Lacke se puso el cenicero en la tripa, retiró la ceniza del cigarro y dio una calada.
Era la única persona con la que se sentía a gusto actualmente. Desde que Jocke… había desaparecido. Jocke era un tío majo. El único al que consideraba amigo de todos los que se juntaban. Era una putada eso de que su cuerpo hubiera desaparecido. No era lógico. Tenía que haber un entierro. Tiene que haber un cadáver que uno pueda mirar, constatar: sí, sí, ahí yaces, amigo mío. Y muerto estás.
Se le saltaron las lágrimas.
La gente tenía tantos amigos, siempre con la palabra en la boca, amigos por aquí y amigos por allí. Él tenía uno, uno sólo, y precisamente a él tenía que arrebatárselo algún gamberro desalmado. ¿Por qué cojones habría matado aquel joven a Jocke?
En el fondo sabía que Gösta no mentía ni se lo inventaba, y Jocke había desaparecido, pero parecía tan sin sentido… La única razón plausible sería algo relacionado con las drogas. Jocke tenía que estar envuelto en algún lío de drogas y había engañado a la persona equivocada. Pero ¿por qué no había dicho nada?
Antes de dejar el apartamento vació el cenicero y guardó la botella de vino vacía abajo, en el armario de la cocina. Tuvo que ponerla boca abajo para que cupiera entre todas las demás botellas.
Sí, joder. Dos casitas. Un terrenito con patatas. Barro hasta las rodillas y el canto de la alondra en primavera. Etcétera. Alguna vez.
Se puso la cazadora y salió. Al pasar por delante del supermercado ICA le tiró un beso a Virginia, que estaba en la caja. Ella le sonrió y le sacó la lengua.
De camino a su casa en la calle Ibsengatan se encontró con un joven que arrastraba dos grandes bolsas de papel. Alguien que vivía en su patio, pero Lacke no sabía cómo se llamaba. Le saludó con la cabeza.
– Eso parece pesado.
– No, está bien.
Lacke se quedó mirando al joven que llevaba las bolsas hacia el edificio alto. Parecía tan contento. Así tenía uno que ser. Aceptar su cruz y llevarla con alegría.
Así tenía uno que ser.
Dentro del patio esperaba encontrarse con el tipo que le invitó a whisky en el chino. El hombre solía estar fuera a estas horas, paseando. Caminaba a veces en círculos alrededor del patio. Pero no se le había visto los dos últimos días. Lacke miró de reojo hacia arriba, hacia la ventana cubierta del piso en el que creía que vivía el hombre.
Estará dentro bebiendo, claro. Podría subir y llamar.
Otro día.
Al anochecer, Tommy y su madre bajaron al cementerio. La tumba de su padre estaba justo al lado del dique de contención del pantano de Råcksta, por lo que cogieron la carretera que iba por el bosque. Su madre fue en silencio hasta que llegaron a la calle Kanaanvägen y Tommy pensó que era porque estaba triste, pero cuando tomaron la carretera pequeña que bordeaba el pantano su madre tosió y dijo:
– Oye, Tommy…
– Sí.
– Staffan dice que ha desaparecido una cosa. En su casa. Cuando nosotros estuvimos allí.
– Sí.
– ¿Sabes algo de eso?
Tommy cogió un poco de nieve en la mano, hizo una bola y la tiró contra un árbol. Justo en medio.
– Sí. Está debajo de su balcón.
– Es muy importante para él, puesto que…
– Está entre los setos que hay debajo de su balcón, te estoy diciendo.
– ¿Cómo ha llegado allí?
El dique cubierto de nieve alrededor del cementerio estaba frente a ellos. Un suave resplandor rojo iluminaba las copas de los pinos desde abajo. El farol que su madre llevaba en la mano hizo ruido. Tommy le preguntó:
– ¿Tienes fuego?
– ¿Fuego? Ah, sí. Tengo un encendedor. ¿Cómo llegó…?
– Se me cayó.
