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– ¿Y el trabajo?

– Lo normal -Virginia se paró y señaló el cartel-: Lo he hecho yo. Un cartel en el que ponía:

TOMATE TRITURADO. TRES BOTES, 5 CORONAS.

– Bonito.

– ¿Te parece?

– Sí. A uno le entran muchas ganas de comer tomate triturado. Ella le dio un empujón con cuidado. Sintió las costillas de Lacke contra su codo.

– Al menos te acuerdas de cómo sabe la comida, ¿eh?

– No tienes que…

– No, pero lo voy a hacer de todas formas.

– Eeeeli… Eeeeliii…

La voz de la tele era conocida. Eli intentó alejarse de ella, pero el cuerpo no le obedecía. Sólo las manos se deslizaron a cámara lenta por el suelo, buscando algo a lo que agarrarse. Encontraron un cable. Lo agarró fuerte con la mano como si se tratara de una cuerda de salvamento para salir del túnel en cuyo extremo estaba la tele hablándole.

– Eli… ¿dónde estás?

La cabeza le pesaba demasiado como para levantarla del suelo; lo único que consiguió fue levantar la vista hacia la pantalla, y lógicamente era… Él.

Sobre los hombros de la bata de seda caían mechas claras de la peluca rubia hecha de pelo natural que hacía que la cara femenina pareciera aún más pequeña de lo que era. Los labios delgados y apretados dibujaban una sonrisa de pintalabios, brillaban como un tajo de cuchillo en el rostro pálidamente empolvado.

Eli consiguió levantar un poco la cabeza y vio toda su cara. Los ojos azules, puerilmente grandes, y por encima de los ojos… el aire que salía de los pulmones a sacudidas, la cabeza sin fuerzas tendida en el suelo de tal manera que le crujía el tabique nasal. Divertido. Él tenía en la cabeza un sombrero de vaquero.

– Eeeliii…

Otras voces. Voces de niños. Eli levantó la cabeza de nuevo, temblando como un recién nacido. De su nariz salían gotas de la sangre enferma y le entraron en la boca. El hombre había extendido los brazos en un gesto de bienvenida, enseñando el forro rojo de la bata. El forro se movía, era un hervidero lleno de labios. Cientos de labios de niños que se retorcían haciendo muecas, susurrando su historia, la historia de Eli.

– Eli… vuelve a casa…

Eli sollozó, cerró los ojos. Esperando la mano fría en la nuca. No ocurrió nada. Los abrió de nuevo. La imagen había cambiado. Ahora mostraba una larga fila de niños mal vestidos que caminaban sobre una gran llanura nevada, andando torpemente en dirección a un castillo de hielo, lejos, en el horizonte.

No está pasando.

Eli escupió la sangre de la boca, contra la tele. Unas manchas rojas acabaron con la blanca nieve, cayeron sobre el castillo de hielo. Eso no existe.

Eli se agarró a la cuerda de salvamento intentando salir del túnel. Se oyó un sonido cuando el enchufe se soltó de la toma y el televisor se oscureció. Manchas espesas de sangre mezclada con saliva resbalaban cruzando la negra pantalla, goteando al suelo. Eli se sujetó la cabeza con las manos y desapareció en un remolino de color rojo oscuro.

Virginia preparó un guiso rápido con unos trozos de carne, cebolla y tomate triturado mientras Lacke se duchaba. Cuando la carne estaba lista fue al cuarto de baño. Él estaba sentado en la bañera con la cabeza colgando y con la boquilla de la ducha apoyada en la nuca. Las vértebras parecían una sucesión de pelotas de ping-pong bajo la piel.

– ¿Lacke? La comida está lista.

– Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho tiempo?

– No. Pero acaban de llamar del servicio de distribución de agua diciendo que las reservas están a punto de acabarse.

– ¿Qué?

– Venga, vamos -descolgó su albornoz del colgador y se lo alcanzó. Él se levantó de la bañera agarrándose con las dos manos a los bordes. Virginia se asustó al ver lo escuálido que tenía el cuerpo. Lacke lo notó y dijo:

– Entonces emergió de las aguas, como un dios, digno de ser contemplado.

Después comieron, compartieron una botella de vino. Lacke no pudo comer mucho, pero lo hizo de todos modos. Compartieron otra botella en el cuarto de estar, luego se fueron a la cama. Estuvieron un rato acostados el uno al lado del otro, mirándose a los ojos.

– He dejado de tomar la píldora.

– Bueno. No tenemos que…

– No, pero ya no la necesito. Adiós a la regla.

Lacke asintió. Se quedó pensando. Le acarició la mejilla.

– ¿Estás triste?

Virginia sonrió.

– Creo que eres el único hombre que conozco que haría una pregunta así. Sí, un poco. Es como si… lo que hace que sea una mujer, pues que ya no lo tengo.

– Mmm. Para mí es más que suficiente.

– ¿Seguro?

– Sí.

– Ven entonces.

Él le hizo caso.

Gunnar Holmberg arrastró los pies en la nieve para no dejar huellas que pudieran dificultar la tarea a los técnicos de la brigada criminal y se puso a observar las huellas que se alejaban de la casa. La luz del fuego hacía que la nieve resplandeciera de color rojo amarillento y el calor era lo bastante intenso como para que se le formaran gotas de sudor en el nacimiento del pelo.

Holmberg había aguantado mucho cachondeo por su quizá ingenua confianza en la bondad esencial de los jóvenes. Eso era lo que intentaba alentar con sus continuas visitas a las escuelas, con sus muchas y largas conversaciones con los muchachos que tenían problemas en la sociedad, y era eso lo que le hacía sentirse tan mal al ver lo que tenía ante sus pies.

Las huellas que había en la nieve eran de zapatos pequeños. Ni siquiera de lo que se podría llamar un «joven»; no, eran huellas de zapatos de niño. Marcas pequeñas y nítidas con una increíble distancia entre los pasos. Alguien había corrido. Rápido.

Con el rabillo del ojo vio al aspirante Larsson acercándose.

– Arrastra los pies, ¡joder!

– ¡Huy!, sorry.

Larsson se acercó arrastrando los pies y se colocó al lado de Holmberg. El aspirante tenía los ojos grandes y saltones con una expresión constante de asombro que ahora dirigía hacia las huellas que había en la nieve.

– Joder.

– Yo mismo no habría podido decirlo mejor. Es un niño.

– Sí, pero… esto es puro…

– Larsson siguió las huellas con la vista un tramo más allá-, puro triple salto.

– Largo entre las pisadas, sí.

– Más que largo, esto es… esto es una locura. Lo largo que es.

– ¿Qué quieres decir?

– Que soy corredor. No podría correr de esta manera. Más que… dos pasos. Y esto es todo el camino.

Staffan llegó corriendo entre los chalés, se abrió camino entre los grupos de curiosos que se habían reunido alrededor de la parcela y se acercó al grupo del centro, que en ese momento estaba vigilando al personal de la ambulancia que justo entonces introducía el cadáver de una mujer, cubierto con una tela azul, en una ambulancia.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Holmberg.

– Nada… salió por… la calle Bällstavägen y luego… no se podía… seguir más… los coches… habrá que poner… a los perros en ello.

Holmberg asintió, atento a la conversación que se desarrollaba justo al lado. Un vecino que había sido testigo de una parte de los hechos estaba contando sus impresiones a un policía de la brigada criminal.

– Primero pensé que se trataba de fuegos artificiales o algo así, ¿no? Luego vi las manos… que eran manos que se movían. Y ella salió hasta aquí… por la ventana… ella salió…