TOMATE TRITURADO. TRES BOTES 5 CORONAS
Hacía seis días.
Lacke seguía agarrando todavía la piedra que tenía en el bolsillo. Miró el anuncio, podía imaginarse la mano de Virginia moviéndose hasta hacer aparecer por arte de magia las letras rectas e iguales. ¿Hoy se habría quedado en casa descansando? Claro que sería muy propio de ella ir dando tumbos al trabajo antes de que la sangre siquiera hubiera tenido tiempo de coagular.
Cuando llegó hasta el portal de Virginia echó una ojeada a sus ventanas. Apagado. ¿Estaría en casa de su hija? Bueno, subiría de todas formas y le dejaría los bombones en la puerta. Estaba totalmente oscuro dentro del portal. Se le erizaron los pelos de la nuca.
El niño está aquí.
Permaneció unos segundos sin pestañear, luego se precipitó sobre el punto rojo iluminado del interruptor de la luz, lo pulsó con el reverso de la mano en la que llevaba la caja de bombones. La otra mano apretaba con fuerza la piedra que tenía en el bolsillo.
Se oyó un suave golpe seco del relé del sótano cuando se encendió la luz. Nada. El portal de Virginia. Escaleras de hormigón de color amarillo con un dibujo de salpicaduras. Respiró profundamente un par de veces y empezó a subir las escaleras.
Justo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba. Virginia vivía en el piso de arriba, en el tercero, y sus piernas se arrastraron escaleras arriba como dos tablas inertes unidas a las caderas. Esperaba que ella estuviera en casa, que se sintiera bien, que le permitiera hundirse en su butaca de skay y no hacer otra cosa más que descansar en el sitio en el que prefería estar. Soltó la piedra del bolsillo y llamó a la puerta. Aguardó un poco. Volvió a llamar.
Había empezado a tratar de colocar la caja de bombones en el picaporte cuando oyó pasos sigilosos dentro del piso. Se apartó de la puerta. Dentro, dejaron de oírse pasos. Ella estaba al otro lado.
– ¿Quién es?
Nunca jamás Virginia había preguntado eso antes. Uno llamaba, pin, pin, sonaban sus pasos y se abría la puerta. Pasa, pasa. Él tosió, aclarándose la garganta:
– Soy yo.
Una pausa. Podía oír la respiración de ella, ¿o eran sólo figuraciones suyas?
– ¿Qué quieres?
– Saber cómo te encuentras, únicamente. Otra pausa.
– No me encuentro bien.
– ¿Puedo pasar?
Esperó. Con la caja de bombones ante sí ridículamente agarrada con las dos manos. Se oyó un chasquido al abrirse el cerrojo, sonido de llaves cuando giró la cerradura de seguridad. Otro chirrido más al quitar la cadena. El picaporte se movió hacia abajo y la puerta se abrió.
Él, inconscientemente, dio medio paso atrás, golpeándose la espalda con el remate del pasamanos. Virginia apareció en el quicio de la puerta abierta. Parecía moribunda.
Además de la mejilla hinchada tenía la cara cubierta de pequeñas, muy pequeñas erupciones y sus ojos parecían reflejar la resaca del siglo. Una tupida red de líneas rojas cruzaban la esclerótica y las pupilas casi habían desaparecido. Ella asintió.
– Tengo una pinta horrorosa.
– Qué va. Sólo… creía que quizá… ¿puedo pasar?
– No. No tengo fuerzas.
– ¿Has ido al médico?
– Lo haré. Mañana.
– Sí. Aquí, yo…
Le alargó la caja de bombones que había tenido todo el tiempo delante de él como un escudo. Virginia la cogió.
– Gracias.
– Oye, ¿hay algo que yo pueda…?
– No. Me pondré bien. Sólo necesito descansar. No tengo fuerzas para estar aquí de pie. Estaremos en contacto.
– Sí. Voy a…
Virginia cerró la puerta.
– … mañana.
