Sí. Ahora podía.
Su padre, Janne. Autoestop. Eli. El sofá. La tela de araña.
Miró al techo. Allí estaban las polvorientas telas de araña, difíciles de distinguir en la penumbra. Se había quedado dormido junto a Eli en el sofá. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde entonces? ¿Sería por la mañana?
La ventana estaba tapada con mantas, pero por los bordes podía entrever débiles retazos de luz grisácea. Se quitó el edredón y fue hasta la puerta del balcón, descorrió un poco la manta. Las persianas estaban bajadas. Las subió unos centímetros y sí: había amanecido ahí fuera.
Le dolía la cabeza y la luz le hacía daño en los ojos. Resopló, soltó la manta y se pasó las dos manos por el cuello, por la nuca. No. Claro que no. Ella le había dicho que ella nunca…
Pero ¿y ella dónde está?
Recorrió la estancia con la vista; sus ojos se detuvieron en la puerta cerrada de la habitación en la que Eli se había cambiado el jersey. Dio unos pasos hacia ella, se detuvo. La puerta permanecía en la sombra. Oskar cerró los puños, se chupó uno de ellos.
Y si ella realmente… dormía en un ataúd.
Qué tontería. ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por qué lo hacían los vampiros? Porque están muertos. Y Eli dijo que ella no…
Pero si…
Siguió chupándose el puño, lo recorrió con la lengua. Su beso. La mesa con comida. Sólo el hecho de que ella pudiera hacer eso. Y los dientes… Dientes de animales carnívoros.
Si hubiera algo más de luz.
Al lado de la puerta estaba el interruptor de la lámpara del techo. Lo pulsó sin creer que fuera a ocurrir nada. Pero sí. La lámpara se encendió. Apretó los párpados para protegerse de aquella luz tan fuerte, dejó que los ojos se acostumbraran a la luz antes de volverse hacia la puerta; apoyó la mano en el picaporte.
La luz no le ayudaba en absoluto, más bien lo contrario: todo parecía aún más desagradable ahora que la puerta era sólo una puerta normal y corriente. Igual que la de su propia habitación. Exactamente igual. El picaporte tenía idéntico tacto. Y ella podía estar allí acostada. Quizá con los brazos cruzados sobre el pecho.
Tengo que verlo.
Apretó con cuidado el picaporte, que ofreció algo de resistencia. O sea, que la puerta no estaba cerrada con llave; en ese caso, el pasador sólo se hubiera deslizado hacia abajo. Oskar lo empujó y la puerta se abrió, la rendija se hizo cada vez mayor. La habitación estaba a oscuras.
¡Espera!
¿Heriría la luz a Eli si abría la puerta?
No. Ayer por la noche había estado sentada al lado de la lámpara y parecía que no le pasaba nada. Pero esta bombilla tenía mayor potencia y, a lo mejor, la de la lámpara de pie era de un tipo… especial, una bombilla… especial para vampiros.
Qué tontería. «Tiendas especializadas en bombillas para vampiros».
Y no habría dejado la lámpara en el techo si fuera peligrosa para ella. Pese a todo, Oskar abrió la puerta con cuidado, dejando que el cono de luz se hiciera poco a poco más grande dentro de la habitación. Estaba tan vacía como el cuarto de estar. Una cama y un montón de ropa, nada más. En la cama sólo había una sábana y una almohada. El edredón que él había usado sería de allí. En la pared de al lado de la cama había un papel pegado con cinta adhesiva. El código Morse.
Ah, sí, era esa la cama desde donde ella…
Respiró profundamente. Cómo no se había dado cuenta de eso. Al otro lado de esta pared está mi habitación.
Sí. Se encontraba a dos metros de su propia cama, a dos metros de su vida normal.
Se tumbó y tuvo la ocurrencia de golpear un mensaje en la pared. Para Oskar. El del otro lado. ¿Qué iba a decirle?
V.A.R.Ä.R.D.U.
Se volvió a chupar el puño. Él estaba aquí. Era Eli la que se había ido. Se sintió mareado, confundido. Dejó caer la cabeza en la almohada y echó una ojeada alrededor. La almohada olía raro. Como el edredón, pero más fuerte. Un olor a cerrado, grasiento. Se quedó mirando el montón de ropa que había a unos metros de la cama.
Es tan asqueroso.
No quería permanecer allí más tiempo. El piso estaba totalmente silencioso y vacío y todo era tan… anormal. Su mirada se deslizó sobre el montón de ropa y se detuvo en los armarios que cubrían la pared de enfrente. Dos armarios dobles, uno sencillo.
Allí.
Flexionó las piernas contra el estómago, miró fijamente las puertas cerradas de los armarios. No quería. Le dolía el estómago. Un dolor punzante, escozor en la entrepierna.
Tenía ganas de hacer pis.
Se levantó de la cama, fue hasta la puerta sin perder de vista los armarios. Había un par de ellos iguales en su habitación, sabía que ella tendría sitio de sobra. Allí era donde estaba, y él ya no quería ver más.
La lámpara de la entrada también funcionaba. La encendió y fue por el corto pasillo hasta el cuarto de baño. La puerta permanecía cerrada. La plaquita que había por encima del pasador estaba de color rojo. Llamó:
– Eli.
No se oyó nada. Volvió a llamar.
– Eli, ¿estás ahí?
Nada. Pero al pronunciar su nombre en voz alta se dio cuenta de su error. Era lo último que le había dicho cuando estaban en el sofá.
Que ella en realidad se llamaba… Elias. Elias. Un nombre de chico. ¿Era Eli un chico? Y ellos se habían… besado y dormido en la misma cama y…
Oskar apoyó las manos en la puerta del baño y la frente sobre ellas. Pensó. Pensó profundamente. No lo entendía. Que pudiera aceptar de alguna manera que ella fuese una vampira, pero que el hecho de que fuera un chico le pudiera resultar más… difícil.
Conocía los nombres, claro está. Maricón, maricón de mierda. Como Jonny lo llamaba. Que fuera peor ser maricón que ser…
Volvió a llamar a la puerta.
– ¿Elias?
Sintió un vuelco en el estómago cuando lo dijo. No. No iba a acostumbrarse. Ella… él se llamaba Eli. Pero aquello era demasiado. Con independencia de lo que Eli fuera, aquello era demasiado. Ya no podía más. Es que no había nada normal en ella.
Levantó la frente de las manos, se las llevó a la entrepierna, quería hacer pis.
Pasos fuera, en la escalera, y poco después el ruido del buzón al abrirse, un ruido suave. Se alejó de la puerta del cuarto de baño y fue a ver qué era. Propaganda.
PICADA DE VACUNO 14,90/KILO.
Letras y cifras chillonas de color rojo. Cogió el papel y comprendió; apretó el ojo contra el agujero de la cerradura de seguridad mientras los pasos resonaban en los rellanos, chasquidos cuando se abrían y se cerraban los buzones.
Después de medio minuto su madre pasó ante él, escaleras abajo. Sólo pudo ver un poco de su pelo, el cuello de su abrigo, pero sabía que era ella. ¿Quién iba a ser si no?
¿El que repartía su propaganda cuando él no estaba?
Con el papel en la mano fuertemente apretado, Oskar se acurrucó en el suelo al lado de la puerta de la calle, con la frente apoyada en las rodillas. No lloraba. Las ganas de hacer pis eran como un hormiguero punzante en su entrepierna que de alguna manera le impedían llorar.
Pero una y otra vez le daba vueltas a un único pensamiento:
Yo no existo. Yo no existo.