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– Ängby.

– Sí. ¿Qué te parece?

Tommy miraba el cristal de la mesa donde su madre y Staffan se reflejaban medio transparentes, como fantasmas. Seguía con el dedo en el agujero, arrancó un trozo de espuma.

– Caro.

– ¿El qué?

– Una casa en Ängby. Es caro. Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tanto dinero?

Staffan estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono. Acarició la mejilla de la madre de Tommy y se dirigió hasta el aparato en la entrada. La madre se sentó en el sofá al lado de Tommy, le preguntó:

– ¿No te parece bien?

– Me encanta.

Desde la entrada llegaba la voz de Staffan. Parecía alterado.

– No me digas… sí, voy inmediatamente. Vamos… no, entonces cojo el coche y bajo allí directamente. Bien. Adiós. Volvió de nuevo al cuarto de estar.

– El asesino está en la piscina de Vällingby. No tienen gente en la comisaría, así que tengo…

Entró en el dormitorio y Tommy pudo oír cómo se abría y se cerraba la caja de seguridad. Staffan se cambió de ropa allí dentro y después de un rato salió con todos los arreos de policía. Los ojos parecían levemente los de un psicópata. Dio un beso en la boca a la madre de Tommy y a él un golpecito en la rodilla.

– Tengo que irme inmediatamente. No sé cuándo volveré. Ya seguiremos hablando en otro momento.

Salió apresuradamente al pasillo y la madre de Tommy lo siguió.

Tommy oyó algo de «ten cuidado» y «te quiero» y «te quedas» mientras iba hasta el piano y, sin saber por qué, alargó el brazo y cogió la escultura del tirador de pistola. Pesaba por lo menos dos kilos. Mientras su madre y Staffan se despedían -les gustaba aquello: el hombre que se va a la guerra, la mujer anhelante-, Tommy salió al balcón. El aire frío de la tarde penetró en sus pulmones y pudo respirar por primera vez en un par de horas.

Se inclinó sobre la barandilla del balcón, vio que debajo crecían setos bien tupidos. Sujetó la escultura fuera por encima de la barandilla, la soltó. Cayó en el seto con un crujido.

Su madre salió al balcón y se puso a su lado. Después de un par de segundos se abrió el portal y salió Staffan casi corriendo hacia el aparcamiento. Su madre le decía adiós con la mano, pero Staffan no miró hacia arriba. Cuando pasó por debajo del balcón, Tommy sonrió.

– ¿Qué ocurre? -preguntó su madre.

– Nada.

Sólo que un chico pequeño con pistola está en el seto apuntando a Staffan. Sólo eso.

Tommy se sintió bastante bien, pese a todo.

El grupo se había fortalecido con Karlsson, el único de los colegas con un «trabajo de verdad», como él mismo lo llamaba. Larry había obtenido la jubilación anticipada, Morgan trabajaba ocasionalmente en un desguace y Lacke no se sabía a ciencia cierta de qué vivía. A veces tenía algo de dinero, sólo eso.

Karlsson tenía empleo fijo en la juguetería de Vällingby; había sido el dueño tiempo atrás, pero se vio obligado a vender por «dificultades económicas». Con el tiempo, el nuevo dueño le empleó porque, como Karlsson decía, no se podía negar «que uno, después de treinta años en el sector, tenía cierta experiencia».

Morgan se recostó en la silla, abrió las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza, mirando fijamente a Karlsson. Lacke y Larry se hicieron una seña. Ya empezaba.

– Bueno, Karlsson. ¿Qué hay de nuevo en el sector del juguete? ¿Habéis descubierto alguna forma nueva de limpiar la propina a los chicos?

Karlsson refunfuñó.

– No sabes de lo que estás hablando. Si hay algún estafado, ése soy yo. No puedes ni imaginarte la cantidad de hurtos. Los chicos…

– Sí, sí, sí. No tenéis más que comprar algún chisme de plástico en Corea por dos coronas y venderlo a cien y ya lo habéis recuperado.

– Nosotros no vendemos esas cosas.