De nuevo chirrido de cerraduras y cadenas. Se quedó con los brazos caídos delante de la puerta. Luego se acercó y trató de escuchar. Oyó que se abría un armario, pasos lentos dentro del piso.
¿Qué voy a hacer?
No era asunto suyo obligarla a hacer algo que no quisiera, pero de buena gana la habría cogido y se la habría llevado a un hospital ya. Bueno. Volvería mañana por la mañana. Si seguía igual lo haría, quisiera o no.
Lacke bajó los escalones de uno en uno. Estaba muy cansado. Cuando llegó al último tramo antes de acceder al portal, se sentó en el peldaño de arriba, apoyando la cabeza entre las manos.
Yo soy… el responsable.
Se apagó la luz. Los tendones del cuello se le tensaron, jadeó profundamente. Era el relé. Programado de antemano. Permaneció sentado en la escalera a oscuras, sacó con cuidado la piedra del bolsillo del abrigo, la cogió entre las dos manos, mirando fijamente en la oscuridad.
Vamos, ven, pensó. Vamos, ven.
Virginia dejó fuera el rostro suplicante de Lacke, cerró y echó la cadena de seguridad en la puerta. No quería que él la viera. No quería que la viera nadie. Le había costado un gran esfuerzo decir las palabras que dijo, mostrar una especie de cordura elemental.
Su estado había empeorado vertiginosamente desde que había vuelto del ICA. Lotte la había ayudado y, en el estado de aturdimiento en que se encontraba, Virginia había soportado sin más el dolor de la luz del sol en la cara. Una vez en casa se había mirado en el espejo y había descubierto que tenía cientos de pequeñas ampollas en el rostro y en la piel del dorso de las manos. Quemaduras.
Había dormido un par de horas y se había despertado al anochecer. El hambre había cambiado entonces de expresión, se había convertido en inquietud. Un banco de pececillos con espinas nadando frenéticamente invadía su circulación sanguínea. No podía estar ni tumbada ni sentada ni de pie. Iba dando vueltas y más vueltas por el piso, rascándose todo el cuerpo. Se dio una ducha fría tratando de atenuar aquella sensación de nerviosismo y de agitación. No sirvió de nada.
No se podía describir con palabras. Le recordaba la sensación que tuvo cuando a los veintidós años recibió la noticia de que su padre se había caído del tejado de la casita de verano y se había roto la nuca. Entonces también había empezado a dar vueltas y más vueltas, como si no hubiera un solo sitio en el mundo en el que su cuerpo pudiera estar, en el que no sintiera dolor.
Lo mismo ahora, sólo que peor. El nerviosismo, la angustia no paraban un momento. Eso la arrastraba a dar vueltas por el piso hasta que no podía más, hasta que se sentó en una silla y se golpeó la cabeza contra la mesa de la cocina. En medio de la desesperación se tomó dos pastillas Rohipnol y se las tragó con un poco de vino blanco que sabía a desagüe.
Normalmente bastaba con una para que durmiera como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Ahora, el único efecto fue que sintió un terrible malestar y a los cinco minutos vomitó una flema verde y las dos pastillas medio deshechas.
Siguió dando vueltas, rasgó un periódico en trozos diminutos, gateó por el suelo gimiendo de angustia. Fue gateando hasta la cocina, tiró la botella de vino de la mesa de forma que cayó al suelo y se rompió ante sus ojos.
Tomó uno de los cristales puntiagudos.
No lo pensó. Sólo apretó la punta contra la palma de la mano y el dolor le hizo bien, parecía de verdad. El banco de pececillos que tenía en el cuerpo se apresuró hacia el punto donde le dolía. Brotó la sangre. Se llevó la mano a los labios y la lamió, chupó y la angustia cesó. Lloraba de alivio mientras se cortaba la mano por otro sitio y seguía chupando. El sabor de la sangre se mezcló con el de las lágrimas.
Acurrucada en el suelo de la cocina, con la mano apretada contra la boca, chupando con ansiedad como un niño recién nacido que mamara por primera vez del pecho de su madre, se sintió tranquila por segunda vez durante aquel día terrible.