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Lacke había dedicado la noche a estar preocupado. Desde el momento en que dejó a Virginia, una inquietud insidiosa no había dejado de roerle el estómago. Había pasado unas horas con los colegas del chino el sábado por la tarde intentando hacerles partícipes de su preocupación, pero nadie estaba por la labor. Lacke había presentido que aquello podía írsele de las manos, que el riesgo de que se agarrara un cabreo de mil demonios era grande, así que se largó de allí.

Porque los colegas no eran más que una mierda.

Nada nuevo, por supuesto, pero había creído que… Sí. ¿Qué cojones había creído?

Que éramos más en esto.

Que alguien más que él se daría cuenta de que se estaba tramando algo horrible de cojones. Mucho hablar, palabras grandilocuentes, sobre todo por parte de Morgan, pero a la hora de la verdad ninguno de ellos era capaz de levantar un dedo para hacer algo.

No es que Lacke supiera qué hacer, pero al menos estaba preocupado. Aunque no sirviera de nada. Había pasado despierto la mayor parte de la noche tratando de leer de vez en cuando Los endemoniados de Dostoievski, pero olvidaba lo que había pasado en la página anterior, en la frase anterior, lo dejó.

Una cosa buena, a pesar de todo, había traído consigo la noche: había tomado una decisión.

El domingo por la mañana había ido a casa de Virginia, había llamado a la puerta. Nadie le abrió y se había marchado de allí con la esperanza de que Virginia hubiera ido al hospital. De vuelta hacia su casa pasó al lado de dos mujeres que estaban hablando, pilló algo acerca de un asesino al que la policía andaba buscando en el bosque de Judarn.

Santo Cielo, hay asesinos en cada puta esquina. Ya tienen los periódicos algo nuevo con qué entretenerse.

Habían transcurrido ya algo más de diez días desde que cogieron al asesino de Vällingby y los periódicos empezaban a cansarse de especular acerca de quién podía ser, por qué había hecho lo que había hecho.

En los artículos que se le dedicaron había existido un tono exagerado de… sí, regocijo ante el mal ajeno. Habían descrito con penoso esmero el estado actual en que se encontraba el asesino, asegurando que no podría abandonar el hospital al menos en seis meses. Al lado, un recuadro con datos sobre las consecuencias del ácido clorhídrico, de manera que uno pudiera regodearse pensando en el daño que podía ocasionar.

No, a Lacke aquello no le producía ninguna satisfacción. Sólo le parecía que era espantosa la manera en que la gente se echaba encima de alguien que «había recibido su castigo» y cosas por el estilo. Estaba totalmente en contra de la pena de muerte. No porque tuviera ningún concepto «moderno» de la justicia, no. Más bien, uno antiquísimo.

Pensaba: si alguien mata a mi hijo, entonces yo mato a esa persona. Dostoievski hablaba mucho de perdón, de clemencia. Naturalmente. Por parte de la sociedad, totalmente de acuerdo. Pero yo, como padre del niño asesinado, estoy en mi absoluto derecho moral de matar al que lo ha hecho. Que luego la sociedad me condene a ocho años o lo que sea en el talego, eso ya es otra cosa.

No era eso lo que Dostoievski quería decir, Lacke lo sabía. Pero él y Fedor tenían distintas opiniones a ese respecto, sencillamente.

Lacke iba pensando en esas cosas mientras se dirigía a su casa en la calle Ibsengatan. Una vez allí se dio cuenta de que tenía hambre, así que coció unos macarrones y se los comió con una cuchara directamente de la cazuela, con ketchup. Mientras vertía agua en la cazuela para que resultara más fácil fregarla después, oyó un ruido sordo procedente del buzón.

Propaganda. No hacía caso de ella; además, no tenía un duro.

No. De eso se trataba precisamente.

Pasó la bayeta por la mesa de la cocina y fue a buscar la colección de sellos de su padre, que guardaba en el aparador también heredado y cuyo transporte hasta Blackeberg había constituido una pequeña odisea.

Allí estaban. Cuatro ejemplares no timbrados de los primeros sellos que se emitieron en Noruega. Se agachó sobre el álbum, entornó los ojos fijándose en el león que aparecía erguido sobre las patas traseras contra un fondo de color azul claro.

Genial.

Habían costado cuatro chelines cuando se emitieron en 1855. Ahora estaban valorados en… más. El que estuvieran emparejados los hacía aún más valiosos.

Eso era lo que había decidido por la noche, mientras estaba acostado dando vueltas entre las sábanas: que había llegado la hora. Lo sucedido con Virginia había colmado el vaso. Y luego, encima, la incapacidad de los colegas para comprender, el darse cuenta de que no, no valía la pena codearse con personas así.

Se iba a largar de aquí, y Virginia iba a hacer lo mismo.

Estuviera mal o no el mercado, algo más de trescientos papeles le darían por los sellos, y otros doscientos por el piso. Después se compraría una casa en el campo. Bueno, vale: dos casas. Una granja pequeña. El dinero sería suficiente para eso y seguro que iba a funcionar. Tan pronto como Virginia se pusiera bien se lo iba a proponer, y él creía… bueno, estaba casi seguro de que ella lo iba a aceptar; mejor dicho, le iba a encantar.

Eso es lo que iba a ocurrir.

Lacke se sentía ahora más tranquilo. Lo tenía todo bien claro. Lo que iba a hacer entonces y lo que iba a hacer en el futuro. Todo iba a salir bien.

Lleno de pensamientos agradables entró en el dormitorio, se echó sobre la cama para descansar cinco minutos y se quedó dormido.

– Los vemos en las calles y en las plazas y ante ellos nos preguntamos, nos decimos a nosotros mismos: ¿qué podemos hacer?

Tommy no se había aburrido tanto en toda su vida. Ni siquiera hacía media hora que había empezado la misa y ya pensaba que habría sido más divertido sentarse en una silla mirando a la pared.

«Alabado seas, Señor» y «Canto de Gloria», y «Hosanna», sí, pero ¿por qué permanecían todos ahí sentados sin quitar ojo como si estuvieran viendo un partido de clasificación entre Bulgaria y Rumania? Eso no significaba nada para ellos, ni lo que leían en el libro ni lo que cantaban. Y parecía que tampoco significaba nada para el cura. Sólo algo que tenía que hacer para ganarse el sueldo.

Ahora al menos había empezado el sermón.

Si el cura sacaba a relucir justamente ese pasaje de la Biblia que Tommy había leído, entonces lo haría. Si no, no.

El curita decide.

Tommy buscó en el bolsillo. Las cosas estaban preparadas y la pila bautismal sólo a tres metros de él, sentado en la última fila. Su madre estaba delante, probablemente para poder hacer chiribitas con los ojos a Staffan mientras éste cantaba sus absurdas canciones con las manos entrelazadas sobre su polla de policía.

Tommy se mordió los labios. Esperaba que el cura dijera aquello.

– Vemos una inquietud en sus ojos, la inquietud de quien está perdido y no encuentra el camino. Cuando veo a una de esas personas jóvenes siempre me viene a la memoria la salida del pueblo de Israel de Egipto.

Tommy se quedó paralizado. Pero el cura tal vez no se centrara precisamente en eso. Tal vez sería algo del mar Rojo. De todas formas, sacó las cosas del bolsillo: un encendedor y una briqueta. Le temblaban las manos.

– Porque así es como debemos ver a esas personas jóvenes que a veces nos dejan consternados. Caminan por un desierto de preguntas sin respuesta y con unas perspectivas de futuro poco precisas. Pero hay una gran diferencia entre el pueblo de Israel y la juventud de nuestros días…

Vamos, dilo ya…