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El policía se levantó y se fue. En su lugar llegó una enfermera y se sentó en una silla en la habitación, vigilándolo.

Håkan empezó a dar cabezazos a un lado y a otro, negando. Sacó la mano y empezó a tirar del tubo conectado al respirador. La enfermera acudió enseguida y le apartó la mano.

– Tendremos que atarte. Una vez más y te atamos, ¿entiendes? Si no quieres vivir es cosa tuya, pero mientras estés aquí tenemos la obligación de mantenerte vivo. Independientemente de lo que hayas hecho o dejado de hacer, ¿comprendes? Y haremos lo que sea necesario para cumplir con nuestra obligación, aunque tengamos que ponerte un sistema de fijación. ¿Estás oyendo lo que te digo? Todo será mejor para todos si colaboras.

Colaborar. Colaborar. De pronto todos quieren colaborar. Yo ya no soy una persona. Soy un proyecto. Oh, Dios mío. Eli. Eli. Ayúdame.

Ya en las escaleras Oskar oyó la voz de su madre. Estaba hablando por teléfono con alguien y parecía enfadada. ¿Con la madre de Jonny? Se quedó al otro lado de la puerta, escuchando.

– Me van a llamar y me preguntarán qué es lo que he hecho mal… Sí, claro que lo van a hacer, ¿y qué voy a decir? Que por desgracia mi hijo no tiene un padre con quien él… Sí, claro, pues demuéstralo alguna vez entonces… No, no lo has hecho… A mí me parece que puedes hablar de ello con él.

Oskar abrió la puerta y entró en casa. Su madre dijo:

– Ahora llega -al auricular, y se volvió hacia Oskar-: Han llamado de la escuela y yo… habla con tu padre porque yo… -habló de nuevo por el auricular-: Ahora puedes… yo estoy tranquila… es fácil para ti, que estás lejos y…

Oskar entró en su habitación, se echó en la cama y se puso las manos en los oídos. Le retumbaban los latidos del corazón en la cabeza.

Cuando llegó al hospital, al principio, creyó que todas las personas que corrían por allí tenían algo que ver con lo que le había hecho a Jonny. Pero no era así, como pudo saber luego. Hoy había visto por primera vez en su vida una persona muerta.

Su madre abrió la puerta de la habitación. Oskar se quitó las manos de los oídos.

– Tu padre quiere hablar contigo.

Oskar se llevó el auricular a la oreja y oyó una voz lejana que leía los nombres de los faros, la fuerza y la dirección de los vientos. Esperaba con el auricular pegado a la oreja sin decir nada. Su madre le preguntó frunciendo el entrecejo. Oskar puso la mano sobre el auricular y susurró: «Información sobre el estado de la mar».

Su madre abrió la boca para decir algo, pero se quedó sólo en un suspiro y un gesto de brazos caídos. Se fue a la cocina. Oskar se sentó en una silla en el pasillo y escuchó las noticias sobre el estado de la mar junto con su padre.

Oskar sabía que si empezaba a hablar en ese momento su padre estaría distraído con lo que decían en la radio. Las noticias sobre el estado de la mar eran sagradas. Cuando iba a casa de su padre, se paraba toda la actividad a las 16.45, y éste se sentaba al lado de la radio mientras él, ausente, miraba hacia fuera, como para comprobar si lo que anunciaban en la emisora era cierto.

Hacía mucho tiempo que su padre no se hacía a la mar, pero se le había quedado esa costumbre.

«Banco de Almagrundet noroeste ocho, al anochecer girando hacia el oeste. Despejado. El mar de Åland y el mar del Skärgårg noroeste diez, hacia la noche es posible que soplen vientos fuertes. Despejado».

Bueno. Lo más importante ya había pasado.

– Hola, papá.

– Ah, pero si estás ahí. Hola. Va a haber vientos fuertes aquí por la noche.

– Sí, lo he oído.

