en la cabeza que se abalanzaba sobre él. Un solo pensamiento, una sola palabra cruzó por su cabeza antes de que su cuerpo instintivamente se echara para atrás:
Muerte.
Retrocedió ante la Muerte que quería cogerlo. La Muerte llevaba algo negro en la mano. Aquella cosa negra voló hasta su cara y tomó aire para gritar.
Pero antes de que el grito alcanzara a salir lo negro se le vino encima, cubriéndole la boca y la nariz. Una mano le cogió la cabeza por detrás, apretándole la cara contra aquella cosa negra y suave. El grito se quedó en un gemido ahogado y, mientras lanzaba su quejido mutilado, oyó un silbido como procedente de una máquina de humo.
Intentó gritar de nuevo, pero cuando tomó aire sucedió algo con su cuerpo. Un entumecimiento se extendió por todos sus miembros y al siguiente chillido no dijo ni pío. Volvió a respirar y las piernas le fallaron, velos multicolores revolotearon ante sus ojos.
No quería gritar más. No tenía fuerzas. Los velos cubrían ahora todo su campo visual. Le bailaban los colores.
Se cayó hacia atrás en el arco iris.
Oskar sujetaba el papel con el código Morse en una mano y con la otra golpeaba las letras en la pared. Un golpe con el nudillo para el punto, un golpe con la palma de la mano para el guión, tal como habían acordado.
Nudillo. Pausa. Nudillo, palmada, nudillo, nudillo. Pausa. Nudillo, nudillo.
(E.L.I.)
Y.O.S.A.L.G.O.
Tras unos segundos llegó la respuesta:
Y.O.V.O.Y.
Se encontraron fuera del portal de ella. En un solo día se había… transformado. Hacía algunos meses había estado en la escuela una mujer judía hablando del exterminio, mostrando diapositivas. Eli se parecía ahora un poco a las personas que aparecían en aquellas imágenes.
La fuerte iluminación del portal acentuaba las sombras de su rostro, como si los huesos estuvieran a punto de atravesar la piel, como si la piel se hubiera vuelto más fina. Y…
– ¿Qué te has hecho en el pelo?
Oskar pensó que era la luz la que le daba ese aspecto, pero al acercarse vio que en el pelo negro de Eli habían aparecido unas mechas gruesas y blancas. Como en las personas mayores. Eli se pasó la mano por el cabello, le sonrió.
– Eso desaparece. ¿Qué hacemos?
Oskar hizo sonar unas coronas en el bolsillo.
– ¿Vamos al kiosco?
– Mmm. El último en llegar es tonto. Una imagen cruzó la cabeza de Oskar. Niños en blanco y negro.
Luego Eli echó a correr y Oskar la siguió. Y, aunque parecía muy enferma, era mucho más rápida que él, voló con agilidad por la acera empedrada, cruzó la calle de dos zancadas. Oskar corría todo lo que podía, distraído por aquella imagen.
¿Niños en blanco y negro?
Justamente. Corría cuesta abajo por delante de la fábrica de golosinas, la de los conocidos ratones, cuando cayó en la cuenta. Sí, aquellas películas antiguas que echaban los domingos. Anderssonskans Kalle y todas esas. «El último en llegar es tonto». Eso decían en aquellas películas.
Eli estaba esperándole abajo, junto al camino, a veinte metros del kiosco. Oskar corrió hasta ella intentando dejar de resoplar. No había estado nunca con Eli allí. ¿Le iba a contar aquel chascarrillo? Sí.
– Oye, ¿sabes que lo llaman El Kiosco del Amante?
– ¿Por qué?
– Porque… Bueno, yo lo oí en una reunión de padres… hubo uno que dijo… no a mí, sino que… yo lo oí. Dijo que el dueño, que es…
Ahora se arrepentía. Parecía una tontería. Le daba vergüenza. Eli extendió los brazos.
– ¿Qué?
– Bah, que el que lo lleva… que tiene señoritas allí. Bueno, ya sabes, que… cuando lo tiene cerrado…
– ¿Es cierto? -Eli miró hacia el kiosco-. Pero si no caben.
– Asqueroso, ¿no?
– Sí.
Oskar bajó hacia el tenderete. Eli, con cuatro pasos rápidos, llegó a su altura y le susurró:
– Deben de ser delgadas.
Los dos se rieron. Entraron en el radio de luz del kiosco. Eli hizo un ostensible gesto compasivo con los ojos puestos en el dueño, que estaba dentro mirando un pequeño televisor.
– ¿Es él?
Oskar asintió.
– Pues parece un mono.
Oskar, haciendo bocina con la mano en la oreja de Eli, dijo en voz baja:
– Se escapó del zoo de Skansen hace cinco años. Aún lo andan buscando.
Eli se rio y puso la mano en la oreja de Oskar. Su aliento cálido flotó en la cabeza de él.
– De eso nada. Es que en vez de eso lo han encerrado aquí.
Los dos miraron al hombre ceñudo y se echaron a reír a carcajadas imaginándoselo como un mono en su jaula, rodeado de golosinas. Con el ruido, el dueño del kiosco se volvió hacia ellos arrugando sus enormes cejas de tal manera que parecía aún más un gorila. Oskar y Eli casi se cayeron al suelo de la risa. Apretándose la boca con las manos intentaron ponerse serios.