A la entrada del cementerio, al lado de la verja, Tommy se detuvo mirando el plano; distintas secciones marcadas con letras. Su padre estaba en la sección D.
Pronto se iban a cumplir los tres años. Tommy tenía imágenes poco claras del entierro, o como se llamara. Eso con el ataúd y un montón de gente llorando y cantando todo el tiempo.
Se acordaba de que llevaba unos zapatos que le quedaban grandes, eran de su padre y le iban bailando en los pies al volver a casa. Le había dado miedo el ataúd, había estado sentado mirándolo fijamente durante todo el entierro, seguro de que su padre se iba a levantar y estar vivo de nuevo, pero… cambiado.
Las dos semanas que siguieron al entierro anduvo dando vueltas como un zombi aterrado. Sobre todo cuando se hacía de noche le parecía ver en las sombras a aquel ser consumido de la cama del hospital, que ya no era su padre, acercándose a él con los brazos abiertos, como en las películas.
El miedo desapareció cuando enterraron la urna. Sólo asistieron su madre, él, un operario y un cura. El operario llevaba la urna delante y caminaba con dignidad, mientras que el cura consolaba a su madre. Fue todo tan ridículo. El pequeño bote de madera con tapa que aquel tipo del mono azul llevaba con las manos extendidas, como si aquello tuviera algo que ver con su padre. Era como una gran patraña.
Pero el miedo había desaparecido, y la relación de Tommy con la tumba había cambiado con el tiempo. Ahora bajaba a veces aquí él solo, se sentaba un rato al lado de la lápida y pasaba los dedos sobre las letras esculpidas que formaban el nombre de su padre. Era por eso por lo que iba. Del bote que había en la tierra ni se ocupaba, pero sí del nombre.
La persona desencajada en la cama del hospital, las cenizas del bote, nada de eso era su padre, pero el nombre aludía a la persona que él recordaba, y por eso iba allí a veces y recorría con los dedos los huecos en la piedra que formaban MARTIN SAMUELSSON.
– Oh, qué bonito -dijo su madre.
Tommy contempló el cementerio.
Había pequeñas velas encendidas por todas partes, una ciudad vista desde un avión. Algunas figuras oscuras se movían entre las lápidas. Su madre se dirigió a la tumba de su padre con el farol balanceándose en la mano. Tommy se fijó en su espalda estrecha y de pronto se sintió triste. No por él, ni por su madre, no; por todo. Por todas las personas que andaban por allí entre las luces que temblaban en la nieve. Ellas mismas no eran más que sombras que estaban al lado de las piedras, mirando las piedras, tocando las piedras. Aquello era tan… tonto.
La muerte es la muerte. Punto.
Sin embargo Tommy siguió a su madre, se puso de cuclillas junto a la tumba de su padre mientras ella encendía el farol. No quería tocar las letras cuando su madre estaba allí.
Permanecieron así un rato, mirando cómo la débil llama resaltaba las vetas del mármol, como si se movieran. Tommy no sentía nada aparte de un poco de vergüenza. Él participando en este simulacro. Después de un poco se levantó y empezó a caminar hacia casa.
Su madre le siguió. Demasiado pronto, le pareció. Ella podía quedarse llorando si quería, toda la noche. Llegó a su altura y pasó con cuidado su brazo por debajo del de Tommy. Él lo dejó estar. Caminaron el uno al lado del otro contemplando el pantano de Råcksta que había empezado a helarse. Si el frío continuaba se podría patinar allí en unos días.
Un pensamiento machacaba todo el tiempo la cabeza de Tommy como un terco riff de guitarra.
La muerte es la muerte. La muerte es la muerte. La muerte es la muerte.
Su madre tembló, se apretó contra él.
– Es terrible.
– ¿Te parece?
– Sí, Staffan me contó una cosa horrible.
Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera ahora dejar de hablar de…?
– Ah, ¿sí?
– ¿Has oído lo del incendio en una casa de Ängby? La mujer que…