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Entonces oyó el grito.

Un grito agudo de niño que procedía de su grupo. Se paró tan en seco que sus patines salpicaron la nieve. Había podido darse cuenta de que los que estaban al lado del agujero eran chicos mayores. Quizá Oskar. Chicos mayores. Podrían arreglárselas. Los suyos eran niños pequeños.

Los gritos eran cada vez más fuertes, y mientras se daba la vuelta y se deslizaba en esa dirección, oyó que otras voces se unían a él.

¡Cojones!

Precisamente en el momento en que no se encontraba allí tenía que ocurrir algo. Por Dios, que no se haya roto el hielo. Patinaba lo más rápido que podía, la nieve salía despedida de sus patines mientras se apresuraba a llegar al lugar del que salían los gritos. Entonces vio a varios niños que se habían juntado, estaban parados y chillaban a coro, y a algunos más que se acercaban allí. Vio también que una persona adulta bajaba hacia el lago desde el hospital.

Con un par de deslizamientos rápidos llegó hasta donde se encontraban los chavales y frenó de tal manera que las virutas de hielo volaron sobre las cazadoras de éstos. No entendía nada. Todos los niños estaban juntos tras la cortina de ramaje mirando hacia abajo, hacia algo que había en el hielo, y gritando. Se deslizó hasta allí.

– ¿Qué pasa?

Uno de los pequeños señaló hacia abajo, hacia el hielo, hacia un bulto que estaba atrapado en él. Parecía un montón de hierba marrón y helada con una hendidura roja en un lado. O un erizo atropellado. El maestro se agachó hacia el bulto y vio que era una cabeza. Una cabeza congelada dentro del hielo de manera que únicamente sobresalían la coronilla y la parte alta de la frente.

El niño al que había mandado a hacer pis estaba sentado en el hielo unos metros más allá, sollozando.

– Yo… lo… he… pisado.

Ávila se enderezó.

– ¡Todos fuera! Todos a la playa, ahora.

Los niños estaban también como congelados en el hielo, los pequeños seguían gritando. Sacó su silbato y dio dos silbidos fuertes. Los gritos cesaron. Dio un par de pasos, se puso detrás de los niños y pudo dirigirlos hacia la playa. Los chicos lo siguieron. Sólo uno de quinto se quedó allí, mirando con curiosidad el bulto.

– ¡Tú también!

Ávila le ordenó con la mano que fuera hacia él. Ya en la playa le dijo a una mujer que había bajado desde el hospital;

– Llama a la policía. Ambulancia. Hay una persona congelada en el hielo.

La mujer subió corriendo hacia el hospital. Ávila contó a los niños en la playa, vio que faltaba uno. El niño que había pisado la cabeza seguía sentado en el hielo con la cara entre las manos. Ávila se deslizó hasta él y lo cogió en brazos. El chico se volvió y se abrazó a Ávila. Éste lo levantó con cuidado como si fuera un paquete delicado y lo llevó hasta la playa.

– ¿Se puede hablar con él?

– Hablar precisamente no pue…

– No, pero entiende lo que se le dice.

– Creo que sí, pero…

– Un momento sólo.

A través de la niebla que cubría su ojo Håkan vio que una persona con ropa oscura arrimaba una silla y se sentaba al lado de su cama. No podía distinguir la cara del hombre, pero probablemente mostrara un gesto forzadamente neutral.

Håkan había pasado los últimos días casi flotando en una nube roja de contornos tan tenues que entraba y salía de ella sin apenas darse cuenta. Sabía que le habían dormido un par de veces, que lo habían operado. Aquél era el primer día que se encontraba totalmente consciente, pero no sabía cuántos habían pasado desde que llegó allí.

A lo largo de la mañana Håkan había estudiado su nueva cara con las yemas de los dedos de la mano que tenía tacto. Algún tipo de venda elástica le cubría todo el rostro, pero por los rasgos bajo la venda, que había recorrido dolorosamente con los dedos, había comprendido que ya no tenía ninguna cara.