– Seguro que no. ¿Qué era entonces lo que vi en el escaparate el otro día? ¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes de calidad fabricados a mano en Bengtfor, ¿eh?

– A mí lo que me parece muy extraño es que lo diga una persona como tú, que vende coches que sólo andan si se les engancha a un caballo.

Y así siguió la cosa. Larry y Lacke escuchaban, se reían a veces, hacían algún comentario. De haber estado Virginia, las crestas de los gallos se habrían levantado un poco más y Morgan no habría parado hasta que Karlsson se enfadara de verdad.

Pero Virginia no estaba. Y Jocke tampoco. La atmósfera perfecta no acababa de cuajar y por eso la discusión había empezado a decaer, cuando a eso de las ocho y media la puerta de fuera se abrió lentamente.

Larry levantó la vista y vio a una persona de la que nunca habría imaginado que apareciera por allí: Gösta. La Bomba Fétida, como le llamaba Morgan. Larry había estado hablando con él en un banco bajo el edificio alto un par de veces, pero nunca había venido aquí antes.

Gösta parecía desencajado. Se movía como si estuviera formado por piezas mal ensambladas que podían despegarse si se agitaba demasiado. Entornaba los ojos mientras temblaba hacia delante y hacia atrás, con pequeños movimientos. O estaba borracho perdido o estaba enfermo.

Larry le saludó.

– ¡Gösta! ¡Ven y siéntate!

Morgan volvió la cabeza, echó un vistazo a Gösta y dijo:

– ¡Oh, joder!

Gösta maniobró hasta llegar a su mesa como si se encontrara sobre un campo minado. Larry sacó la silla que había a su lado e hizo un gesto invitándole a sentarse.

– Bienvenido al club.

Gösta parecía no oírle, pero arrastró los pies hasta la silla. Llevaba un traje viejo con chaleco y pajarita, el pelo peinado al agua. Y apestaba. Pis y pis y más pis. Incluso cuando uno se sentaba con él fuera el hedor era claramente apreciable, pero se podía aguantar. Dentro, al calor, desprendía un olor ácido a orina vieja que obligaba a respirar por la boca para poder soportarlo.

Todos los colegas, incluso Morgan, se esforzaron para que la cara no mostrase lo que la nariz sentía. El camarero se acercó a su mesa, parándose en cuanto notó el olor de Gösta, y dijo:

– ¿Qué va… a tomar?

Gösta meneó la cabeza sin mirar al camarero. Éste alzó las cejas y Larry hizo un gesto; tranquilo, nosotros lo arreglamos. El camarero se retiró y Larry, poniendo la mano en el hombro de Gösta, preguntó:

– ¿A qué debemos el honor?

Gösta carraspeó, y con la mirada puesta en el suelo dijo:

– Jocke.

– ¿Qué pasa con él?

– Está muerto.

Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus espaldas. Él mantuvo la mano en el hombro de Gösta dándole ánimos. Sentía que los necesitaba.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando lo mataron.

– ¿Cuándo ocurrió?

– El sábado. Por la noche.

Larry retiró la mano.

– ¿El sábado? Pero… ¿has hablado con la policía? Gösta negó con la cabeza. -No he podido. Y yo… no lo vi. Pero lo sé. Lacke se llevó las manos a la cabeza, susurrando:

– Lo sabía, lo sabía.

Gösta se lo contó. El niño, que había roto la farola más cercana al puente con una piedra, había entrado y había aguardado. Jocke, que había entrado y no había salido. La ligera huella, la marca de un cuerpo en las hojas secas a la mañana siguiente.

Cuando acabó, el camarero llevaba ya un rato haciendo gestos airados a Larry, señalando alternativamente a Gösta y a la puerta. Larry puso la mano en el brazo de Gösta.

– ¿Qué te parece entonces si vamos a echar un vistazo?

Gösta asintió y se levantaron de la mesa. Morgan se bebió de un trago la cerveza que le quedaba, sonrió maliciosamente a Karlsson, que cogió el periódico y se lo guardó en el abrigo como solía hacer siempre, el jodido tacaño.