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¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar.

Que necesitara una invitación para poder entrar en su habitación, en su cama. Y él la había invitado. Una vampira. Un ser que vivía de la sangre de los demás. Eli. No había ni una sola persona a quien pudiera contárselo. Nadie le creería. Y si alguien, pese a todo, le creyera, ¿qué pasaría?

Oskar vio ante sí una multitud de hombres que cruzaban el arco de entrada a Blackeberg, donde él y Eli se habían abrazado, con estacas afiladas en las manos. Entonces sintió miedo por Eli, no quería volver a verla, pero aquello no quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de que se subiera al autobús en Norrtälje llegó a Södersvik. Tiró de la cuerda y la campanilla sonó delante, al lado del conductor. El autobús se paró justo ante la tienda y Oskar tuvo que esperar a que bajara primero una señora mayor a la que conocía pero de la que ignoraba su nombre.

Su padre estaba al pie de la escalera, asintió con la cabeza y dijo: «Hum» a la señora mayor. Oskar bajó del autobús, se quedó un momento parado delante de su padre. La última semana habían sucedido cosas que le hacían sentirse mayor. No adulto, pero sí más mayor. Eso se le vino abajo cuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre era infantil de una forma equivocada. Inmaduro, incapaz de asumir responsabilidades. Bueno, ella decía también cosas buenas de él, pero aquello era un escollo constante. La inmadurez.

Para Oskar, su padre allí, extendiendo los brazos, era la imagen del adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas las demás personas de la ciudad. En su viejo chaleco Helly Hansen remendado con cinta de velero había siempre la misma mezcla de madera, pintura, metal y, sobre todo, aceite. Ésos eran sus olores, pero Oskar no pensaba en ello de aquella manera. Era sencillamente «el olor de su padre». Le gustaba aquel olor y aspiró profundamente por la nariz mientras hundía la cara en el pecho de su padre.

– Sí, hola.

– Hola, papá.

– ¿Ha ido bien el viaje?

– No, hemos chocado con un alce.

– ¡Huy! No me digas.

– Sólo es una broma.

– Ya, ya. Bueno. Pero yo me acuerdo de que una vez…

Mientras iban hacia la tienda su padre empezó a contar la historia de cómo una vez atropelló a un alce con un camión. Oskar, que ya había oído la historia antes, asentía de vez en cuando mirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía el mismo aspecto sucio de siempre. Los rótulos y banderines que se habían quedado allí a la espera del próximo verano hacían que todo el lugar se asemejara a un puesto de helados desmesurado. La gran carpa detrás de la tienda, donde vendían herramientas para el jardín, muebles para exteriores y cosas por el estilo, tenía el acceso cerrado con unas cuerdas porque ya no era temporada.

En verano, la población de Södervik se multiplicaba por cuatro. Toda la zona alrededor de la ensenada de Norrtälje, la isla de Lågarö, era un hormiguero de casitas de verano y segundas residencias, y aunque los buzones abajo, hacia la isla de Lågarö, colgaban en hileras dobles de treinta casilleros en cada una, el cartero no tenía que ir casi nunca allí en esta época del año. No había nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto, su padre terminó de contar la historia del alce.

– … así que tuve que darle un golpe con una palanqueta que tenía para abrir cajones y esas cosas. Justo entre los ojos. Él se tambaleó así y… bueno. No, no fue tan agradable.

– No. Claro.

Oskar se montó sobre el portaequipajes delantero, puso las piernas debajo. Su padre rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó un gorro.

– Toma. Que se quedan un poco frías las orejas.

– No, si tengo.

Oskar sacó su propio gorro, se lo puso. Su padre se volvió a guardar el otro en el bolsillo.

– ¿Y tú? Que se quedan un poco frías las orejas.

Su padre se rió.

– No, yo estoy acostumbrado.

Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería chincharle un poco. No podía recordar haber visto nunca a su padre con gorro. Si hacía frío de verdad y soplaba el viento podía ponerse una especie de gorra de piel de oso con orejeras que él llamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la moto para ponerla en marcha y ésta sonó como una motosierra. Dijo algo sobre «el punto muerto» y metió la primera. La moto pegó un tirón hacia delante que a punto estuvo de hacer que Oskar se cayera hacia atrás y su padre gritó: «¡el embrague!», y se pusieron en marcha.

Segunda. Tercera. La moto fue cogiendo velocidad mientras cruzaban el pueblo. Oskar iba sentado como un sastre sobre el ruidoso portaequipajes. Se sentía como el rey de todos los reinos de la tierra y habría podido seguir viajando eternamente.

Se lo había explicado un médico. Los gases que había aspirado le habían quemado las cuerdas vocales y lo más probable era que no pudiera volver a hablar normal. Una nueva operación podría devolverle la capacidad de producir sonidos vocálicos, pero como incluso la lengua y los labios estaban gravemente afectados, serían necesarias nuevas operaciones para restablecer la posibilidad de reproducir las consonantes.

Como viejo profesor de sueco, Håkan no podía dejar de maravillarse con aquel pensamiento: producir la voz por vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de las mínimas unidades del idioma, comunes a muchas culturas, pero nunca se había parado a pensar en las herramientas propias de éste -paladar, labios, lengua, cuerdas vocales- de aquella manera. Tallar el idioma con el bisturí a partir de una materia prima informe, como salían las esculturas de Rodin del mármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente de sentido. No pensaba hablar. Además, sospechaba que el médico le había hablado de aquella manera por alguna razón especial. Él era lo que llaman una persona propensa al suicidio, por lo que era importante inculcarle una especie de concepción lineal del tiempo. Devolverle la idea de la vida como un proyecto, como un sueño de futuras conquistas.

Pero él no la compraba.

Si Eli lo necesitaba, podía pensar en vivir. Si no, no. Nada hacía pensar que Eli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eli ponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera de la ventana suponía que se encontraba en los pisos de arriba.

Además, bien vigilado. Aparte del médico y las enfermeras había siempre, al menos, un policía cerca. Eli no podía llegar hasta él y él no podía llegar hasta Eli. La idea de fugarse, de ponerse en contacto con Eli por última vez se le había pasado por la cabeza. Pero ¿cómo?

La operación de garganta había hecho que pudiera respirar de nuevo, ya no necesitaba estar conectado a un respirador. Sin embargo, la comida no la podía tomar por la vía normal (aquello también lo iban a arreglar, según le había asegurado el médico). El tubo del goteo se movía continuamente de acá para allá dentro de su campo visual. Si lo arrancaba, probablemente empezaría a pitar en algún sitio, y además veía también sumamente mal. Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistido en trasplantarle un trozo de piel de su propia espalda al párpado, para que pudiera cerrar los ojos.

Los cerró.

La puerta de su habitación se abrió. Tocaba otra vez. Reconoció la voz. El mismo hombre que las otras veces.

– Bueno, bueno -saludó el hombre-. Dicen que de todas formas no podrás hablar durante algún tiempo. Es una lástima. Pero el caso es que sigo empeñado en que, pese a todo, tú y yo podríamos comunicarnos si tú pusieras un poco de tu parte.