Håkan Bengtsson ya no existía. Lo que quedaba era un cuerpo imposible de identificar en una cama de hospital. Por supuesto que podrían relacionarlo con sus otros asesinatos, pero no con su vida anterior ni con la actual. Ni con Eli.

– ¿Cómo te encuentras?

Bien, gracias, agente. De primera. Tengo una película de napalm ardiéndome en la cara todo el tiempo, pero por lo demás va como siempre.

– Sí, comprendo que no puedes hablar, pero ¿puedes asentir con la cabeza si oyes lo que digo? ¿Puedes mover la cabeza?

Puedo. Pero no quiero.

El hombre que estaba al lado de la cama lanzó un suspiro.

– Has intentado quitarte la vida aquí, de manera que no estás totalmente… ido. ¿Es difícil mover la cabeza? ¿Puedes levantar la mano si oyes lo que digo? ¿Puedes levantar la mano?

Håkan dejó de escuchar al policía y empezó a pensar en ese lugar del infierno de Dante, el limbo, adonde eran llevadas, después de la muerte, todas las almas que no conocían a Cristo. Intentó imaginarse aquel sitio en detalle.

– Como comprenderás, nos gustaría mucho saber quién eres.

¿En qué nivel o esfera del cielo acabaría el propio Dante después de su muerte…?

El policía acercó la silla unos diez centímetros.

– Lo vamos a descubrir, como ya sabes. Antes o después. Tú puedes ahorrarnos un poco de trabajo comunicándote con nosotros ahora.

Nadie me echa de menos. Nadie me conoce. Intentadlo.

Entró una enfermera.

– Hay una llamada para usted.

El policía se levantó, fue hacia la puerta. Antes de salir se volvió.

– Vengo enseguida.

Los pensamientos de Håkan se centraron ahora en lo verdaderamente esencial. ¿En qué esfera caería él? Infanticida: la séptima esfera. Por otro lado, la primera esfera: los que habían pecado por amor. Luego estaban, aparte, los sodomitas, que tenían su propia esfera. Lo lógico sería que cayera en el nivel asignado al peor delito que hubiera cometido.

Así, de haber consumado uno realmente grave, se podía seguir cometiendo cualquier pecado que cayera en las esferas inferiores. Ya no podía ser peor. Más o menos como esos asesinos de Estados Unidos condenados a trescientos años de cárcel.

Las distintas esferas estaban dispuestas en forma de espiral. Los estratos del infierno. Cerbero con su cola. Håkan evocó a los violentos, a las mujeres coléricas, a los soberbios en su lodo hirviente, en su lluvia de fuego; deambuló entre ellos, buscando su sitio.

De una cosa estaba totalmente seguro: no caería de ninguna manera en el último de los círculos. Aquél en el que el mismo Lucifer estaba devorando a Judas y a Bruto, aprisionados en un mar de hielo. El círculo de los traidores.

Se abrió de nuevo la puerta con ese ruido extraño, como de succión. El policía se sentó al lado de la cama.

– Bueno, bueno. Parece que han encontrado a otro, abajo en el lago, en Blackeberg. El mismo tipo de cuerda, en cualquier caso.

¡No!

El cuerpo de Håkan se contrajo involuntariamente cuando el policía dijo la palabra «Blackeberg». El policía asintió.

– Está claro que oyes lo que digo. Eso está bien. Entonces, podemos aventurar sin mayores dificultades que has vivido en Västerort. ¿Dónde? ¿En Råcksta? ¿En Vällingby? ¿En Blackeberg?

El recuerdo de cómo se había deshecho del hombre abajo, junto al hospital, acudió a su mente. Había hecho una chapuza. La había cagado.

– De acuerdo. Entonces te voy a dejar un poco tranquilo. Para que vayas pensando si quieres colaborar. De ese modo sería todo mucho más sencillo, ¿no te parece?