– Mmm. ¿Qué tal estás?

– Bien.

– Sí, mamá me ha contado eso con Jonny. Y no está muy bien que digamos.

– No. No lo está.

– Ha tenido una conmoción cerebral, me ha dicho.

– Sí. Vomitó.

– Bueno, se vomita con frecuencia, si sólo es eso. Harry… sí, tú ya lo conoces… a él le cayó una vez una plomada en la cabeza y… sí estuvo mal, vomitando como un ternero después.

– ¿Se puso bien?

– Sí, claro, fue… bueno, se murió la primavera pasada. Pero no tenía nada que ver con aquello. No. Después de aquello se recuperó bastante rápido.

– Sí.

– Y esperemos que sea así con él, con este chico también.

– Sí.

La radio seguía todavía con las distintas zonas marítimas: el golfo de Botnia y todo lo demás. Un par de veces se había sentado con el atlas delante en casa de su padre y había seguido con el dedo todos los faros según los iban nombrando. Hubo un tiempo en el que se sabía todos esos sitios de memoria, en orden, pero ya se le habían olvidado. Su padre carraspeaba.

– Sí, tu madre y yo hemos estado hablando de que… tal vez te gustaría venir a pasar aquí el fin de semana.

– Mmm.

– Así podremos hablar más de esto y de… todo.

– ¿Este fin de semana?

– Sí, si te apetece.

– Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy el sábado?

– O el viernes por la tarde.

– No. Mejor… el sábado. Por la mañana.

– Vale, está bien. Entonces sacaré un eider del congelador.

Oskar acercó la boca al teléfono y dijo en voz baja:

– Sin perdigones.

Su padre se rió.

El otoño pasado, cuando Oskar estuvo allí, se había roto un diente al morder un perdigón que se había quedado en el ave. A su madre le había dicho que había sido una piedra en una patata. Las aves marinas eran lo que más le gustaba a Oskar, mientras que a su madre le parecía que era «terriblemente cruel» disparar a las indefensas aves. Que él se hubiera roto el diente mordiendo el propio instrumento de la muerte habría dado lugar a que su madre le prohibiera probar semejante comida.

– Pondré especial cuidado -aseguró su padre.

– ¿Funciona la moto?

– Sí. ¿Por qué?

– No. Por nada.

– Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve, así que podremos dar una vuelta.

– Bien.

– Vale, entonces nos vemos el viernes. ¿Cogerás el autobús de las diez?

– Sí.

– Entonces bajo a buscarte. Con la moto. El coche no está del todo en forma.

– De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablar más con mamá?

– Sí… no… tú puedes contarle cómo vamos a hacerlo, ¿no?

– Mmm. Adiós, hasta pronto.

– Adiós. Hasta pronto.

Oskar colgó el auricular. Se quedó sentado un momento pensando cómo iba a ser. Dar una vuelta con la moto. Eso era divertido. Entonces se ponía sus miniesquís y ataban una cuerda a la caja de la moto con un palo en el otro extremo. En ese palo se agarraba Oskar con las dos manos y después daban vueltas por el pueblo como esquiadores acuáticos sobre la nieve. Esto y los eideres con gelatina de serba. Y sólo una tarde lejos de Eli.

Fue a su habitación y metió en el bolso la ropa de entrenar y su cuchillo, porque no iba a volver a casa antes de encontrarse con Eli. Tenía un plan. Cuando estaba en el pasillo poniéndose la cazadora salió su madre de la cocina, limpiándose la harina de las manos en el delantal.

– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre?

– Que tenía que ir el sábado.

– Sí. ¿Pero de lo otro?

– Ahora tengo que irme a entrenar.

– ¿No ha dicho nada?

– Sííí, pero tengo que irme ahora.

– ¿Adónde vas?

– A la piscina.

– ¿A qué piscina?

– A la que está al lado de la escuela. A la pequeña.

– ¿Qué vas a hacer allí?